Guillermo Saccomanno
Seix Barral, 2010
ISBN: 9788432212826
202 páginas
18 euros
Manolo Haro
Desde la Antigüedad Clásica, el hombre ha sido visto como un pequeño cosmos, como la armónica construcción de una serie de elementos que confluían en un ser que era espejo y reflejo de la mecánica celeste, la cual estudiaban con denuedo los filósofos. A su vez, también se le presentaba como parte de ese todo. Por lo tanto, todo y parte, máquina y engranaje, océano y gota no eran sino una manera de ver la existencia humana relacionada con el Universo y viceversa. De todo ello sacaron partido los iniciados en la Teosofía de Madame Blavatsky y Rubén Darío (“Ama tu ritmo y ritma tus acciones/ bajo su ley, así como tus versos;/ eres un universo de universos/ y tu alma una fuente de canciones”). Richard Sennett, en su libro Piedra y carne, bajaba de nivel en la búsqueda de similitudes entre el hombre y unidades mayores. Tomaba así la ciudad como cifra menor para tender lazos que pudieran relacionar ser y realidad exterior, aunque lo hacía (no olvidemos que Sennett es sociólogo) demostrando que la exhibición o no exhibición del cuerpo estaba íntimamente ligada a la conformación socio-política de las urbes y, por consiguiente, de su cultura.
En los dos últimos días de trepidante e hipnótica lectura, El oficinista de Guillermo Saccomanno me ha hecho recalar en los antiguos puertos de esas viejas lecturas citadas arriba. El caso es que para mí el autor toca un punto fundamental en el mundo de hoy: nuestras creaciones urbanas son la proyección ideológica, trascendental, psíquica y física de las criaturas que habitan esos espacios y, como no, viceversa. Las conciencia del personaje principal, el oficinista (al que se le llama así durante toda la obra), es el puro reflejo de una geografía urbana compleja a la vez que fantasmagórica. Su peripecia vital encuentra acomodo perfecto en una ciudad sin coordenadas geográficas concretas y sin un tiempo preciso, sólo un futuro despojado de esperanza. Una ciudad sin perfiles reconocibles al igual que su protagonista. Un espacio donde el terrorismo, los bloques en donde se hacinan las personas y la miseria, los perros clonados que devoran a borrachos y a drogados, las zonas sin luz en las que se practica la prostitución junto al crimen según la cotización moral de cada individuo y los helicópteros que vuelan de noche seccionando en una carnicería espasmódica millones de murciélagos se entrelazan para ofrecernos un infierno cercano a un hombre que, como diría Borges, es todos los hombres.
En esta enmarañada realidad desenvolverá su vida un individuo rengo (tanto física como psíquicamente) cuya aventura irá presentando Saccomanno por el angustioso método de la acumulación de sinsabores. El oficinista trabaja hasta tarde mientras sueña con matar al jefe. Se enamora de la secretaria (otro personaje más que no responde a otro nombre), que a su vez oficia de amante del jefe en horas de trabajo. El oficinista desconfía de su vecino de mesa, además envidiarlo y odiarlo con frenesí. Cuando vuelve del trabajo, su mujer lo golpea y abusa sexualmente de él, mientras que sus hijos andan por habitaciones aledañas. Su vida sólo cobra algo de humanidad cuando acude con la secretaria a su apartamento y comparten caricias con diferente fin: él la ama; ella sólo folla. Apenas queda tiempo para soñar en el subte, pero sus propios sueños lo convierten en un asesino: matar al jefe, matar a su compañero, matar a la secretaria, gasear a su familia... Lo único que lo humaniza es la lectura en ese tiempo de viaje en metro de revistas científicas. Como en el Buenos Aires de Roberto Arlt en los años 30 (la Década infame), en el que la literatura de quiosco divertía y formaba al mismo tiempo en un período dramáticamente crítico, este tipo de publicaciones le resultan al oficinista el único lugar al que acudir en busca de una verdad inmutable, al menos hasta la salida del próximo número de lo que lee.
Lo demás es puro disfrute. A pesar de la primera impresión que se pudiera llevar alguno de mis improbables lectores (Rodríguez Rivero dixit), la novela de Saccomanno se bebe con gozo. Su recorrido no dejará impasible a los amigos de las analogías; muchos de ellos verán entre tanto desastre y descontrol tiempos tristemente no tan alejados de nuestros días como se pudiera creer, ya que en ciertos aspectos la novela hace pensar en que el trasvase de las dictaduras del pasado argentino tienen continuidad (desarrolladas en otros parámetros) en otras futuras. Aquellas sortudas criaturas que hayan caminado por Buenos Aires podrán poner nombre a algunos de los lugares que se citan en estas páginas (Puerto Madero, por ejemplo); los que tengan pendiente darse una vuelta por allá, tendrán la fortuna (o no) de superponer el plano de esta ciudad salida de la pluma del escritor sobre cualquier urbe del occidente neoliberal o postliberal (como quieran ustedes). La irrealidad de otra novela urbanita, La ciudad de Mario Levrero, junto al ambiente obsesivo-opresivo de la Luna caliente de Mempo Giardinelli figuran, tal vez, entre las más directas influencias del Cono Sur. Ni por asomo dejen que el hecho de haber conseguido el Premio Biblioteca Breve les disuada de hacerse con ella. A esas cosillas no hay que darles importancia.
En los dos últimos días de trepidante e hipnótica lectura, El oficinista de Guillermo Saccomanno me ha hecho recalar en los antiguos puertos de esas viejas lecturas citadas arriba. El caso es que para mí el autor toca un punto fundamental en el mundo de hoy: nuestras creaciones urbanas son la proyección ideológica, trascendental, psíquica y física de las criaturas que habitan esos espacios y, como no, viceversa. Las conciencia del personaje principal, el oficinista (al que se le llama así durante toda la obra), es el puro reflejo de una geografía urbana compleja a la vez que fantasmagórica. Su peripecia vital encuentra acomodo perfecto en una ciudad sin coordenadas geográficas concretas y sin un tiempo preciso, sólo un futuro despojado de esperanza. Una ciudad sin perfiles reconocibles al igual que su protagonista. Un espacio donde el terrorismo, los bloques en donde se hacinan las personas y la miseria, los perros clonados que devoran a borrachos y a drogados, las zonas sin luz en las que se practica la prostitución junto al crimen según la cotización moral de cada individuo y los helicópteros que vuelan de noche seccionando en una carnicería espasmódica millones de murciélagos se entrelazan para ofrecernos un infierno cercano a un hombre que, como diría Borges, es todos los hombres.
En esta enmarañada realidad desenvolverá su vida un individuo rengo (tanto física como psíquicamente) cuya aventura irá presentando Saccomanno por el angustioso método de la acumulación de sinsabores. El oficinista trabaja hasta tarde mientras sueña con matar al jefe. Se enamora de la secretaria (otro personaje más que no responde a otro nombre), que a su vez oficia de amante del jefe en horas de trabajo. El oficinista desconfía de su vecino de mesa, además envidiarlo y odiarlo con frenesí. Cuando vuelve del trabajo, su mujer lo golpea y abusa sexualmente de él, mientras que sus hijos andan por habitaciones aledañas. Su vida sólo cobra algo de humanidad cuando acude con la secretaria a su apartamento y comparten caricias con diferente fin: él la ama; ella sólo folla. Apenas queda tiempo para soñar en el subte, pero sus propios sueños lo convierten en un asesino: matar al jefe, matar a su compañero, matar a la secretaria, gasear a su familia... Lo único que lo humaniza es la lectura en ese tiempo de viaje en metro de revistas científicas. Como en el Buenos Aires de Roberto Arlt en los años 30 (la Década infame), en el que la literatura de quiosco divertía y formaba al mismo tiempo en un período dramáticamente crítico, este tipo de publicaciones le resultan al oficinista el único lugar al que acudir en busca de una verdad inmutable, al menos hasta la salida del próximo número de lo que lee.
Lo demás es puro disfrute. A pesar de la primera impresión que se pudiera llevar alguno de mis improbables lectores (Rodríguez Rivero dixit), la novela de Saccomanno se bebe con gozo. Su recorrido no dejará impasible a los amigos de las analogías; muchos de ellos verán entre tanto desastre y descontrol tiempos tristemente no tan alejados de nuestros días como se pudiera creer, ya que en ciertos aspectos la novela hace pensar en que el trasvase de las dictaduras del pasado argentino tienen continuidad (desarrolladas en otros parámetros) en otras futuras. Aquellas sortudas criaturas que hayan caminado por Buenos Aires podrán poner nombre a algunos de los lugares que se citan en estas páginas (Puerto Madero, por ejemplo); los que tengan pendiente darse una vuelta por allá, tendrán la fortuna (o no) de superponer el plano de esta ciudad salida de la pluma del escritor sobre cualquier urbe del occidente neoliberal o postliberal (como quieran ustedes). La irrealidad de otra novela urbanita, La ciudad de Mario Levrero, junto al ambiente obsesivo-opresivo de la Luna caliente de Mempo Giardinelli figuran, tal vez, entre las más directas influencias del Cono Sur. Ni por asomo dejen que el hecho de haber conseguido el Premio Biblioteca Breve les disuada de hacerse con ella. A esas cosillas no hay que darles importancia.
2 comentarios:
Envidia me das, amigo Haro. Hace tiempo que no me topo con una novela que, según se desprende de tu texto, enganche y encante y haga enamorar tanto.
Chula la portada
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