El martirio del obeso
Henri Béraud
Tropo, 2013
ISBN: 978-84-96911-61-1
140 páginas
17 €
Traducción de Verónica Fernández Camarero
Manolo Haro
El guatemalteco 'parisien' Emilio Gómez Carrillo
le dedicó una elogiosa página en el ABC del 31 de marzo de 1923 a la
novela El martirio del obeso, que el año anterior había sido galardonada
con el Premio Goncourt. Gómez Carrillo firmaba aquel artículo desde una Niza
marzal en la que ya habían dado con sus huesos Scott Fitzgerald y la
bella Zelda. Llamo la atención sobre este detalle porque el cronista,
como el que no quiere la cosa, respiró los mismos aires que muchos de los
monstruos y enanos literarios de finales y principios de siglo: Verlaine,
Darío, Wilde y Fitzgerald, por el lado de las monstruosidades, y Pierre
Louys y Alejandro Sawa por el de las enaneces. Por lo que vio y oyó
este bohemio de libro, hay que prestarle atención a lo que dijo acerca de la
novela de Henri Béraud que nos ha devuelto a la vida Tropo Editores.
Francia es una nación extraña. Capaz de aupar y hundir al
mayor benefactor de la humanidad del decadente mundo desarrollado casi al
unísono (me refiero al nutricionista-mago Pierre Dukan), se permitió el
lujo de premiar en 1923 –cuando las panzas embutidas en los chalecos abotonados
de la burguesía parisina iban reduciendo su diámetro por mor de las modas y las guerras– una novela
que el citado Gómez Carrillo calificó de “obrita maestra” y que no habla de
otra cosa que de los sinsabores de un gordo enamorado de una ninfa 'bourgeoise'
y casada. Como muchos de los novelistas de los albores del XX, Béraud era hijo
de las poses atormentadas del joven
Werther, de sus vástagos posteriores como el Dostoievski de Noches blancas, del realismo especular de Stendhal y
de las querencias a la consabida tríada de adúlteras (Bovary, Karenina y
Ozores). Como suele ocurrir, al agotamiento del género le viene al rescate una
lectura, por lo general, irónica o realizada desde un ángulo ominoso. El héroe
de El martirio del obeso hace las
veces de tal: una voz anónima que cuenta, entre jarra y jarra de Bass o
Guiness, al estilo de Ojos negros de Nikita Mikhalkov –uno que relata y otro que escucha sin apenas
intervenir– el triángulo amoroso entre un marido, su mujer Angéle y él mismo,
un gordo enamorado. Un antihéroe entrado en kilos que va urdiendo la narración
colando reflexiones sobre las veleidades de los obesos, el cambio de canon
físico y las tribulaciones de los gordos 'in love', mientras
nos da pinceladas de sus avances amorosos con la bella Angéle.
Tras
el descubrimiento en directo de una infidelidad del marido, la joven recurre al
obeso amigo para hacer el 'Grand Tour' habitual en la época: El Cairo, Argel, Málaga,
Barcelona, Cerdeña, Palermo, Roma, Venecia, Munich, Wiesbaden, Colonia o
Amsterdam. Son sólo nombres con los que enriquecer la tramoya, pues nada se
cuenta de estas ciudades; actúan como un aroma lejano donde encajar el breve
anecdotario que produce la huida de la bella y la bestia y la persecución del
marido. En ese trajín, pronto se dará una metamorfosis en la relación entre
ambos que el lector interesado habrá de descubrir por sí solo. Para mi gusto,
lo mejor del libro se encuentra en cierto deje aforístico al estilo de Jules
Renard que salta de vez en cuando en estas páginas, entre lo irónico, la
queja o la reflexión entrada en carnes. Para muestra, unos cuantos botones:
“Ni gustar, ni disgustar, mantenerse alejado de los fuegos
del flirteo, divertir a las muchachas y dejar tranquilos a los maridos es, a
día de hoy, nuestro destino, el de los galanes anchurosos, los buenos gordos
con los que todas quieren estar pero a los que nadie quiere”.
“No puedo mirar un retrato del Rey Sol ni contemplar su
vientre borbónico sin que se me llenen los ojos de lágrimas”.
“Este que habla ha sufrido el suplicio de los paquebotes, de
los coche-camas y de los ingleses”.
“La verdad que nadie se atreve a confesar es que una vez que se
esfuman las ilusiones, nos pasamos la vida echando vaho sobre el espejo de la
decepción”.
“Cuando se ha superado la edad en la que las chiquillas
colgadas de nuestro brazo se ríen de los señores sentados en un banco, no queda
más remedio que resignarse a la complacencia y a las mentiras del amor
recalentado”.
“La ropa moderna, ¡ese es nuestro enemigo! ¡Vivan el peplo y
la toga! Aspiro al regreso de las modas, antiguas, excepto en lo que concierne
a los automóviles y a los cócteles”.
El mundo de los años veinte se estaba precipitando al
cataclismo más rotundo con el que nos íbamos a encontrar en la Edad
Contemporánea. La política, la economía y la geoestrategia, pero también los
usos amorosos y a los perfiles abdominales, experimentarían poco a poco cambios cuya espuma mojarían las costas de
nuestros días. “¡Permítame que le
explique que la corpulencia de los caballeros estaba en boga en los aledaños de
la Exposición de 1900! En realidad, esa fue la última vez que estuvo de moda.
Los sastres trabajaban para favorecernos. ¡Le aseguro que lo chic entonces no
era lucir unos hombros escurridos! Del mismo modo que a las mujeres les
avergonzaría estar planas, los hombres se esforzaban por no parecer alfeñiques.
Nunca la sociedad pareció mejor alimentada; era el príncipe de Gales, el
apetitoso Eduardo VII, quien marcaba el tono, no como ahora con esos bailarines
argentinos y serpentinos”. Entrelíneas se oye la voz del Gardel que
conquistó París en los veinte y que luego se vería apagada por el ascenso del
jazz; y claramente se observa la asunción del mundo de la flaqueza y lo magro.
Gómez Carrillo afirmaba en su En plena bohemia que Verlaine se pasaba largas horas en el café
François I del bulevar Saint-Michel, entre ajenjo y ajenjo, repitiendo “¡Ce
cochon de France!” No le faltaba razón al hombre. Abandonen el dukanismo y lean.
1 comentario:
Me alegra saber de nuevo de este reseñista prófugo. Alicante, no sé si por la horchata industrial, las heladerías locales o la pura fritanga, está convirtiéndose en la Meca de la gente ancha. ¿Cree usted que este libro me daría fuerza para volver al biquini, señor Haro?
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