B. Traven
Acantilado, 2009
I.S.B.N.: 978-84-92649-22-8
352 Páginas
22 €
Traducción: Roberto Bravo de la Varga
Ilya U. Topper
Me volví a encontrar este libro ―B. Traven, Das Totenschiff― en la estantería del salón de un cónsul alemán en una ciudad de África (tal vez no fuera cónsul sino sólo un empleado de cierto rango del consulado, no recuerdo bien). Recuerdo el estupor. Era una paradoja insuperable, apta para uso literario (“X puso una cara como un embajador al que le acaban de regalar La nave de los muertos”).
Me explico. El protagonista de La nave de los muertos es un marinero norteamericano que durante una escala en Amberes pierde su barco y, con él (con ella, diría: los barcos siempre son femeninos para un marinero: hacerse a la mar es contraer matrimonio con la nave) pierde su tarjeta de marinero, ese único documento que lo identifica a ojos del Estado. Sin esta tarjeta, nadie le admitirá como ciudadano, nadie le dará trabajo, ningún consulado lo salvará; sin ella, el marinero no es nadie, no existe, ha muerto.
Y sólo tiene ya una opción en la vida: trabajar en un barco donde no importa que estés muerto. En la nave de los muertos. Esos buques que cruzan el océano con cualquier carga, a menudo armas de contrabando, y cuyo único fin es navegar hasta caer en pedazos con un golpe de mar: entonces sí será un viaje rentable porque entonces pagará el seguro.
Los marineros, por supuesto, no cuentan.
Probablemente no haya ningún libro que denuncie en términos más rotundos la explotación del obrero. Y lo hace con un lenguaje portuario, descuidado, vivaz, sarcástico, como quien no quiere la cosa. Un descuido que exige un enorme dominio del idioma.
La risa acompaña al lector un buen rato al enterarse de los absurdos manejos de las autoridades belgas y holandesas de los años 20 para quitarse de enmedio a un sinpapeles americano (son ciertas: en los años 40, Suiza y Austria aplicaban el mismo sistema de expulsiones ilegales a los alemanes refugiados; hoy, Marruecos y Argelias lo aplican a los subsaharianos...). Se lo toma con humor: “A veces da pena que aún no estemos hecho de cartón piedra, porque entonces se podría ver en el sello en qué país nos han fabricado”.
Cuando al protagonista le faltan escasas horas para ser fusilado en un fuerte francés en los Pirineos, uno aún estalla en carcajadas. Luego vienen las playas de Portugal y aparece Yorikke. La nave de los muertos. Y ahora a uno se le quitan las risas. Porque sobre el puente está escrito: Los que entréis aquí, dejad toda esperanza.
Ni Dios ni Amo ni Marx. Ninguna ideología se dibuja como salvación posible. Ninguna institución, ningún partido como salvador del obrero. Ni siquiera el obrero. “Una semana de reponer las rejas de las calderas en la Yorikke y no te quedan ídolos”. Hay quien llama La nave de los muertos un libro anarquista.
No se puede hablar de un libro sin dedicarle algunas palabras a su autor. Seré breve. De B. Traven nada se sabe, ni siquiera su nombre de pila. Hay teorías, sesudas investigaciones, conclusiones que rozan la certeza sobre su identidad real; lo malo es que hay al menos dos igual de verosímiles. Y ninguna explica por qué los siguientes libros de B. Traven ―el ciclo mexicano compuesto por El carro, La Rosa Blanca, El puente en la jungla y Los algodoneros― así como la muy publicitada novela El tesoro de Sierra Madre― no alcanzan ni de lejos el nivel literario de La nave de los muertos. Exceptuando en parte a Los algodoneros (1925) el único que fue publicado antes que La nave (1926).
Por no saber ni siquiera sabemos del todo en qué idioma escribió sus libros Traven, afincado en México, sólo que fueron publicados primero en alemán. En el caso de La nave, no cabe duda de que éste fue el idioma original. O al menos que quien redactó el texto alemán fue un genio de la literatura. Por su ligereza y su dureza, su humor y su infernal seriedad, por su terrible fuerza de arrastre, la humanidad de sus personajes, su trazo siempre preciso, su conclusión inapelable, La nave de los muertos es una de las diez o doce obras cumbre del siglo XX. El viaje a través del infierno ―no: el infierno no podrá ser peor que una caldera de la Yorikke― del narrador sin nombre (o con muchos nombres) y su amigo Stanislaw tiene algo del Dante y Virgilio. Aunque Dante nunca se atrevió a soñar un infierno como aquel que los marineros llevan consigo.
Mención especial para Roberto Bravo de la Varga: ha conseguido traspasar al castellano el lenguaje sarcástico, vivaz y portuario, salpicado de anglicismos marineros, de Traven, un reto que se me antoja sobrehumano. Así que ustedes no tienen excusa. Váyanse a la librería, empiecen a reírse con el humor del marinero vagabundo, mientras puedan. Y si tienen algún amigo embajador, regálenselo.
Me volví a encontrar este libro ―B. Traven, Das Totenschiff― en la estantería del salón de un cónsul alemán en una ciudad de África (tal vez no fuera cónsul sino sólo un empleado de cierto rango del consulado, no recuerdo bien). Recuerdo el estupor. Era una paradoja insuperable, apta para uso literario (“X puso una cara como un embajador al que le acaban de regalar La nave de los muertos”).
Me explico. El protagonista de La nave de los muertos es un marinero norteamericano que durante una escala en Amberes pierde su barco y, con él (con ella, diría: los barcos siempre son femeninos para un marinero: hacerse a la mar es contraer matrimonio con la nave) pierde su tarjeta de marinero, ese único documento que lo identifica a ojos del Estado. Sin esta tarjeta, nadie le admitirá como ciudadano, nadie le dará trabajo, ningún consulado lo salvará; sin ella, el marinero no es nadie, no existe, ha muerto.
Y sólo tiene ya una opción en la vida: trabajar en un barco donde no importa que estés muerto. En la nave de los muertos. Esos buques que cruzan el océano con cualquier carga, a menudo armas de contrabando, y cuyo único fin es navegar hasta caer en pedazos con un golpe de mar: entonces sí será un viaje rentable porque entonces pagará el seguro.
Los marineros, por supuesto, no cuentan.
Probablemente no haya ningún libro que denuncie en términos más rotundos la explotación del obrero. Y lo hace con un lenguaje portuario, descuidado, vivaz, sarcástico, como quien no quiere la cosa. Un descuido que exige un enorme dominio del idioma.
La risa acompaña al lector un buen rato al enterarse de los absurdos manejos de las autoridades belgas y holandesas de los años 20 para quitarse de enmedio a un sinpapeles americano (son ciertas: en los años 40, Suiza y Austria aplicaban el mismo sistema de expulsiones ilegales a los alemanes refugiados; hoy, Marruecos y Argelias lo aplican a los subsaharianos...). Se lo toma con humor: “A veces da pena que aún no estemos hecho de cartón piedra, porque entonces se podría ver en el sello en qué país nos han fabricado”.
Cuando al protagonista le faltan escasas horas para ser fusilado en un fuerte francés en los Pirineos, uno aún estalla en carcajadas. Luego vienen las playas de Portugal y aparece Yorikke. La nave de los muertos. Y ahora a uno se le quitan las risas. Porque sobre el puente está escrito: Los que entréis aquí, dejad toda esperanza.
Ni Dios ni Amo ni Marx. Ninguna ideología se dibuja como salvación posible. Ninguna institución, ningún partido como salvador del obrero. Ni siquiera el obrero. “Una semana de reponer las rejas de las calderas en la Yorikke y no te quedan ídolos”. Hay quien llama La nave de los muertos un libro anarquista.
No se puede hablar de un libro sin dedicarle algunas palabras a su autor. Seré breve. De B. Traven nada se sabe, ni siquiera su nombre de pila. Hay teorías, sesudas investigaciones, conclusiones que rozan la certeza sobre su identidad real; lo malo es que hay al menos dos igual de verosímiles. Y ninguna explica por qué los siguientes libros de B. Traven ―el ciclo mexicano compuesto por El carro, La Rosa Blanca, El puente en la jungla y Los algodoneros― así como la muy publicitada novela El tesoro de Sierra Madre― no alcanzan ni de lejos el nivel literario de La nave de los muertos. Exceptuando en parte a Los algodoneros (1925) el único que fue publicado antes que La nave (1926).
Por no saber ni siquiera sabemos del todo en qué idioma escribió sus libros Traven, afincado en México, sólo que fueron publicados primero en alemán. En el caso de La nave, no cabe duda de que éste fue el idioma original. O al menos que quien redactó el texto alemán fue un genio de la literatura. Por su ligereza y su dureza, su humor y su infernal seriedad, por su terrible fuerza de arrastre, la humanidad de sus personajes, su trazo siempre preciso, su conclusión inapelable, La nave de los muertos es una de las diez o doce obras cumbre del siglo XX. El viaje a través del infierno ―no: el infierno no podrá ser peor que una caldera de la Yorikke― del narrador sin nombre (o con muchos nombres) y su amigo Stanislaw tiene algo del Dante y Virgilio. Aunque Dante nunca se atrevió a soñar un infierno como aquel que los marineros llevan consigo.
Mención especial para Roberto Bravo de la Varga: ha conseguido traspasar al castellano el lenguaje sarcástico, vivaz y portuario, salpicado de anglicismos marineros, de Traven, un reto que se me antoja sobrehumano. Así que ustedes no tienen excusa. Váyanse a la librería, empiecen a reírse con el humor del marinero vagabundo, mientras puedan. Y si tienen algún amigo embajador, regálenselo.
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