28 junio 2010

Corre, corre

De qué hablo cuando hablo de correr

Haruki Murakami

Tusquets, 2010

ISBN. 978-84-8383-230-1.

232 pág.

17 euros.

Traducción de Francisco Barberán.


Alejandro Luque

En alguna parte dejé escrito que el éxito abrumador de Haruki Murakami, sobre todo a partir de la salida a la luz de su superventas Tokio Blues, reside en eso tan evanescente que Borges llamaba encanto. El talento se desarrolla, la técnica se adquiere, pero el encanto se tiene o no se tiene. Murakami lo posee, y tanto los lectores ociosos como los muy profesionales se lo agradecen. Sólo me atrevo a aventurar una de las posibles claves de ese encanto: junto a la sobria naturalidad de su prosa, hay en sus narraciones una mirada tremendamente humana sobre el individuo, sobre la soledad, sobre la propia identidad, en especial sobre la soledad rodeada de muchedumbres –todo ello, si me permiten el tópico, muy japonés–, que acaban trazando un fiel retrato-robot del sufrido ciudadano medio en estos albores del siglo XXI, ya viva en Tokio o en Leganés.

Buena parte de esa forma de ver el mundo se la debe Murakami al gusto por el atletismo, según nos revela en este curioso libro de título carveriano. No es inusual que los grandes escritores, en un momento dado y bajo el paraguas del éxito, se permitan escribir –y publicar con buena difusión– alguna entrega más o menos excéntrica sobre sus pasiones privadas. A Murakami se le conocen dos de éstas, el coleccionismo de vinilos y las maratones, y se ha decantado por la práctica deportiva para ensayar su personal metáfora de la vida.
Cuenta el escritor que la decisión de correr y la de escribir fueron tan conscientes como espontáneas, y que abrazó ambas vocaciones con la misma determinación instintiva, de la noche a la mañana. Y no parece un paralelismo casual, pues una maratón y una novela son para Murakami un desafío análogo de las propias capacidades, de sus límites como ser humano. La respuesta al título de este libro parece evidente: cuando habla de correr, el autor habla de escribir. Es decir, de vivir: esa carrera de larga distancia cuyo camino se hace exactamente como explicó don Antonio Machado.
Hay en estas páginas curiosidades para iniciados -¿qué música escucha Murakami mientras corre, qué marca de calzado usa?-, pero también reportajismo de muchos quilates, como la minuciosa descripción de su carrera de Atenas a Maratón; brinda generosos datos sobre sus métodos de entrenamiento, pero no se olvida de deslizar reflexiones inteligentes y hasta alguna singular teoría metafísica. Por ejemplo, cuando se enfrenta a la idea generalizada de que el escritor debe ser por definición un ser sedentario y aun autodestructivo, por completo alejado del ejercicio físico: “Cuando nos planteamos escribir una novela, es decir, cuando mediante textos elaboramos una historia, liberamos, queramos o no, una especie de toxina que se halla en el origen de la existencia humana y que, de ese modo, aflora al exterior (...). Y a eso, se mire por donde se mire, no se le puede llamar una actividad ‘saludable’...”. Dejo la cita aquí, con la advertencia de que su continuación no tiene desperdicio.
De qué hablo cuando hablo de correr se antoja, pues, una lectura amena e interesante. Sin embargo, y a pesar de no ser un volumen muy extenso, mi experiencia lectora padeció una fuerte caída de interés, una suerte de pájara, hacia el final del libro. Conforme iba asomándome a las últimas páginas, sentí que Murakami empezaba a repetirse, que la descripción de sus carreras sólo variaban de telón de fondo, mientras que sus esfuerzos y sus calambres ya los había contado antes. No es fácil –todo lo contrario, es un reto muy complicado– hacer literatura con el deporte –con algunas disciplinas más que con otras– y sostener el tono, la tensión, los elementos que mantienen al lector gozosamente atrapado.
Cuando empezaba a verse la meta, en cambio, mi interés se reavivó, y hasta lamenté que Murakami despache en sólo unas líneas algunas jugosas anécdotas, como aquella vez en que John Irving (uno de cuyos libros estaba traduciendo el japonés) lo citó para correr en Central Park, porque no tenía tiempo de concederle otro tipo de encuentro. Yo tampoco tengo tiempo para más. Se me ha hecho tardísimo, he escrito esta reseña a matacaballo y debo colgarla antes de salir pitando. No sin antes darle la razón al autor de Kafka en la orilla: a veces vivir, correr y escribir son la misma cosa.

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