20 junio 2010

La Belle Époque rural


La hija de Robert Poste

Stella Gibbons

Impedimenta, 2010

ISBN: 9788493760137

357 páginas

Traducción de José C. Vales







Manolo Haro


El primer paso de la humanidad hacia la modernidad lo dieron los papás de Caín y Abel. La expulsión del Paraíso, debida al antojo por el fruto del árbol prohibido, provocó la salida de tan descansado lugar. Caín y Abel, prole de estos pioneros del desacato a la autoridad divina, tuvieron que iniciarse en el arte del arado y el cayado, respectivamente. El agricultor mató al ganadero, así seguíamos subiendo escalones hacia la conformación del mundo moderno. Después Dios invitó al fraticida a vagar por las tierras de Nod. Para escapar no sólo de la ira de Yaveh sino de los rigores del clima, Caín comienza a trazar en su cabeza las líneas maestras de la primera ciudad. Tiene pues el urbanismo un germen asociado al crimen, mientras que la arquitectura lo tiene a la soberbia (no olviden al gran Nemrod, constructor de la torre de Babel y perteneciente también a la estirpe cainita que se puso algo farruco con el Jefe). Quiero pensar que a Baudelaire le habría resultado encantadora esta asociación. Él, que pocas veces se asomó a los límites de París para, a través de la niebla, observar los últimos chirridos de la ciudad, se convirtió en el artista de la vida moderna dejando atrás precisamente esa Naturaleza pre-adánica, que tanto predicamento había tenido entre los románticos. Una mezcla de ambas posturas, tamizada por leves toques humorísticos y paródicos, es lo que guía la novela La hija de Robert Poste de Stella Gibbons (Londres, 5 de enero de 1902 -19 de diciembre de 1989) de principio a fin.

Gibbons le debe a esta obra el hecho de haberse introducido en ese dudoso pero fructífero subcanon de los long sellers. Para los carpetovetónicos el nombre de la escritora está ligado a este único título, a falta de poder acercarnos a los versos que le compró alguna vez a la musa Erato, a los cuentos que le dictó Calíope o a los artículos que le bosquejó Clío. De hecho, su libro más celebrado fue, es y, posiblemente, será, La hija de Robert Poste. Sus inicios como periodista en 1924 estuvieron salpimentados por una tenue producción literaria. Al comienzo de la década de los 30, el éxito del citado libro y su matrimonio con un solvente actor secundario, Allan Webb (la solvencia se la vio Orson Welles, con el que trabajó en unos cuantos filmes basados en obras de Shakespeare), colocarían los miliarios esenciales de su vida: se mudó a Highgate, barrio londinense que aún conserva el encanto de una pequeña ciudad de provincias y donde Keats habitó un tiempo (sin saber que el bacilo de Koch lo abandonaría bajo el mármol de un cementerio protestante de Roma); fue laureada con el Prix Femina-Vie Heureuse para gran cabreo de Virginia Woolf ("Me molesta saber que dieron cuarenta libras a Gibbons... ¿Quién es ella? ¿Qué libro es ese?"); y nació su hija Laura.

Pero vayamos a lo puramente literario. Con título el original de Cold Comfort Farm, la escritora entregó a la imprenta en 1932 un roman que aunaba las tres líneas que Raymond Williams señalara en su ya clásico ensayo El campo y la ciudad (Paidós, 2001) en torno a la novela rural. La primera de ellas era la llamada novela rural a secas, en la que hundían sus raíces parte de la obra de George Eliot y de Thomas Hardy. La segunda y, tal vez, la más feraz es la que recoge las novelas cuyas historias se desarrollan en mansiones solariegas. En este grupo se oye el roce sobre el papel de las plumas de Henry James y de D.H. Lawrence, que pintan las pasiones humanas bombeando ambición y deseo con frondosos bosques al otro lado de la ventana. Esa casona campestre más tarde se convertiría en el lugar fetiche para la resolución de misterios construidos por Dorothy Sayers o Agatha Christie. En último lugar Williams coloca los relatos de la vida rural, los cuales pasarían a formar parte del testimonio de un mundo que se agota y que deja paso a la novela urbana por excelencia. Son el canto del cisne para los melancólicos de un mundo que se va extinguiendo paulatinamente y que a partir de ahora sólo tendrá cabida en la narrativa en forma de escenario satélite en el que se traspondrán parte de las tramas iniciadas en un ambiente urbano.

La hija de Robert Poste comprime las tres corrientes, las parodia y las satiriza. Flora, jovencita trasnochadora y buena conocedora de los ambientes de fiestas Londinenses, queda huérfana. En el recuento de familiares vivos que podrían darle algo de cobertura emocional y pecuniaria se topa con un primo soltero de su padre que vive en Escocia, una tía en Worthing que se dedica a la cría de perros y unos primos lejanos en Sussex. El envío de cartas excluye, por diferentes motivos, a los dos primeros, por lo que Flora saltará desde la modernidad de la gran ciudad a un reducto del romanticismo, ése que sólo existe para los emisarios urbanitas que ven el campo como un lugar pintoresco. La primera toma de contacto con sus primos estará totalmente desposeída de calor humano. Los Starkadder (apellido de la familia que habita en Cold Comfort) son áridos en el trato; a ello hay que sumarle una serie de excentricidades a las que la protagonista le irá sacando partido a medida que vayan pasando las semanas. Flora se introduce poco a poco en la vida de cada uno de ellos como consejera sentimental y espiritual, aunque la sombra de su tía Ada Doom, que habita en la parte alta de la casa y que mantiene la invisibilidad desde que llega su sobrina, se proyecta espectralmente sobre las vidas de sus hijos. He aquí la trama general. A ello habrá que sumarle las bromas literarias en torno a la figura de D.H. Lawrence, emboscado tras la personalidad del libidinoso señor Myburg, que defenderá la autoría de Cumbres borrascosas en favor del hermano de las Brönte a partir del testimonio de tres cartas; los juegos verbales excelentemente resueltos por parte del traductor José C. Vales con el saber del que acostumbra a trasegar líquidos de un tubo de ensayo a otro sin que se derrame una gota (en el caso de que las gotas presenten algo de viscosidad, Vales les dará su lugar en las notas a pie de página); y, para finalizar, las referencias literarias directas o indirectas (Austen, las Brönte, el Wessex de Hardy, etc.) que ayudan al lector que se precie a seguir el reguero de migas que va soltando la escritora.


Esta novela, a la que su editor ha colocado una bellísima portada y una faja en donde menciona que en el año 1934 fue merecedora de ese Prix Femina-Vie Heureuse, es una interesante apuesta por recuperar el ambiente (más o menos edulcorado) del periodo de entre-guerras, donde el mundo se estaba desperezando todavía del mal sueño de la Gran Guerra sin darse tiempo suficiente para volver repuesto a la trinchera. Tampoco hubo un solo segundo para arreglar una inocencia que ya andaría desportillada durante el resto del siglo, como también lo estaría toda su novelística.

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