El tango de la Guardia Vieja
Arturo Pérez-Reverte
Alfaguara, 2012
ISBN: 978-84-2041-309-9
504 páginas
21 €
Fran G. Matute
A Arturo Pérez-Reverte le honra, por
encima de todo, que sabe perfectamente cuál es su rol en la literatura
española. Él es el macho alfa de las letras. La gallina de los huevos de oro
para su editorial. Al que hay que besarle el culo. Y se lo tiene bien merecido.
Nadie le va a negar a estas alturas que esa posición se la hayan regalado. El hombre tiene carisma y poca vergüenza. Un tándem fundamental para
triunfar en esto. También tiene cicatrices de guerra que no se cansa de enseñar, como
marcando territorio. Es el escritor más aguerrido y apuesto. El favorito de ellas; el amiguete de ellos. El que no se
calla y defiende al desvalido de las injusticias. Y lo más importante: es el que la tiene más larga (me refiero a la cola de
lectores que esperan siempre incansables a que el académico les firme un ejemplar de su, seguro exitosa, última novela).
Sin embargo, tenemos la sensación de que Pérez-Reverte ya no está confortable en este pedestal. O, al menos, eso da a entender en sus últimas entrevistas o presentaciones. Queremos pensar
que el célebre autor está empezando a mirar hacia atrás y no le termina de
gustar lo que ve. Tanto barco, tanta novela histórica, tanta literatura
alimenticia, en definitiva, tanta quincalla literaria, que brilla en el instante pero que pierde su valor con el paso del tiempo. Porque, en el fondo,
Pérez-Reverte es un gran lector. Nos consta lo anterior. Disfruta con la prosa
entrada en carnes, la musculosa, la que, precisamente, él no practica por más
que la admire. Así que, parafraseando a mi amigo el pintor Máximo Moreno, parece como si "la edad le hubiera cogido
desprevenido" y quisiera enmendar errores, cuidar un poquito su legado literario.
Entrado
ya en su sexta década vital, nos imaginamos a un Pérez-Reverte deseoso de
reinventarse, aunque sea ligeramente. De probar suerte en otros lances del
juego literario, de explorar nuevos mundos en los que poner a prueba su capacidad
como escritor, de testar esa voluntad de prosa que siempre ha sido capaz de reconocer en otros a los que ha profesado en público su devoción. Y en una
huida hacia delante, con reminiscencias de sus orígenes, el académico se presenta ante
el mercado con una novela, cómo no, académica como pocas, que sorprende en el
mismo grado que desconcierta.
En
primera instancia, El tango de la Guardia
Vieja se sustenta en un armazón complejo, en el que tres historias distantes en
el tiempo y que comparten protagonistas se engarzan elocuentemente, de forma
eficiente y efectista, en una estructura que bebe mucho de la
cinematografía. Encontramos también una historia solvente, a medio camino entre el
folletín y la novela de espías, que nos recuerdan a la novelística clásica de principios del siglo XX, gracias a unos personajes profundamente trazados y una prosa
normalizada que ofrece destellos momentáneos de poderío (los pasajes barriobajeros en
el Buenos Aires de finales de los años 20 son, justo es reconocerlo, excelentes). Nada que reprochar desde el punto de vista estético y,
precisamente por ello, la novela termina siendo demasiado plana, demasiado
pulida.
¿Dónde
radica, a nuestro entender, el problema de El
tango de la Guardia Vieja? En el miedo al cambio. Hay que tener en cuenta
que para poder reinventarse Pérez-Reverte necesita romper con muchos años de
escritura mecánica. Que tiene argumentos como escritor para hacerlo, nadie lo
pone en duda. Pero si no lo ha logrado es porque parece tener miedo de que el
cambio de registro provoque, a su vez, perder número de lectores. Pues esta novela,
de fuerte temática romántico-canallesca, dejará fuera a muchos seguidores del
autor, ávidos de aventuras y batallas historicistas, aunque probablemente se
congratule con cierto sector del público femenino. Hay un riesgo que correr y la editorial lo
sabe, de ahí la sorprendente campaña publicitaria que se está
montando alrededor de esta obra.
Pero en la búsqueda de ese delicado equilibrio entre encontrar a un nuevo Pérez-Reverte como escritor -más atrevido
literariamente hablando- y no alienar a sus legiones, es donde la novela hace
aguas. En qué poca consideración parece tener el académico a sus lectores
cuando, atemorizado por el hecho de que la estructura que plantea la novela sea
demasiado alambicada, se dedica a salpimentar -torpemente, a nuestro juicio-
las distintas escenas que van alternándose en el tiempo con detalles de época tan superfluos como identificar marcas al
azar, ya sean de perfumes, relojes o vestimenta con los que el autor atavía a
sus personajes. ¿No se da cuenta el autor que si, como teme, sus lectores
no son capaces de seguir la estructura de El
tango de la Guardia Vieja, por compleja, no serán tampoco capaces de
identificar en qué época estamos por el mero hecho de que el personaje mire un
escaparate de camisas Gath y Chaves? Este recurso, que se utiliza hasta la
extenuación para garantizar la ambientación de la novela, nos resulta demasiado
artificioso y cansino, pues suele ir acompañado de un exceso de descripciones
innecesarias, desde nuestro punto de vista, ya que al lector moderno no hay que
tutelarlo en demasía en estas lides descriptivas pues está sobradamente
expuesto a lo audiovisual. Resulta pues que, en este caso, salvo que la voluntad del autor haya sido la de homenajear
los "novelones" de principios del siglo pasado a las que hacíamos referencia anteriormente (en los que el
escritor se tomaba su tiempo en dibujar cada estancia, cada gesto, cada
pensamiento, cada detalle del personaje y su entorno), consideramos que la exhaustiva labor de documentación ha sido llevada al extremo y ha comprometido la fluidez de la narración.
Ni que
decir tiene que, precisamente, el abuso de dicha técnica de ambientación ha
provocado que la primera edición de esta novela haya visto la luz con un
imperdonable error de ‘raccord’ (permítanme tomar prestado este término
para hablar de literatura) pues, en un determinado momento de la historia (página 80),
observamos a la protagonista leyendo El
filo de la navaja de Somerset
Maugham varios años antes de su publicación (error que el propio
Pérez-Reverte ha reconocido en ese blog 'ad hoc' que se ha montado para promocionar la novela). A más inri, esta errata, que pretende ser corregida en futuras
ediciones, convertirá la primera edición en una suerte de pieza de
coleccionismo para tontos. Y sacamos este gazapo a la palestra no para hacer innecesariamente sangre sino porque creemos que viene a ejemplificar la queja que apuntábamos antes respecto al juego abusivo que ha practicado Pérez-Reverte con el asunto este de la ambientación espolvoreada, toda vez que el hecho de que la protagonista hubiera estado leyendo tal o cual novela no era relevante para la trama en absoluto.
En cualquier caso, está claro que a estas alturas nadie le va a decir a Pérez-Reverte si escribe mejor o peor, si debe mejorar tal o cual aspecto, pues estamos ante un escritor por encima del Bien y del Mal. Pero lo cierto es que tras leer El tango de la Guardia Vieja nos ha decepcionado no tanto el armamento literario como el débil posicionamiento del autor. No hemos encontrado, por tanto, una verdadera rebeldía por parte de Pérez-Reverte en esta novela, cuyo único riesgo que presenta es una cuestión meramente temática o estilística. No hemos vislumbrado ese afán por trascender como narrador (esa cuestión que parece ir pregonando allá donde va presentando esta novela), por acercarse a esa prosa sonora que practican, por ejemplo, sus admirados Juan Manuel de Prada o Montero Glez. La realidad es que El tango de la Guardia Vieja, a pesar de mostrarse impoluto como artefacto literario, se queda estancada en la categoría de obra anodina que, si bien no insulta al lector en ningún momento -más allá de protegerlo en exceso- no brilla, para nada, en su conjunto.
En cualquier caso, está claro que a estas alturas nadie le va a decir a Pérez-Reverte si escribe mejor o peor, si debe mejorar tal o cual aspecto, pues estamos ante un escritor por encima del Bien y del Mal. Pero lo cierto es que tras leer El tango de la Guardia Vieja nos ha decepcionado no tanto el armamento literario como el débil posicionamiento del autor. No hemos encontrado, por tanto, una verdadera rebeldía por parte de Pérez-Reverte en esta novela, cuyo único riesgo que presenta es una cuestión meramente temática o estilística. No hemos vislumbrado ese afán por trascender como narrador (esa cuestión que parece ir pregonando allá donde va presentando esta novela), por acercarse a esa prosa sonora que practican, por ejemplo, sus admirados Juan Manuel de Prada o Montero Glez. La realidad es que El tango de la Guardia Vieja, a pesar de mostrarse impoluto como artefacto literario, se queda estancada en la categoría de obra anodina que, si bien no insulta al lector en ningún momento -más allá de protegerlo en exceso- no brilla, para nada, en su conjunto.