Punto
omega
Don DeLillo
Austral, 2013. Colección “Contemporánea”
ISBN: 978-84-322-1483-7
157 páginas
6,95 €
Traducción de Ramón Buenaventura
Coradino Vega
Hacia el final de su vida, a Tolstoi
le dio por desaprobar moralmente los poderes de seducción del arte y se decantó
por una prosa que fuera comprensible en un aula de primaria. Otros artistas,
sin embargo, comenzaron cultivando esa suerte de estilo tardío y se fueron
haciendo cada vez más abstrusos conforme cumplían años. Joyce escribió un primer libro de cuentos de una limpieza tan equilibrada
como la de los cuadros del Goya más
joven o las primeras sonatas de Beethoven,
y los tres acabaron en el extremo opuesto: Goya, pintando rostros difuminados
cada vez más oscuros y expresionistas; Beethoven, fusionando las arquitecturas
barrocas con una introspectiva disonancia visionaria en sus últimos cuartetos
de cuerda; Joyce, publicando una novela tan compleja y de lenguaje tan
retorcido que casi nadie ha terminado de leer o llegado a comprender del todo. Paul Klee se cansó del progreso lineal
en el que muchos creen que consiste la historia del arte y se puso a imitar las
pinturas infantiles de su hijo. Arvo
Pärt respondió a la exigencia atonal de la música del siglo XX con un
minimalismo casi primitivo que retornaba a la melodía. Goya dijo: “En pintura no hay normas”, pero da la
sensación de que son más los artistas que han ido tendiendo a la desnudez que
viceversa.
Quienes conocen a
fondo la trayectoria de Don DeLillo
afirman que, desde la publicación de Submundo
en 1997, su obra se ha ido haciendo cada vez más breve y serena, más
meditativa, tendiendo puentes a las artes visuales al tiempo que sondea sin
cesar los límites del lenguaje. Y de esa deriva quizás sea Punto omega, novela corta de 2010 que ahora se reedita en formato
de bolsillo, la mejor prueba -tras el prólogo que tiene su contrapunto en el
epílogo, el primer capítulo comienza: “La
verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie,
nunca”-. De una enunciación clara, contenida, con una distante naturalidad a
la que parece que siempre rodea el silencio, el estilo de DeLillo alcanza una
belleza, en su afán por la exactitud, a medio camino entre la poesía y la
ciencia. Como la poesía, Punto omega
requiere del lector una concentración intensa, si no quiere perderse la riqueza
de su expresividad, mientras le obliga a discernir lo que hay de misterio en lo
inconcebible o trivial con una profundidad más aguda. Como en un informe
técnico, la escritura de Don DeLillo no se para de preguntar de dónde vienen
las cosas, cuál es la forma más precisa de nombrarlas, por qué las hacemos, qué
significan. La suya es una prosa de una transparencia impasible que tiene que
ver con la necesidad de trascender esta vida, de buscar más allá de lo que
tenemos delante de los ojos, pero también de mirar los objetos físicos con la
máxima atención, convencida de que uno no sabe ver lo que mira si no descubre
su nombre. De hecho, uno de los temas principales de Punto omega es precisamente la necesidad de la atención, como si el
personaje que al inicio de la novela contempla de un modo obsesivo una
proyección ralentizada de Psicosis exhibida
en el MoMa, nos estuviera pidiendo que nos metiéramos con su misma fijeza en la
materia de las palabras que están empezando a contar su historia truncada, ese
punto de azar y conexión que luego nos llevará a otra cosa.
Jim es un joven
cineasta empeñado en rodar un documental en el que sólo aparecerá la cara de
Richard Elster, un intelectual que asesoró al Pentágono durante la guerra de
Irak, revelando en plano fijo, junto a una pared, los secretos de Estado de los
que fue partícipe. Para convencerlo, Jim le sigue hasta su retiro en mitad del
desierto. Allí beben y charlan. Pero entonces llega Jessie, la hija de Elster,
y la dinámica se vuelve entre los tres cada vez más cercana y extraña, hasta
que de pronto sucede lo terrible. En muy pocas novelas que yo haya leído, a no
ser en algunas de Cormac McCarthy,
el paisaje cobra una plasticidad tan orgánica, esta relevancia entre mística y
geológica transida de espacio y tiempo que modifica la percepción de forma
sinestésica: “Sigo viendo las palabras.
Calor, espacio, quietud, distancia. Se han trocado en estados visuales de la
mente”. Jim y Elster conversan sobre muchos temas —o, más bien, Elster
habla y Jim le escucha—, a condición de que no sea del proyecto de la película:
qué es la realidad y cómo es percibida o creada por la mente humana, el alma
del haiku, quién se es de verdad y cómo experimentamos la vida, el agotamiento
de la conciencia junto al deseo de regresar a la materia inorgánica, ese ruido
de fondo que opera como bajo continuo en la obra de Don DeLillo, el inasible “punto
omega” que tratara Teilhard de Chardin
pero, sobre todo, el tiempo. Dice Richard Elster:
“El día acaba convirtiéndose en noche pero es una cuestión de luz y
oscuridad, no de tiempo que pasa, no de tiempo mortal. No hay el terror de
costumbre. Es diferente aquí, el tiempo es enorme, eso es lo que percibo aquí,
palpablemente. El tiempo que nos precede y nos sobrevive”.
A cada frase, a cada
párrafo aislado de espacio en blanco y que parece contener una cerrada unidad de
tiempo, DeLillo nos obliga a levantar la mirada del papel y reflexionar sobre
lo que hemos leído, o lo que es lo mismo: nos exige una mayor participación del
ojo y de la mente. La novela se cierra con un párrafo de cuatro líneas que
contiene todo el mundo oblicuo y enigmático que podría contener un poema de Emily Dickinson. El misterio no se
resuelve. Corresponde al lector completar la historia, posiblemente aún más atroz
que la que el texto explícito calla. Ésa es la música del último Don DeLillo,
sin duda uno de los más grandes escritores vivos.
1 comentario:
La verdad es que, por todo lo que he leído, Delillo volvió a ser grande con esta novela. Yo todo lo que he leído de él me ha dejado muy buen sabor de boca (aunque no me he atrevido a ún con Submundo), así que ésta también caerá seguro.
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