22 junio 2010

Una reflexión gótica



Corona de flores

Javier Calvo

Mondadori, 2010

ISBN: 978-84-397-224-58

308 páginas

20 €




Luis Manuel Ruiz

Que Javier Calvo, uno de los principales adalides de la posmodernidad en la literatura presente de este país, se descuelgue ahora con un relato rotundamente gótico, cuajado de apariciones, hemoglobina, sombras nocturnas y cadáveres escondidos, puede mover a muchos lectores al desconcierto o la sospecha. Pero quien conozca su obra un poco más de cerca, quien le haya mirado el envés o el forro, sabrá que dicho giro, mucho menos brusco de lo que aparenta a primera vista, no es casual. Ya los relatos finales de Los ríos perdidos de Londres insinuaban un viraje hacia una zona de la realidad menos oreada y rectilínea que la de sus libros iniciales, y la espléndida Mundo maravilloso (uno de los títulos clave de la última década para quien esto escribe) rozaba en algunos de sus capítulos oscuridades de mazmorra, biblioteca y laboratorio que sólo ahora, en esta Corona de flores, reciben la atención plena que merecen.

Fiel a su juego con las intertextualidades y los iconos de la cultura masiva, Calvo compone un artefacto en el que el deliberado efecto de dejà vu se escora, en ocasiones, hacia inquietantes conclusiones históricas o filosóficas. En su aspecto más obvio, Corona de flores es una novela gótica; quiero decir: un remedo de novela gótica, una novela gótica hinchada, atrofiada, hiperbólica, que explota y lleva al infinito todos los tópicos de ese género lleno de gusanos. Por tanto, sus páginas abundan en un tipo de cacharrería que hará las delicias de los adolescentes incomprendidos y las tribus urbanas de las medias rotas: cadáveres putrefactos, científicos locos, barrios por los que pululan sombras sin desembozar, catacumbas, calaveras, manicomios, tinieblas del cuerpo y del alma, vampiros y monstruos de Frankenstein. Calvo demuestra conocer a la perfección esta variante de literatura decimonónica que tiene entre sus principales referentes a Walpole, Anne Radcliffe y el Matthew G. Lewis de El Monje, y que en nuestro país siguen practicando, con acierto desigual, las plumas de Pilar Pedraza, José María Latorre y Santiago Eximeno. Pero huyendo instintivamente del polvo libresco, el autor de Corona de flores ha encauzado también a su criatura por otro tipo de afluentes adicionales. Uno desemboca en el cine de serie B, sobre todo el de los años treinta y cuarenta, pródigo en sabios desquiciados y experimentos que desafían el curso de la naturaleza; otro es la propia creación del mismísimo Calvo, con cuyo Mundo maravilloso esta novela guarda nebulosas simetrías; otro más, la literatura fantástica catalana, encarnada sobre todo en Juan Perucho y sus Historias naturales, con las que Corona de flores, ambientada también en la Barcelona de finales del siglo XIX, parece compartir decorado y figurantes.

En un plano más profundo, lo que a primera vista resulta un aparatoso divertimento gótico esconde, quizá, una reflexión llena de melancolía sobre el mundo actual y el sustrato moral (o amoral) que ocupa sus suelas. Una Barcelona que se cubre paulatinamente de polución y niebla, un reino de dioses y brujas que recula ante el avance del positivismo, artistas, autores de folletín y sabios fáusticos que certifican la defunción de la vieja moral de la caballerosidad y el asilo, apuntan en la dirección de un diagnóstico: hubo un momento en la historia en que este extraño universo nuestro surgió de las cenizas de otro universo distinto, no menos extraño y quizá tampoco apacible. Para retratar esa emersión, Calvo redacta una novela absorbente, negrísima y espléndida, como la autopsia de un bello cadáver.

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