30 noviembre 2012

Un cuenco de cerezas



El sol en la fruta

Ioana Gruia

Renacimiento, 2011

ISBN: 978-84-8472-663-0

56 páginas

9 €

Premio de Poesía Andalucía Joven 2011



Antonio Rivero Taravillo

Con este poemario obtuvo Ioana Gruia (Bucarest, 1978, pero asentada en Granada desde hace años) el Premio de Poesía Andalucía Joven correspondiente al pasado año. Más que una suma de poemas, El sol en la fruta es el bello producto de la interacción de estos, un libro orgánico, en el que las partes contribuyen a fortalecer el todo. Por eso, porque los poemas se enredan fértilmente en un conjunto de relaciones, complicidades, ligazones, podríamos afirmar que se trata de un cesto o cuenco de cerezas. Como el que aparece ya en el segundo poema del libro (que es casi el inicial, porque el primero podría calificarse más bien de una poética, pliego de intenciones o testimonio de las causas de la escritura de la autora).

Son las cerezas del cuenco de “Canción para un instante”, brillantes bajo el sol, símbolos de la felicidad. Tras escribir Gruia que “Por la ventana abierta el sol de junio / entraba a raudales en el cuarto”, añade como estrofa siguiente: “Tú me habías traído un cuenco de cerezas. / Cogí despacio una y la miré al trasluz, / me la llevé a la boca y la mordí. Sabía / a sol y a piel y a lluvia, a verano, a ti.” Pero el rabillo de la cereza que es este poema se enreda, traspasando las páginas, en el de “Refugios”, donde leemos: “Los dientes en la pulpa de la fruta. / Los destellos rojizos de un cuenco de cerezas.” Y, aunque en una fruta distinta, en “Los limones” hallamos en sus versos finales: “Cierra los ojos / y encima de su rostro ve las frutas / y el resplandor solar de sus cortezas.” Por último, varias páginas adelante encontramos el poema que da título al libro, “El sol en la fruta”, cuyas dos estrofas intermedias narran lo que luego veremos es la posesión, mediante el gusto, de “la luz hecha de tiempo, / la piel de la cereza.” Estos seis versos a los que me refiero dicen así: “Vio la mano de un niño / que se hundía en el cuenco / y apresaba cerezas. // Como entonces, hundió / en el cuenco la mano, / apresando la fruta.”

Bien, hemos sacado ya un manojo de deliciosas cerezas, de frutas bajo la luz del sol que las intensifica en su presencia, en su deseo. Pero hay otros elementos que se ensortijan en este poemario, como por ejemplo el pintor estadounidense Edward Hopper. El verso anterior a aquellos “Los dientes en la pulpa de la fruta. / Los destellos rojizos de un cuenco de cerezas”, de “Refugios”, reza: “Siempre un cuadro de Hopper.” Y en las páginas 36 y 37 hallamos “Morning Sun” y “Habitación de hotel”, que llevan como sendos subtítulos “Sobre un cuadro de Hopper” y “Otro cuadro de Hopper”. En ellos, Gruia utiliza esos ambientes misteriosos y solitarios del artista para crear otra forma de arte, en este caso verbal. Pero hay más cerezas que se enredan en las páginas de este breve y hermoso libro. Así, Borges, que sirve para la cita de un poema con ese tan familiar como irrebatible “La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado”, es también el inspirador formal y temático de “Conjuro contra la vejez”, un soneto al modo isabelino inglés, que no puede oler más a Adrogué o la calle Maipú de Buenos Aires y sin embargo es más que un aventajado ejercicio. Dos es también el número de citas de la escritora neozelandesa Katherine Mansfield que comparecen en el libro.

Están luego las ciudades, París y Bucarest. Los versos siguientes a aquellos ya citados “Los dientes en la pulpa de la fruta. / Los destellos rojizos de un cuenco de cerezas”, de “Refugios”, dicen: “Un puente, / y el brillo de la torre Eiffel, lejanos.” Y todo un poema se dedica a la capital gala o la ciudad del Sena según los clichés y aquí, porque estamos hablando de poesía, “París” a secas. Es un buen soneto amoroso que tiene la particularidad de que en la posición de los tercetos y en su misma distribución estrófica la autora ofrece tres pareados, una forma infrecuente. Vuelve a aparecer en “Monsieur Jacques”. En cuanto a su ciudad natal, a la que el comunismo convirtió en un horror, también arquitectónico, se nos muestra en otro par de poemas donde no se nombra (“El olor de las ruinas” y “La ciudad interior”) y uno donde sí se muestra explícita, “Bucarest” y que se cierra con este nada halagüeño “¿Es ésta una ciudad / o acaso un cementerio?”.

Y vamos terminando. Hay un poema titulado “La isla del tesoro”, donde se habla de la escritura poética (“Filibusteras natas, / las palabras jamás / piensan en el naufragio.”). Pues bien, en el ya mencionado “Monsieur Jacques” hallamos el libro de Stevenson, ahora él mismo, no como símbolo. Y se lo nombra en español, la lengua del poema, y en francés, no olvidemos que el poema se desarrolla allí, en París: “Me acerqué a ver el libro que leía: / L’îsle au trésor, edición ilustrada.”

Subrayar estas coincidencias no es, por supuesto, anotar las limitaciones de la poesía de Gruia, sino por el contrario destacar su coherencia, la arquitectura de los pasadizos que unen los poemas. En cuanto a la expresión, esta es muy cuidada, y abunda en acertadas comparaciones y metáforas. Un verso traigo aquí en el que entrechocan las figuras de la hipálage y la sinestesia: “El tintineo blanco de dos copas de vino.”

Al tratar el amor, la nostalgia, las emociones que despiertan personas y lugares, la poeta se sirve de un verso musical (generalmente, endecasílabo y heptasílabo) que para nada hace sospechar que el español no sea su lengua nativa.

Gruia, en variación del poema de Jaime Gil de Biedma, no volverá a ganar el Premio de Poesía Andalucía Joven. Da igual. Seguramente ganará otros. Y, no nos engañemos: lo de menos es ganar, o no, premios. Lo que de verdad importa es escribir buenos, hermosos poemas. Creo que podemos esperar muy buenos frutos de Ioana Gruia en el futuro. 

29 noviembre 2012

Periodismo "a Sacco"


Reportajes

Joe Sacco

Reservoir Books, 2012

ISBN: 978-84-3972-511-4

168 páginas

20,90 €

Traducción de Marc Viaplana



Alejandro Luque

Responda a esta sencilla pregunta: ¿Estaría ud. dispuesto a leer un cómic como si fuera un periódico o una revista? Es decir, ¿aceptaría un periodismo servido en viñetas? Tengo la sospecha de que la inmensa mayoría de los participantes en esta encuesta responderían que no. Y la razón principal, sospecho también, sería la suma de un prejuicio –los tebeos como género menor, cuando no como divertimento de niños– y de una convicción muy extendida, según la cual la fotografía o la prosa periodística merecen toda nuestra credibilidad, mientras que el dibujo es un medio potencialmente mentiroso.

Quienes así piensan se olvidan de que, muchos antes de la difusión de la fotografía, los periódicos y revistas se nutrían esencialmente de dibujantes. Hasta hace apenas una década, quizás menos, el propio ABC seguía ilustrando muchas noticias con dibujos, casi siempre retratos de personalidades. Quienes así piensan se olvidan de que también una imagen fotográfica puede mentir, y de que un texto es, por naturaleza, una elaboración literaria más o menos fiel a los hechos. Quienes así piensan, en fin, no han leído a Joe Sacco.

Estos Reportajes, aparecidos en medios diversos y felizmente reunidos por Reservoir Books de Mondadori en una impecable edición, pueden ser una inmejorable puerta para adentrarse en la obra del autor estadounidense nacido en Malta. El volumen empieza, la verdad sea dicha, con poca fuerza, con trabajos menores como Crímenes de guerra –cobertura del proceso contra el genocidio de los Balcanes– o Una mirada a Hebrón y La guerra subterránea en Gaza, dedicados a una zona que Sacco ha abordado ampliamente en proyectos magistrales como Palestina o Notas al pie de Gaza.

Sin embargo, apenas comienza el capítulo dedicado al Cáucaso, los ecos del gran periodismo empiezan a retumbar por las cuatro esquinas del papel. Una mirada a un tiempo atenta a los detalles y preparada para abrir el foco en cualquier momento, capaz de atender al contexto histórico como al drama personal, es de entrada un atributo envidiable para cualquier profesional de la información. Tomarse el tiempo y el esfuerzo para contrastar fuentes, para consultar las versiones oficiales y patearse luego los escenarios y ver con los propios ojos, resulta casi una excentricidad en la era de la información "light", hecha de comunicados y las ruedas de prensa sin preguntas. Si a eso le añadimos una mano excelente para el dibujo, tanto de arquitecturas como de personas, dotada especialmente para expresar emociones, se entenderá por qué los fans de Joe Sacco empezamos a ser legión.

También parece encomiable el interés del autor por asomarse a la realidad de los grandes perdedores, de las víctimas de todas las guerras, de aquellos que rápidamente pierden sus nombres y sus rostros para pasar a ser un número, una estadística. La invasión de Irak (genial el relato sobre la instrucción de irakíes por parte de los marines), la muerte de los emigrantes africanos en el Mediterráneo o la miseria de la India son algunos de los asuntos que Sacco aborda con una dedicación extraordinaria, como si temiera –y no faltan razones para temerlo–que en el momento en que el periodismo se olvide de algunos pueblos, nadie se molestará en ocuparse de ellos.

Luego hay otros puntos que pueden ser discutibles. Por ejemplo, Sacco gusta de retratarse dentro de la noticia, algo que no todos los periodistas defienden. En su caso, sin asomo de narcisismo, es un modo de subrayar un hecho central: estuvo allí, habló cara a cara con los personajes –es decir, las personas– de su relato, pasó calor y frío, se sentó en jergones inmundos, percibió el olor del moho en un refugio checheno, del azufre en las escaleras del campamento estadounidense o el de los cigarrillos de dos entrevistados en un hotel de Times Square.

Otra cuestión controvertida es la objetividad. Cada vez que concluimos la lectura de uno de sus trabajos, creemos saber si Sacco toma partido por uno u otro bando. Él mismo lo reconoce: "Si un bando dice una cosa y el otro bando dice otra, ¿acaso la verdad radica necesariamente en “algún lugar entre los dos”? El periodista que dice “He conseguido cabrear a los dos bandos, así que debo de ir por el buen camino”, probablemente se engaña. La ecuanimidad no debería ser usada para encubrir la desidia", afirma. Y concluye: "El periodismo tiene tanto que ver con “lo que dijeron que vieron” como con “lo que yo mismo vi”. El periodista debe empeñarse en descubrir qué pasa y contarlo, no castrar la verdad en nombre de la neutralidad".

Hago hincapié en este hecho porque, en tiempos de profunda crisis de los medios, el propio público debería hacer una seria reflexión crítica sobre la información que consume y los canales que se la proporcionan. También para eso sirven los cómics de Joe Sacco. 

28 noviembre 2012

'New Age'

Dioses sin hombres
 
Hari Kunzru
 
Alfaguara, 2012
 
ISBN: 978-84-2040-313-7
 
448 páginas
 
19,50 €
 
Traducción de María Fernández Soto
 
 
 
José Martínez Ros
 
La primera novela que leí del autor anglo-indio Hari Kunzru se titulaba Leila.exe. Di con ella por casualidad en la estantería de un compañero de piso y, excepto el título, no recuerdo nada más, así que como mínimo puedo decir que ni me dejó una gran impresión ni me pareció muy memorable. Su nueva obra, Dioses sin hombres, es, sin duda, mucho más ambiciosa, y por ello ha merecido varios premios y los parabienes de la crítica anglosajona; se trata de un nuevo ejemplo de una de las formas novelísticas que parece tener un mayor porvenir en nuestra época: la novela compuesta por diversos cuentos o micronovelas entrelazadas, la novela de pretensiones globales en la que personajes de distintos lugares e, incluso, épocas convergen en torno a un núcleo central, normalmente oculto. Podemos citar, por ejemplo, obras recientes y magníficas como Las horas de Michael Cunningham, El tiempo es un canalla de Jennifer Egan o El atlas de las nubes y Escritos fantasmas de David Mitchell, la portentosa 2666 de Roberto Bolaño y, remontándonos un poco más, novelas pioneras de la postmodernidad como V de Thomas Pynchon.

El centro narrativo y físico de Dioses sin hombres son tres rocas en el desierto de Mojave, en California que “brotaban disparadas hacia lo alto, como los tentáculos de alguna criatura antiquísima. Eran apéndices desgastados por la erosión que sondaban el cielo”. Hacia ellas se dirigen, en distintos tiempos y espacios, un jesuita español del siglo XVI, un místico buscador de oro, un etnólogo interesado en las leyendas de los indígenas de la zona, una pareja que pierde a sus hijo en el peor momento de su relación, un predicador convencido de que sólo los extraterrestres pueden salvar a la humanidad del desastre en la era atómica, una estrella del rock británica de tendencias autodestructivas y muchos otros personajes… Kunzru, siempre en tercera persona, demuestra una sorprendente capacidad para variar la música de su prosa acuerdo a la óptica y la lógica de sus personajes, que buscan en ese misterioso afloramiento rocoso una respuesta a sus miedos, su soledad, su locura.

Toda la novela -hay que advertirlo- está impregnada de un tono milenarista, entre épico y espiritual que, en ocasiones, resulta algo forzado, sobre todo cuando Kunzru entreteje la tupida red de casualidades y ecos que unen a todos los protagonistas en ese escenario desolado (por momentos, creemos que nos hallamos de un "remake" literario de esa temprana obra maestra de Spielberg titulada Encuentros en la Tercera Fase). Pero, a mi juicio, las ligeras incongruencias y las coincidencias exageradas que comprometen nuestra credulidad -un poco como en las primeras películas de Iñarritu, de Amores Perros a Babel-, no terminan por derrumbar ese inmenso castillo de naipes narrativo gracias al buen hacer del autor.

Dioses sin hombres es una novela recomendable, a ratos apasionante, pero lo que muchos lectores no perdonarán a Kunzru es, probablemente, el final. Toda la obra sostenida sobre un enigma se dirige, por muchas vueltas que vaya dando su trama, hacia su inevitable desvelamiento… y en este caso el autor ha jugado con nosotros con cartas marcadas. Digamos que si ustedes odiaron el último capítulo de Lost, sentirán deseos homicidas con lo que les ha preparado este (muy) talentoso fabulador.

27 noviembre 2012

Libros y paisajes

Viajes y otros viajes

Antonio Tabucchi

Anagrama, 2012. Colección "Panorama de narrativas"
 
ISBN: 978-84-339-7832-5
 
267 páginas
 
17,90 €
 
Traducción de Carlos Gumpert
 

Rafael Suárez Plácido

En la “Nota del autor” del libro, publicado unos días antes de su fallecimiento, encontramos estas palabras agoreras: “Releo estos viajes que en cierto modo son las teselas del Viaje que he hecho hasta ahora.” Así es fácil tener la amarga sensación de que estos viajes son la antesala de ese otro Viaje que a todos nos espera. Y eso que en su mayor parte son textos publicados en revistas o periódicos italianos entre 1984 y 2009, y ya formaban parte del mapa de la vida de uno de los escritores europeos más populares de estos últimos veinte años, al menos desde que publicó Sostiene Pereira.
 
La pasión por los mapas le vino de niño, cuando buscaba los sitios de las novelas que devoraba en un atlas y terminaba embobado con las fotos que acompañaban a los mapas. El libro pretende ser una colección de imágenes editadas por el recuerdo de quien declara orgulloso: “Es que a fin de cuentas, he viajado mucho, lo admito.” Y le parece un privilegio porque “posar los pies en el mismo suelo durante toda la vida puede provocar un peligroso equívoco, el de hacernos creer que esa tierra nos pertenece.”
 
Ya el título nos avisa de que hay varios tipos de viajes. Podríamos hacer divisiones geográficas: Europa (Tabucchi es el prototipo del escritor europeo: italiano y comprometido con su país, aunque algunos piensen que fuera portugués por su pasión hacia esta cultura, pasión que nació en Francia, donde leyó por primera vez a Pessoa, aunque sus mejores amigos fueran griegos y españoles), Asia (en particular India y Japón), América (Brasil, México y Estados Unidos) y Australia; o idiomáticas, lo portugués, lo hispano y lo anglosajón; o literarias. Y aquí está el mayor interés de este libro: no hay lugar, paisaje o anécdota que no le evoque un recuerdo literario tan valioso como el espacio o personaje en sí. Esos “otros viajes” a los que se refiere el título se refieren a los que comenzaron en las páginas de La isla del tesoro, siendo un niño, o que continuaron de forma casi enfermiza en los versos de Pessoa, hasta el punto de que a Saramago le molestaba que no sólo aspirara a parecerse al portugués literariamente, sino que llegara a transformarse físicamente en él.
 
Son seis capítulos que reúnen más de cincuenta artículos, la mayoría muy valiosos y también muy subjetivos. Como botón de muestra, el que titula: “Kioto. Ciudad de la caligrafía” Comienza con un poema de Szymborska (una de sus poetas preferidas, a la que cita varias veces); continúa con una anécdota personal que da entrada a un comentario sobre El imperio de los signos, de Roland Barthes; una visita a varios de los famosos templos de la ciudad, entre ellos el Kinkakuji, el Pabellón dorado, que sirve para citar la novela de Mishima, cuyo estilo contrapone con el más sobrio de Tanizaki, lo que le lleva a visitar su tumba en uno de esos templos, lo que da pie a contar una anécdota sobre el ideograma que hay en la tumba, a todas luces incierta, pero que le sirve para dar una imagen de la diferencia que existe entre la forma de ser japonesa y la occidental.
 
Así es el libro: una colección de textos que nos sirven para conocer algo más del mundo tan diverso que habitamos, de algunos de sus escritores y del personaje central: el propio Antonio Tabucchi.

26 noviembre 2012

Fronteras movedizas


 
Poesía completa

Zbigniew Herbert

Lumen, 2012

ISBN: 978-84-264-2130-2

652 páginas

26,90 €

Prólogo, traducción y notas de Xaverio Ballester 



Antonio Rivero Taravillo
 
You learnt the lyre from him and kept it tuned”, escribe en un poema de su libro Electric Light Seamus Heaney. Quien según él aprendió del dios Apolo a tocar la lira y la mantuvo afinada es, como reza el título de la composición citada, el poeta polaco Zbigniew Herbert, a cuya sombra se dirige el irlandés en esos versos que acompañan en el mismo poemario a los de otras elegías dedicadas a Ted Hughes o W. H. Auden. Como se ve, lo sitúa entre grandes poetas de su predilección.

¿Pero quién era Herbert? Como escribe en su prólogo Xaverio Ballester, nació “en la Leópolis de la diócesis latina, la Lemberg de la Galitzia de los austrohúngaros, la polaca Lwów, la soviética L’vov y la actual L’viv ucraniana, detalle por sí mismo asaz significativo del trajín históricamente vivido en estos confines”. Fue eso en 1924. En 1941 ingresó en la resistencia contra el invasor nazi. Y en 1956 publicó su primer poemario, Cuerda de luz, al que siguieron otros ocho hasta su muerte en 1998. Estudió varias carreras universitarias y trabajó en lo que pudo. Tras varios viajes al extranjero, se instaló en París en 1963, repartiendo su vida a partir de esta fecha en estancias allí y en Varsovia. Autor de libros de diferentes géneros, es fundamentalmente poeta y a menudo, como sucedió con sus compatriotas que padecieron el régimen comunista, en su obra hay una elipsis, un velo, un humor, una sutileza que tienen mucho que ver con la censura impuesta, burlada mediante esa forma sutil y personal que colinda con los servicios secretos y que es, en el fuero interno de los poetas, la inteligencia a secas. Los últimos poemarios son ya de despedida, con una conciencia de la próxima muerte que recuerda al Cernuda de Con las horas contadas; así, Elegía para la partida (1990), donde comienza una larga lista de poemas de homenaje y en recuerdo de amigos y maestros, que alcanza hasta Epílogo de la tormenta (1998).

Formalmente, la poesía de Herbert tiene estos rasgos: la falta de puntuación, el sangrado de estrofas como subtextos o ramificaciones, la abundancia de poemas en prosa que trasladan las fronteras de los géneros (como las de la asendereada Polonia suya) y se acercan a menudo al microrrelato (en el que importa más el fogonazo lírico, la paradoja, que el elemento de ficción narrativo) y la recurrencia de una máscara (al modo de las de Hanrahan o Robartes de Yeats, no al de los heterónimos de Pessoa): Don Cogito, un personaje en que se desdobla el autor en varios de sus libros, aunque entreverándolo con poemas más abiertos y no delimitados por este alter ego, una suerte de Juan de Mairena sin discípulos. Los títulos de los poemas dedicados a este protagonista son del estilo de “Don Cogito contempla su rostro en el espejo”, “Don Cogito medita sobre el regreso a su ciudad natal” o “Las dos piernas de Don Cogito” (donde se evidencia cierto parentesco con Don Quijote, que aún aparecerá en otro poema de Herbert). Aparte de ese expediente, el polaco es un maestro del monólogo dramático lleno de ironía, como en “Habla Damastes, apodado Procrustes” o “El divino Claudio”, con su catálogo de ignominias y crímenes, donde hallamos estrofas como esta: “fui yo quien salvó Ostia / de la invasión de la arena / desequé pantanos / construí acueductos / a partir de ahí lavar la sangre / resultó en Roma más sencillo”.

Herbert está siempre atento al detalle, como es imperativo en un gran poeta, y hace que las cosas sucedan en el propio poema, como en el muy plástico “La sal de la tierra”, donde a una mujer se le cae al suelo una bolsa de azúcar y al agacharse para recoger los granos “su oscura mano rebaña / la riqueza malgastada / y a cambio recoge también / claras gotas y polvo”. En otro lugar escribe que “unas manos femeninas / inclinan un jarro / desde el que va goteando una trenza de leche”.

Y también lo es de la metáfora y la metonimia, como cuando ofrece este fino desplazamiento semántico al afirmar de un gato cazador que “se lleva a los pajarillos del árbol antes de que estén maduros”; así como del trazo sorprendente, como en el brevísimo “La luna”: “No comprendo cómo se pueden escribir versos sobre la luna. Está gruesa y desaliñada. Hurga las narices de las chimeneas. Su ocupación favorita es meterse bajo las camas y olisquearnos los zapatos.” Lo mismo sucede en versos aislados como “era un melómano del silencio” o “adaptar la cabeza a la forma de la almohada”.
           
Uno destacaría “El profe de ciencias”, “Cuando el mundo se detiene”, “Tapiz chino” (tan borgeano) “La hermana”, “El abismo de Don Cogito”, “Secuoya”, “Desde lo alto de la escalera”, “Al río”, “Canción de cuna” o “Las manos de mis antepasados”, pero podrían ser otros los textos elegidos para una eventual y estupenda antología, para la que no faltarían candidatos.

Ballester, catedrático de filología latina de la Universidad de Valencia, ha conseguido ofrecer una estupenda versión que a veces parece mirar al hablante de español del otro lado del Atlántico, como cuando emplea “piso” por “suelo”. A veces adapta sabiamente: usa “albuferas” y “maritornes” para palabras que no sabemos qué serían en polaco. Y hace bien en llamar la atención en el prólogo sobre elementos que luego hallará el lector: las enumeraciones, las tautologías y las deliberadas "acronías" o "eucronías" en poemas donde se mezclan de una manera fluida las épocas, como en “La lluvia” (“alzaba del suelo a sus camaradas caídos / Roland Feliksiak Aníbal // gritaba que era la última cruzada / que pronto Cartago caería / y después entre sollozos reconocía / que a él Napoleón no le caía bien”) o en “Anábasis”. Tampoco omite, y lo recuerdo ya que comparece aquí el título de ese poema de estirpe griega, la abundosa presencia de temas y referencias del mundo clásico, reelaborados, transfigurados de una manera que me parece magistral (en concomitancia no pocas veces con Cavafis): “A Atenea”, “De Troya”, “A Marco Aurelio”, “Parábola del rey Midas”… por citar solo algunos de su primera entrega.

Herbert, de cuya poesía aparte de unas versiones catalanas no contábamos más que con Informe desde la ciudad sitiada y otros poemas (Hiperión, 2008), es un grande en un país de grandes y numerosos poetas. Sin ninguna duda se trata este de uno de los libros de poesía traducida más importantes publicados en España en el año que ahora acaba y un valor seguro en lo por venir.

23 noviembre 2012

Queridos dietarios

Alejandro Luque

No me atrevería a decir que estemos en una edad dorada de la literatura autobiográfica, las memorias, los diarios y los dietarios. Pero no cabe duda de que el renovado interés que las editoriales españolas vienen demostrando por el género está permitiendo descubrir a autores cuyo fuerte es precisamente esa forma de escritura del yo, tan digna como la mejor de las ficciones. He aquí dos casos ejemplares:


Piel roja

Juan Gracia Armendáriz

Demipage, 2012

ISBN: 978-84-92719-89-1

274 páginas

18 €




Escribir un libro como éste cuesta un riñón. En concreto, el que hubieron de trasplantar a su autor para poder seguir viviendo después de un largo proceso de hemodiálisis. Piel roja es la culminación de lo que el propio Gracia Armendáriz ha dado en llamar la Trilogía de la enfermedad, iniciada con La línea Plimsoll (2008) y continuada con Diario de un hombre pálido (2010). Una crónica morosa, de bien dosificada intensidad, que parte de un problema de salud -una dolencia renal- para derivar hacia reflexiones y preguntas de diversa trascendencia.

El primer acierto de Piel roja es el de acomodar una voz narrativa propia al formato de diario; el segundo, lograr que la narración se sacuda el ensimismamiento que tanto suele afectar al género, porque, como ha sabido ver el pamplonés, en la literatura diarística se trata también de escribir un relato. Este Piel roja –título alusivo a la recuperación del color por parte del paciente, una vez consumado con éxito el trasplante– resulta más unitario de lo que a simple vista parece, porque sus líneas argumentales remiten a un mismo centro: las posibilidades de heroísmo, o al menos de grandeza, que surgen cuando la vida te pone a prueba. Frente al tópico del ciudadano gris del siglo XXI, sumido en una existencia anodina, la épica de lo cotidiano.

Son muchos los casos que hilvana el libro: la gesta de salvar la propia vida y la formidable generosidad del familiar donante, la odisea que entraña la adopción de una niña en China, el coraje del padre que se enfrenta, a pecho descubierto, al fanatismo encarnado en los bárbaros de ETA. Y todo ello, espolvoreado con la ralladura de almendra de las lecturas, las películas, la música, el amor y los amigos, la vida paralela, y a menudo falseada, de las redes sociales. La épica, también, de dejarse la vida en lo que uno escribe. O, como mínimo, un riñón. 


Ratas en el jardín

Valentí Puig

Libros del Asteroide, 2012

ISBN: 978-84-9266-363-7

176 páginas

17 €





Los dietarios ofrecen al lector un ángulo especial para conocer a los escritores. A veces iluminan zonas de su personalidad que las ficciones ocultan, otras les permite asomarse a su intimidad a través de un agujero impúdico, o ponen sobre el tapete ideas políticas, literarias o vitales más o menos reveladoras. Lo seguro es que la lectura de un buen dietario siempre es un placer.

Es el caso de Ratas en el jardín, del periodista y escritor mallorquín Valentí Puig, que acaba de ver la luz con el mimo habitual en Libros del Asteroide, pero que data de 1985. Veintisiete años después, el público puede asomarse a aquel tiempo de Guerra Fría, a aquella Transición que ya empezaba a producir decepciones y aquella germinal Unión Europea que todavía era capaz de despertar ilusiones. Puig, buen conocedor y seguidor del gran Josep Pla, escribe a tumba abierta, con excelente tono –la mano del poeta de Blanc de blancs y Molta més tardor no pasa desapercibida– y sin posar para la galería. 

Ésta es precisamente una de las cosas más llamativas del volumen: que un señor de derechas no sólo no guarde las apariencias en público, sino que se abstenga de retocar su autorretrato –a la manera de un Jesús Pardo- cuando rescata sus cuadernos al cabo de tanto tiempo. A diferencia de sus Cien días del milenio, un diario que respondía a un proyecto premeditado, acotado en el tiempo y por tanto más artificioso, aquí tenemos la vibrante sensación de acercarnos mucho a la verdad del hombre. Amigo de los alcoholes y de la compañía de pago, además de mostrarse simpatizante con Reagan, el autor recrea la atmósfera a ratos fascinante y a ratos opresiva de la isla, dialoga con sus fantasmas íntimos y con sus referentes literarios, mientras afuera, en el jardín de su casa, se oye el movimiento de las ratas entre las hojas. 

Una extraña y feliz apuesta del editor Luis Solano que sólo nos deja una petición: ¿Para cuándo los demás dietarios de Puig?

22 noviembre 2012

La dignidad del luchador



En llamas

Suzanne Collins

Molino, 2012

ISBN: 978-84-2720-213-9

416 páginas
15,20 €

Traducción de Pilar Ramírez Tello



Jesús Cotta

Pues sí, me estoy leyendo la segunda parte de la trilogía. Me atrapó la primera y sigo atrapado en la segunda. Pero aún me quedan las diez últimas páginas.

No sé si el final me defraudará, porque, como pasa con la vida, un buen final salva una novela mediocre y un mal final malogra una buena novela. Pero me arriesgo a recomendarla aunque no sepa el final, porque la protagonista de la historia, con su carácter a veces agrio y su corazón de oro y de superviviente, me tiene enamorado.

La novela vuelve a insistir en el mismo argumento que la anterior (la supervivencia de unos héroes en unos juegos tétricos y televisados), pero ahora el ingrediente del amor y de la indignación contra la injusticia convierte a la prota y a sus amigos ya no en meros héroes sufrientes, sino en héroes luchadores e inteligentes que van a dar un buen golpe.

Me gusta porque el libro tiene lo que para mí son los ingredientes de una buena novela y los comparto contigo, lector:

1. Sacar el máximo partido a un argumento sencillo. Como dice mi amigo Jabo H. Pizarroso, una buena novela es un tiburón avanzando rápido por el océano y puede tener como mucho una o dos rémoras colgando de su vientre. Esta novela es un tiburón sin rémoras.

2. Un argumento consistente en una misión que cumplir. ¡Y menuda misión: mantener la dignidad cuando la muerte que recibes o que ocasionas a otro se convierte en un espectáculo morboso para gente indigna!

3. Un personaje principal, intenso y humano, con alguna flaqueza y alguna grandeza. El personaje principal es en este caso una chica que ya se ha convertido en mujer, porque el dolor ha acelerado el fin de su adolescencia y el principio de una edad adulta generosa y sabia.

4. Mucha peripecia, con intriga, sorpresa y algún remanso de paz. De eso tiene mucho la novela. Es una técnica despreciada por algunos escritores muy aburridos.

5. Un mundo muy grande del que solo se muestre una parte muy pequeña. Eso es para mí lo mejor de las novelas distópicas: que el autor sepa del mundo que ha creado mucho más de lo que nos cuenta.

6. Gracia y emoción, pero no sarcasmo ni lacrimogenia. Hacer llorar con maniqueísmos o reír con burradas es un mal recurso que aquí está ausente.

7. Ni una pizca de tesis, de propaganda o maniqueísmo. La prota nos habla de sí misma, y no nos aburre con las conclusiones morales que cada uno saca sin que ella nos ayude.

8. Un final feliz, pero sin pasarse, porque el verdadero héroe es el que triunfa, pero el que pierde algo valioso en el camino. Ulises volvió por fin a su esposa, pero después de perder diez años de vida y muchos compañeros en el camino.

9. Y nada de todo lo anterior si la novela es buena. No sé qué pasa, pero el caso es que las buenas novelas se pueden permitir el lujo de hacer lo que les dé la gana. Esta novela no llega a ese extremo de excelencia, porque lo que la hace buena no es su excelencia literaria, sino todos los ocho ingredientes anteriores.

El décimo ingrediente es para mí la voz de un autor invisible, que no tome partido, que no hable, que no exista. Pero ese ingrediente no vale para esta novela, porque la que nos lo cuenta todo es la prota, siempre en tiempo presente.

Hablar en presente tiene una impagable ventaja: todo lo que ocurre le va sorprendiendo a ella a la vez que al lector, lo que aumenta nuestra complicidad con ella.

Te recomiendo esta novela y si tienes hijos con más de trece años, regálasela para los Reyes Magos.

Un saludo a todos.

21 noviembre 2012

Lo esencial

José Martínez Ros
 
Llega el otoño. Refresca por las noches, una primera hoja se desliza, verde y ocre, desde la capa de un árbol, toca reincorporarse a la rutina laboral. También puede ser un buen momento para reencontrarse con el más secreto de los géneros literarios: la poesía.
 
 
La bicicleta del panadero
 
Juan Carlos Mestre
 
Calambur, 2012
 
ISBN: 978-84-8359-238-0
 
480 páginas
 
25 €
 
 
 
 
 
Pocos confían en las multiplicaciones bíblicas / Nadie encuentra en el río pepitas de oro / Ningún periódico trae un ruiseñor en la primera página.”
 
Empezamos por el leonés Juan Carlos Mestre, uno de los autores más asombrosos de la literatura española actual. Un libro como La bicicleta del panadero (Editorial Calambur) parece capaz de traducir el mundo con ojos nuevos gracias a su fuerza imaginativa, a la alquimia incansable de sus versos (en la que se advierten ecos perfectamente asimilados de PoundWhitman o Gamoneda). Mestre está dispuesto a demostrarnos que no es surrealista el poema sino la realidad. La realidad transfigurada por el alcohol, el amor o el insomnio, inconcebible y terrible en su belleza.
 
"Es la hora de la noche y sus duras arrugas que la luz derretirá temprano. La hora de las cremalleras cerradas hasta el cuello y los finos dedos que desenroscan la cantimplora. Cuando ciertos ancianos, ciertas aguas carcomidas por el cáncer, ciertas inconcebibles narraciones distraídas por el contador mentiroso abandonan la escena de los boulevares La hora del reloj de pared y el teléfono móvil que suena en la sepultura. La hora de los mercados y las camas donde se entrelazan los convidados a no despertar tras los tabiques del Hudson.
 
Eras a la que por primera vez pregunté quién era / Un animalito azul que toca el violín entre las nubes teñidas de Chagall / La aldea que comienza en agosto la corcita tumbada sobre el orégano / Eras la lluvia con cabeza de alfiler el inicio del agua / La reina la luna envejecida por la noche del padre / Eras lo que veo cuando miro una campana con los ojos cerrados / Lo naciente tantas veces al día lo escuchado sin que se oiga."
 
Los poemas de Juan Carlos Mestre adoptan distintas formas: versos libres, versículos, letanías, oraciones y, en muchas ocasiones, el monólogo de un individuo que contempla el mundo desde una perspectiva a veces irónica, a veces teñida de entusiasmo o de dolor, que desafía con la lógica de las emociones las servidumbres del lenguaje, que trata de definirse, de reivindicar su autonomía estética, su derecho a buscar la felicidad y su rechazo al sufrimiento y los fantasmas de la historia. 
 
"[…] y más de ciento cincuenta mil campesinos, según datos del Ministerio de Agricultura de la India, utilizaron los pesticidas, adquiridos bajo préstamos de usura, para suicidarse, óyelo bien, para suicidarse. En Kerala, en Karnataka, en Andhra Pradesh, terminada la primavera, se recoge el algodón para los saris blancos de las vestidas de luto. 
 
No fue, desconfiaba de la pureza del dolor / Y la ilimitada tristeza de los funcionarios / No puso ningún libro por almohada / La minoría es él, también la muchedumbre / Alguna estrella debería llevar su nombre / Algún solitario girasol entre los zarzales / Algo que no hizo: callarse."
 
Después de leer La bicicleta del panadero (y su libro anterior, el también magnífico, La casa roja) tengo dos certidumbres: Mestre es un poeta mayor y somos afortunados por el simple hecho de ser sus contemporáneos; y lo seríamos mucho más, si mucha más gente lo leyera: el mundo empezaría a cambiar.
 
Cartas del verano de 1926
 
Marina Tsvietáieva, Borís Pasternak y Rainer Maria Rilke
 
Minúscula, 2012
 
ISBN: 978-84-9558-788-6
 
439 páginas
 
25 €
 
Traducción del ruso de Selma Ancira, del alemán de Adan Kovacsics y de los poemas por Selma Ancira y Francisco Segovia
 
Edición e introducción de Konstantín Azadovski, Evgueni Pasternak y Elena Pasternak
 
Difícilmente se podría decir que las traducciones de la poesía rusa -de un país de enormes poetas que, durante el periodo estalinista condenó a buena parte de sus desgraciados contemporáneos literarios al exilio, la muerte, la locura y un número casi infinito de formas de degradación- sean muy populares, y la razón es muy clara: en contra de lo que sucede con la poesía en lengua inglesa, francesa o italiana, parece que no se ha encontrado el modo de traducir a los clásicos rusos al español (y sí, no obstante, a sus grandes novelistas) sin que se pierda su esencia, es decir, la misma chispa de su poesía. Así, mientras que todos hemos leído traducciones más o menos brillantes de BlakeBaudelaireShelley o Leopardi, en las que, a pesar de los pesares, admirábamos un reflejo de la fuerza, de la visión, del original, creo que nadie o casi nadie ha experimentado lo mismo con Ajmatova o Pushkin
 
Esa es una de las razones, y no la única, por la que me ha parecido tan extraordinario este libro, que con el no demasiado atractivo título de Cartas del verano de 1926 nos trae la joven editorial Minúscula. Superficialmente, su contenido sólo debería atraer a eslavistas y a recopiladores de anécdotas literarias: recoge la copiosa correspondencia que mantuvieron dos de los mayores líricos rusos, Marina Tsvietáieva y Borís Pasternak, entonces dos jóvenes y muy entusiastas poetas de una Unión Soviética en la primera etapa de su Revolución, con su admirado Rilke, el autor de las Elegías de Duino, el mayor poeta de lengua alemana del siglo XX, al que no le quedaba demasiado de vida. Digo “superficialmente”, porque este mágico epistolario se lee con una pasión arrolladora. No es que sólo resulte fácil de leer -gracias a la impagable labor de los traductores-, sino que es complicado no prendarse de él. 
 
Así conocemos al tímido y prudente Pasternak, al que aún faltan décadas para convertirse en Premio Nobel, en el autor de Doctor Zhivago. Al sabio y cansado Rilke, acosado por la enfermedad Y sobre todo, a la apasionada, egoísta, inteligente y arrebatadora Tsvietáeiva, que si hubiera sido una ficción, y no un ser de carne y hueso (con una desgraciada biografía) podría haberse convertido en uno de los grandes personajes femeninos de la historia de la literatura. Sencillamente, es imposible leerla y no enamorase un poco de ella. 
 
"Sumergirme profundamente en mí misma y después de días o años -en algún momento súbitamente- devolverlo como una fuente, profundidad convertida en altura, con el dolor mitigado, transfigurado Pero no relatar: he escrito a este, he besado a aquel. “Alégrate, pronto llegará el fin” –dice el alma a mis labios. Abrazar a un árbol o a una persona –para mí es lo mismo. Es lo mismo."