31 enero 2012

El paisaje literario de los bloques



Paseos con mi madre

Javier Pérez Andújar

Tusquets, 2011. Colección "Andanzas"

ISBN: 978-84-8383-398-8

184 páginas

15 €




Daniel Ruiz García

En Paseos con mi madre, Javier Pérez Andújar retoma la senda iniciada en su deslumbrante novela de debú, Los príncipes valientes, con una recuperación de la memoria personal sobre la cual teje su propio ideario ético y estético. En cierto modo, cabe leer esta tercera novela de Andújar como una continuación de la primera, ya que, como ésta, recurre a la misma peculiar voz narrativa y al tono autobiográfico e intimista, reforzando muchas de las tesis ya expuestas en Los príncipes valientes y ampliando el arco de consideraciones hacia otras realidades, especialmente hacia su condición de sujeto perteneciente, sentimental y culturalmente, al extrarradio (“la internacional de los bloques”, como él lo denomina). Paseos con mi madre es un gran homenaje a las periferias urbanas, pero también es una rendición de cuentas con la memoria y con sus orígenes familiares obreros y humildes. La voz que encontrábamos en Los príncipes valientes afronta en Paseos con mi madre su fase de madurez, con el paso por el periplo estudiantil, por la incorporación laboral, hasta llegar a la época actual. Un recorrido que, en todo caso, no se aborda de forma diacrónica, sino a través de capítulos que operan como una suerte de flujos de conciencia donde, más que leer, pareciera que flotáramos hacia una deriva suave y muy musical cuajada de estímulos.

La familiaridad de Pérez Andújar con la cultura popular le permite manejar abundantes referentes pop con absoluto desparpajo. Esos referentes que en otras literaturas pueden resultar algo forzados o incluso chirriantes, en el caso de Pérez Andújar resultan enormemente naturales, casi inherentes al estilo. Esta solvencia en el manejo de los referentes de la cultura popular le otorga a su escritura una frescura que sin embargo no está reñida con la elegancia. Porque si algo sobra en la literatura de Pérez Andújar es precisamente la elegancia en su forma de contar, con un esteticismo que nunca resulta amanerado sino más bien vibrante y plástico, gracias a su competencia en la construcción de imágenes de fuerte potencia poética. El mismo Pérez Andújar define su forma de pensamiento como metafórica, analógica (“La analogía es la tecnología con que funcionan los sueños, la maquinaria profunda del inconsciente”, página 48), algo que queda muy patente en el texto, con metáforas de enorme altura (“Barcelona es el cromo de una tableta de chocolate”) y una tendencia al símil que desemboca en asociaciones asombrosas (“el lenguaje es la clase obrera de la realidad, es la mano de obra que la construye. A cada realidad que se dice o que se escribe, la realidad le debe una cuota de plusvalía”). Y si bien es cierto que no se trata de un hallazgo, ya que esto ya estaba presente en su primera novela, sigue sorprendiéndonos, por su audacia y su efectividad, el uso que Pérez Andújar hace de las formas verbales futuras para narrar hechos del pasado. Porque, como ocurría en Los príncipes valientes, Paseos por mi madre habla del pasado y de la memoria recurriendo al empleo de la forma futura. En esta audacia reside buena parte de la apariencia algo hipnótica del texto, y su flujo musical que nos conduce, como en volandas, hacia el final de cada capítulo.

La literatura de Pérez Andújar asume un posicionamiento ideológico claro, el de hijo y nieto de obreros que se siente excluido de una Barcelona donde todavía se impone el pedigrí y los grandes apellidos (“de Barcelona sólo se es por familia y por dinero, en riguroso orden”), pero su izquierdismo tiene más bien una orientación estética y casi diría atávica, poblada de símbolos sentimentales, como por ejemplo la cazadora de cuero negro que el narrador lleva luciendo desde hace 25 años y que recibió como herencia de su padre. “Se pertenece antes a una chaqueta que a una patria o a una clase”, llega a afirmar al respecto, reconociendo con ello el valor sentimental y memorial que esconden los objetos en los que se representa la huella familiar, que es una huella de lucha obrera y de resistencia frente a la invasión de los iconos de un nuevo tiempo. Iconos como el Pryca, y su condición de locomotora económica para Sant Adriá del Besós pero en realidad más bien apisonadora de sueños e instrumento para el embrutecimiento laboral colectivo.

Con Paseos con mi madre confirmo lo que ya sabía desde que leí el primer capítulo de Los príncipes valientes, y lo que más tarde demostró con Todo lo que se llevó el diablo. Que estamos ante una de las voces más peculiares, personales y estimulantes de nuestras letras recientes. Y que seguro que nos va a proporcionar, si continúa paseando así de bien, muchas alegrías lectoras.

30 enero 2012

Bellow poliédrico

Cartas

Saul Bellow

Alfabia, 2011

ISBN: 978-84-938909-4-0

720 páginas

28 €

Prólogo de Benjamin Taylor

Traducción de Daniel Gascón


Sara Mesa

No soy especialmente mitómana, pero cuando siento curiosidad hacia la biografía de un escritor suelo inclinarme más hacia el lado de los fracasados, los desconocidos, los raros, aquellos que no alcanzaron la fama literaria y ni siquiera, quizá, la buscaron. Por eso el caso de Saul Bellow es una anomalía en esta tendencia: representa el modelo de escritor exitoso, galardonado hasta llegar a la cumbre del Nobel, agasajado en sus numerosos viajes, reconocido por escritores, críticos y hasta políticos, con legiones de admiradores por todo el mundo y, para acabar el lote, una larguísima vida acompañado de una no menos larga lista de mujeres (¡fue padre a los 84 años!). Pero es que resulta casi imposible no caer en la fascinación hacia este enorme escritor, un seductor nato, siempre brillante, siempre inagotable, siempre sugerente incluso hasta cuando es excesivo.

Buena muestra de todo esto son las cartas que ahora se publican en un grueso volumen en la editorial Alfabia, cartas que, para más inri, son solo las dos quintas partes de las conocidas. Sí, su vida fue larga, pero aún así se trata de una correspondencia considerable… podríamos decir entonces que el escritor padeció la misma enfermedad que Herzog, aquel inolvidable personaje poseído por el furor de escribir a todo el mundo sobre todos los temas posibles. La diferencia está en que el mismo Herzog sabía que su manía era excéntrica y ridícula, mientras que a Bellow lo vemos convencido de que la correspondencia era, quizá, la única manera de mantener el contacto con todos aquellos a los que tenía lejos. Sobre esta tendencia a escribir cartas le dirá a Martin AmisEs una pena que la gente que me importa esté tan ampliamente distribuida sobre la faz de la tierra. Pero también uno tiende a pensar más en ellos. La proximidad no lo es todo”.

La primera sensación que uno tiene al leer estas Cartas es que está ante varios libros mezclados, varias historias que muestran las múltiples caras de Saul Bellow, su actividad frenética y multiforme. A través de ellas se ve cómo fue su relación con otros escritores, con sus editores, amigos, amantes, esposas, ex exposas, hijos. Casi todas las cartas, hasta las más formales, tienen el “sello Bellow”, esto es, esa “especie de fusión de coloquialismo y elegancia”, en sus propias palabras, o esa tendencia a reflexionar mientras escribe de una manera que es natural para él pero que resulta sorprendente para el lector. Ese poso de clarividencia aparece frecuentemente: en las cartas amorosas y en las de ruptura; en las que habla de literatura y en aquellas otras en que lo hace de filosofía, de política o de la cuestión judía; en las que disecciona con frialdad la sociedad del momento, pero también en las que se zambulle a fondo en sí mismo y confiesa su desánimo, su miedo a envejecer o sus deseos de congelar el tiempo. Bellow no puede nunca dejar de ser Bellow.

El lado más jugoso del libro son sin duda las cartas que dirige a otros escritores, en especial las que envía a John Cheever, Bernard Malamud, James Salter, Philip Roth y Martin Amis. También hay otras curiosidades: la famosa carta a Faulkner (donde le denegó su apoyo para pedir la liberación de Ezra Pound), y otras enviadas a Anne Sexton, Joyce Carol Oates, Vargas Llosa, e incluso a Marcelo Mastroianni, que quería llevar al cine una de sus novelas.

Hay cartas íntimas y otras más distantes, cartas complacientes y cartas díscolas. Bellow modula su tono, sabe hablar entre líneas, de modo que se aprecian sin problema las peculiaridades de la relación con cada interlocutor. El cariño y la admiración hacia Cheever son quizá de lo más emotivo del conjunto: en una carta de 1976, cuando Cheever le propone que lea Falconer, Bellow le dice: “¿Si me apetece leer tu libro? ¿Aceptaría un viaje gratis a Xanadú con Helena de Troya como ayuda de cámara? Anhelo leer las pruebas”. En otra carta de 1981 le confiesa su admiración rendidamente: “Cuando leí tus cuentos reunidos me emocionó ver la transformación que se producía en la página impresa. No hay nada que importe de verdad, salvo esa acción transformadora del alma. Te amé por eso. Te amaba de todos modos, pero por eso especialmente”.

También hubo una estrecha relación con Philip Roth, al que no excluyó de sus críticas: en una carta de 1998 le cuestiona la verosimilitud de los personajes de Me casé con un comunista (“Eve es solo una mujer lamentable y Sylphid es una chica gorda, mimada y malvada con joroba de bisonta”), pero también admite: “no hay mucha gente con la que pueda ser tan franco”. Esto no impidió que en 2000 se dirigiera a la academia sueca para proponerlo para el Nobel. Lo admiraba realmente: “Cuando llegué a Chicago -le escribió- y leí tus cuentos, supe que eras auténtico. Cuando era niño, había herreros, y no he olvidado el sonido que hace un martillo auténtico sobre un yunque de verdad”. En otra carta posterior le agradece también su amistad: “En ti tuve un testigo de mi propia clase y un punto de equilibrio. Sin tu apoyo las olas iracundas me habrían arrastrado por la severa y rocosa costa judía”.

La relación con Martin Amis tiende más a ser de tipo paterno-filial. Algunas de las cartas que le remite resultan emotivas, pues a él, que había sido testigo por aquel entonces la enfermedad y muerte de su padre, pudo hablarle con franqueza de los miedos ante su propia vejez. Aquí Bellow se vuelve más introspectivo, también más humano y frágil. En cartas de 1994 expresa: “siento el rencor de la naturaleza contra la edad”. También le habla de lo que posiblemente fuese el secreto de su longevidad: mantenerse siempre activo (“Es la estrategia que uno tiene para hacer frente a la edad, y a la muerte. Porque uno no puede morir con tantas obligaciones por delante. Nuestra hábil especie, tan fértil, tan llena de recursos para negar su debilidad”).

Bellow fue generoso con sus colegas y sus amigos. A Malamud al principio lo trató con distancia, pero terminará llamándolo cariñosamente Bern y lo propondrá para la beca Guggenheim. Nunca perderá la relación con sus amigos de juventud, como Oscar Tarcov, y se enorgulleció de saber mantener sus “primeros contactos” a pesar de su carrera de escritor.

Muy curiosas resultan también las cartas de amor a Margaret Staats del año 1966, en las que se vislumbran la emoción, la pasión, el miedo a la diferencia de edad, también los celos. Enamorado, Bellow echa mano de los tópicos (“Anhelo volver a verte. Te echo tanto de menos, es como la enfermedad o el hambre. Una enfermedad de amor infantil”, “Has hecho que la humanidad y el mundo parezcan diferentes”, “Mi placer en la vida: pensar en ti. La valentina blanca. Tu rostro cuando hacemos el amor”). El romance fue corto, pero a Margaret Staats continuó escribiéndole durante muchos años. En 1984 le confesará “Parece que nunca he aceptado mi condición. La construcción de un artista; siete décadas de trabajo sin reconciliarme con los hechos esenciales de mi condición. Realmente, soy un alfeñique de considerable distinción, pero indudablemente un alfeñique”. Contemporáneas a las cartas de amor a Staat son las que envía a su ex mujer Sondra Tschacbasov, en las que le habla con cierta cicatería de la pensión que ha de pagarle a su hijo, o en las que discute con mordacidad por la educación del niño. Las miserias del divorcio junto con las del amor: Bellow completa así todos sus perfiles.

Hay que agradecer la inclusión en el volumen de numeroso material en torno a estas cartas: la introducción de Benjamin Taylor, sus notas finales, una cronología muy completa y un índice onomástico. Las cartas también van acompañadas de notas aclaratorias para situar al lector en el contexto, o para aportar datos sobre las personalidades menos conocidas.

¿Merece la pena este libro? Sí, sin duda, pero quizá solo para rendidos admiradores de su autor (que no son pocos). Esto es así porque no todas las cartas tienen el mismo interés, muchos de los destinatarios son desconocidos, uno se queda con ganas de saber algunas respuestas, dado que la correspondencia que tenemos es unidireccional (¿los celos que le carcomían a causa de Staat tenían motivos reales? ¿le contestó Faulkner a su negativa de apoyo?), pero, sobre todo, porque aunque Saul Bellow es grande siempre, lo es mucho más en la ficción. Eso sí, una vez leídos todos sus libros, nada mejor que continuar con estas maravillosas cartas, sin dudarlo: son un testimonio muy valioso de uno de los grandes del siglo XX.

27 enero 2012

Malas tierras, buenas historias


Bad Lands

Oakley Hall

Galaxia Gutenberg, 2011

ISBN: 978-84-810-9871-6

496 páginas

24 €

Traducción de Benito Gómez



Fran G. Matute

Los teóricos y críticos del mundo del cine, de cara a justificar sus pomposos y alambicados análisis audiovisuales, tienden a equiparar la épica del 'far west' con las tragedias clásicas del mundo grecorromano. Utilizan términos como "western crepuscular" para referirse al ocaso de los héroes que han vivido en un mundo salvajemente violento y cambiante. Hablan de la "moralidad" del 'travelling' como plano arquetípico a través del cual se puede mostrar al espectador tanto la grandeza y aridez de las llanuras como la soledad del vaquero. Pero lo peor de todo es que tienen razón. La estética del 'western' está ciertamente plagada de clichés, pero esconde en sus historias la pureza del ser humano en todas sus dimensiones y su lucha contra los elementos.

Por otro lado, no podemos engañarnos y es justo reconocer que toda esta "filosofía" creada alrededor del Lejano Oeste se ha visto consolidada gracias a las películas de Hollywood, con independencia de que su verdadero origen sea la literatura. No cabe duda de que los cineastas han tratado mejor a este género que los propios escritores, cuya obra ha quedado relegada, en el mejor de los casos, a la novela de quiosco (perfectamente respetable, en cualquier caso). La obsolescencia de esta temática a nivel literario no se ha visto reflejada en el mundo del celuloide. No es que no haya habido 'exploitation' a nivel fílmico (el propio Spaghetti Western es una muestra de ello, así como los múltiples seriales que inundaron la televisión estadounidense en los años 50 y 60), pero hoy día todo el mundo recuerda las grandes obras maestras del género facturadas por John Ford, Howard Hawks, Delmer Daves o Anthony Mann, y hasta los más recalcitrantes son capaces de identificar a los guionistas habituales que supieron dar nueva vida a estas historias (como Frank S. Nugent, Dudley Nichols, Leigh Brackett, Borden Chase...), pero ¿quién se acuerda de las obras literarias que inspiraron dichos títulos? ¿Quién reconoce hoy día la labor de Ernest Haycox, Alan Le May o Dorothy M. Johnson (con independencia de que esta última acabe de ser recuperada por Valdemar)?

Lo cierto es que uno de los pocos autores que hizo por revitalizar el prestigio del género a nivel literario fue Oakley Hall gracias a ese monumento que es Warlock (1958), un auténtico 'contender' al título de Gran Novela Americana y obra venerada, ni más ni menos que por Thomas Pynchon. En este caso, la novela sirvió también de base para una adaptación cinematográfica -El hombre de las pistolas de oro (Edward Dmytryk, 1959)-, si bien es cierto que el 'film' no fue capaz de captar toda la grandeza del texto, perdiéndose en dicha adaptación gran parte del esfuerzo ciclópeo de Hall por narrar la construcción de una ciudad sin estatutos, que era la cuestión esencial de la novela.

No deja de resultar curioso que Hall volviera a esta misma idea, veinte años después, con su siguiente obra ambientada en el Lejano Oeste: Bad Lands (1978). Porque en el fondo no podemos disociar esta novela de Warlock, con la que comparte más de una similitud. Hall reincide en su detallismo por narrar el tortuoso camino de los hombres en su empeño por alcanzar la formación de la voluntad popular, situando la batalla, ésta vez, en las tierras sin dueño de la futura Dakota, 'circa' 1884. Pero más allá de la brillante recreación histórica y la excelente contextualización de la historia que se narra en Bad Lands con el momento socioeconómico de la época, nos ha interesado, sobre todo, el diálogo que propone Hall entre el hombre y la naturaleza, entre el ciudadano y las instituciones. Como si quisiera echarle un pulso a su admirado Cormac McCarthy, nos deleitamos con los pasajes en los que Hall describe con inusitado lirismo una tierra hermosa, salvaje y prometedora que pronto tornará en lodo y sangre por la mano del hombre, por su avaricia, pero también por su ineficacia para gestionar los asuntos civiles. Porque al margen del mensaje "naturista" que inserta Hall en Bad Lands, el grueso del discurso se centra en las incapacidades del ser humano por convivir, ya no sólo con la naturaleza, sino con sus propios congéneres.

Nos interesa, también, sobremanera el antagonismo de los personajes principales de esta novela, y cómo Hall expone sus divergencias y sus complementariedades. De una parte, el señor Livingston, educado estadista de Nueva York, de familia acaudalada, que viaja al Lejano Oeste huyendo de una tragedia familiar y buscando confort en las tierras asilvestradas de Pyramid Flat, esa suerte de ficticia Tierra Prometida. De otra, el rudo y embaucador Lord Machray, de origen irlandés, ex-militar cultivado capaz de recitar de memoria versos de W. Shakespeare o R. Burns, cuya desmesurada ambición le ha granjeado enemistades con sus vecinos. Pronto se establece entre ambos una relación amor-odio que correrá paralela a su apego por unas tierras que terminarán envenando el juicio de sus habitantes.

Llegados a este punto, debemos advertir que gran parte de los hitos argumentales sobre los que pivota Bad Lands pueden llegar a generar algún tipo de 'déjà vu' en el lector si uno es lo suficientemente cinéfilo. Pues la inocencia de Livingston y su fe ciega en las instituciones y en la bondad del ser humano nos ha recordado al James Stewart de El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1963), del mismo modo que la trama relativa a los reguladores y sus ahorcamientos nos han traído a la mente, en más de una ocasión, parte de los sucesos narrados en El incidente de Ox-Bow (William Wellman, 1943), por no hablar de algunos paralelismos que tiene el texto con Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958). Es evidente que los temas en el 'western' son limitados y han sido tratados de una forma u otra hasta la saciedad, de ahí que nos vuelva a interesar más en este Bad Lands la cuestión "jurídica", si se me permite la expresión. La lucha del ser humano por autoimponerse reglas de convivencia, leyes aparentemente asépticas que pretenden regular los conflictos desde la equidad. Pero como bien expone Hall en el breve pero enjundioso epílogo, el llamado Salvaje Oeste fue regulado por políticos y hombres de negocios del Este, que nunca pisaron esas tierras para calibrar si sus decisiones legislativas tenían alguna utilidad en un territorio que no conocía de límites físicos (no había vallas ni cercas ni zanjas) y los colonos (pues eran los Sioux los verdaderos habitantes de Dakota) vivían en aparente armonía. Dakota, a finales del siglo XIX fue un hervidero de mandatos: el oro de las Black Hills, el Tratado de Laramie, las leyes Kinkaid... lo que provocó que el territorio se llenara de 'carpetbaggers'. Y no hay más que ver esa barbaridad que fue Deadwood (2004-2006) de David Milch, para darse cuenta de lo que se estaba fraguando por aquel entonces.

Son estas pesquisas las que, a mi juicio, dan valor a esta obra de Oakley Hall, que si bien palidece en comparación con su antecesora y descomunal Warlock, sí que aporta una mejor visión de conjunto a la problemática del nacimiento de las comunidades en las postrimerías del llamado Lejano Oeste. Puede que fueran malas tierras para la convivencia de los hombres, por toda la putrefacción que sacaron a relucir los que quisieron poseerlas, pero no lo fueron para los contadores de historias. Quizás sea ese el verdadero legado del 'far west', la verdadera fertilidad de esas tierras que tanto odio generaron: su capacidad para alimentar a los narradores de historias épicas como las que nos cuenta Oakley Hall en este espléndido Bad Lands, que ningún fan del género debería dejar de leer.

26 enero 2012

'Road movie' literaria

De ciudad en ciudad. Sombras y huellas

Nedim Gürsel

Alianza, 2011

ISBN: 978-84-206-5259-7

352 páginas

22,70 €

Traducción de María Dolores Torres París y Carmen Torres París



Ilya U. Topper

No me gustan los libros de viajes, pero de todos los libros de viajes, éste es el que más me gusta. Iba a poner esto como conclusión al final de la reseña, pero por qué no empezar por ahí y así les ahorro a ustedes el resto de la lectura, por si tienen prisa.

No pretendo pontificar respecto a mi aversión hacia los libros de viajes: puedo dar fe, para escoger un ejemplo cercano, que el compañero Alejandro Luque ganara con su Viaje a la Sicilia con un guía ciego no sólo un premio sino además un puñado de admiradoras de las que algunas incluso aseguran que el libro es útil como guía de viaje. No seré yo quien les contradiga. De manera que no voy a extenderme con boutades como que los libros de viaje los escriben quienes no tienen talento para novelas ni disciplina para reportajes ni paciencia para una tesina. Además, por lo que dicen de Nedim Gürsel, turco afincado en París, es un gran novelista. Y no todo el mundo puede ser Kessel, capaz de firmar las mejores novelas de la literatura francesa tras un viaje por Afganistán o Kenia.

Digamos mejor que eso de escribir libros de viajes recuerda a un viajero de los antiguos, antes de que se inventara la palabra turismo. Imaginamos a Gürsel caminando, con abrigo y sombrero, por las calles para comprar en un mercadillo de segunda una postal antigua, en tono sepia, que muestre el perfil de un famoso escritor de la ciudad en cuestión. Dostoyevski, en San Petersburgo. Kadaré, en Tirana. La alegre muchachada de Bowles y Burroughs en Tánger. Gogol, en Kiev. O por supuesto Kafka, en Praga. Luego garabatea en el dorso algunas palabras sobre las callejuelas encantadoras, la fina lluvia y si se tercia, algún verso, y a Correos.

Eso, pero en versión literaria ―nada de garabatear: Gürsel traza una letra fina, precisa, cuidada al extremo― y en 300 páginas. Quince ciudades dan para mucho. Y no siempre son escritores los personajes en los que se fija el viajero. En Rotterdam puede ser el fotógrafo Breitner, y de ahí hay saltos a Marguerite Duras y a Hiroshima. En Roma es Caravaggio (un perfil trazado a claroscuros fuertes, como le gustaban a ese pintor: confieso que nunca supe quién era realmente Caravaggio, por qué marcó siglos, hasta leer este perfil a brochazos de Nedim Gürsel). En Buenos Aires es Carlos Gardel y toda la cultura del tango, aunque desde luego también asoman Borges y Martín Fierro. En Nueva Orleans es la Blanche du Bois que viaja en un tranvía llamado deseo. Y algunas ciudades merecen doblete: no sólo Kafka escribió en Praga, sino también Paul Leppin. Kiev es también la ciudad del pintor y poeta Taras Chevchenko, no sólo la del duro Taras Bulba, casi insuperable en su dureza gogoliana. Del Ahundov de Bakú pasaremos rápido; si ustedes conocen a Izet Sarajlic de Radimlia, les felicito, yo aún tengo que enterarme bien de Ivo Andric, el de Sarajevo. Ah, y a que no adivinan quién es el de Bruselas? Baudelaire.

Acabaremos en Estambul, o en una casa en Rochefort, costa atlántica francesa, con reminiscencias de Estambul: aquí vivió Pierre Loti, desde aquí se carteaba con un sultán otomano, desde aquí revolucionó la literatura francesa con su historia de amor clandestino con Aziyadé, la circasiana de Estambul. Novelas orientalistas, por supuesto, una mirada de extraño que dibuja un mundo exótico como él quiso verlo, pero que sí abrió a los escritores franceses un nuevo mundo (Isabelle Eberhardt, que no fue orientalista sino auténtica, transubstanciada en argelina, se inspiró en Loti; lástima que Nedim Gürsel no tocara Argel en su periplo). Nazim Hikmet, el poeta nacional turco, fue muy severo con Loti, al que acusó de todos los males colonialistas, pero es ahí donde Gürsel discrepa de su maestro, un duelo postumo por el honor de un colega.

Nazim Hikmet es algo así como el guía de Gürsel a través de Europa: de Praga a Kiev y Bakú, los versos del poeta pespuntean el recorrido. Pero también está Can Yüzel o el griego Giorgos Seferis. Y Apollinaire que, por cierto, protagoniza Basilea.

No todo es literatura. En Albania, Gürsel escucha de primera mano el relato sobre la caída y la ejecución ―dicen que suicido― de Mehmet Shehu, camarada y mano derecha de Enver Hoxha: un dictador no puede dejar que nadie crezca bajo su sombra. Y no le perdona al gran Kadaré ―el único escritor con el que se encontró personalmente― que llamara “presidente” y defendiera al general golpista turco Kenan Evren, que acababa de prohibir dos libros de Gürsel y le obligara a exiliarse.

El de Albania, de todas formas, es mi capítulo preferido: la visión de un país recién liberado de una dictadura obsesiva, lleno de búnkeres inútiles, entre los que las chicas pasean “con pantalones rosa fuerte o azul índigo: sus camisetas y sus blusas son tan cortas que dejan el ombligo al aire”. El primer país del mundo con un museo del ateísmo en el que ahora todos están en busca de una divinidad. “¿Quiere usted ser católico o musulmán? Si prefiere el protestantismo, también disponemos de él en nuestros stocks. ¿Y qué le parece la religión ortodoxa? Basta con pedirlo, no se preocupe de nada, nosotros nos encargamos de todo”. El futuro está a la vuelta de la esquina: “El ateismo preconizado por Enver Hoxha sólo será un recuerdo. Y las guapas albanesas llevarán o un crucifijo o el velo islámico”.

En el otro lado del mundo, en Nueva Orléans, la otra cara de la moneda: el carnaval rompe las rígidas barreras, premia con collarcitos a las chicas que, siguiendo la costumbre, estos días se suben la camiseta para mostrar las tetas desde el balcón y desatan la furia, bajo la mirada escéptica de un escritor turco afincado en París, que compara este tabú americano del cuerpo con las playas de Niza, donde las mujeres toman todos los días el sol en topless. Sin collares.

Una mirada antropológica, una observación aguda, pero siempre desde la esquina de la calle: el viajero no forma parte de todo aquello y el máximo diálogo recogido con los figurantes anónimos de esta 'road movie' por entregas es el que le vincula a aquella camarera de San Petersburgo: Do svidania.

Si piensan hacerse un viaje por Europa, no lo duden.

[Advertencia a la editorial: revisen urgentemente su programa de edición. No sólo porque es la segunda vez que me encuentro las notas al pie de página partidas por la mitad, con la frase acabando 30 páginas después, sino porque me han vuelto a colar el nombre de Skanderbeg, Iskender Bey, Jorge Castriota para los historiadores, el héroe albanés, convertido en Skanderberg, al igual que en El Cerco de Kadaré. Tómense otra Carlsbeg, pero háganselo mirar.]

25 enero 2012

En torno a la Belleza

Tan bella, tan cerca

José Manuel Mora Fandos

La Isla de Siltolá, 2011. Colección "Levante"

ISBN: 978-84-15039-88-4

160 páginas

12 €

Prólogo de Enrique García-Máiquez



Rafael Suárez Plácido

Durante un tiempo apenas entraba en ella, sólo me apostaba a mirar las novedades frente al cristal. No siempre he podido tener los libros que deseo. Tampoco es posible ahora. Siempre hay un motivo que supone un problema: a veces simplemente el azar.

Saber. Intuir. A veces, el azar. Hay libros que llegan a mi vida por azar, como este.

Es un libro pequeño. Hay un expositor de libros de pensamiento de pequeño formato, como El elogio de la sombra o El ángel caído, o Crónica de un tiempo perdido, todos ellos con sus pequeñas dimensiones nos dicen más que muchos que ocupan cientos de páginas.

Siempre he disfrutado la belleza del libro como objeto. No es algo que haya aumentado después de aquella experiencia. Ya estaba de antes. Las tintas, las tipografías, las diferentes calidades del papel siempre han llamado mi atención. Tendría que haber sido editor. Y este librito, del que sólo veía el lomo, me habría llamado la atención del mismo modo si lo hubiera visto hace cinco años o hace diez. Sabía a qué editorial pertenecía ese símbolo: una palmera en una playa, con otras dos palmeras detrás, y unas líneas que bien podrían ser los maderos de una barca a sus pies. Es el símbolo de La isla de Siltolá.

Hay algo de mágico en el hecho de tomar un libro que casi nadie antes ha tocado en tus manos y palparlo, abrirlo, acariciarlo. Algo fetichista hay que ser para sentir que esos pasos nos van derrotando y van venciendo nuestras reticencias a hacernos con él, aunque unos minutos antes apenas supiéramos nada de él. Mirar cada uno de sus símbolos, sentir sus rugosidades y texturas, disfrutarlo. Yo casi siempre necesito leer solo, como casi todo. Soy un ser solitario y algo hay de vocacional en ello. Nunca me he sentido demasiado a gusto en las bibliotecas y la lectura, casi a hurtadillas, en una librería siempre la he sentido como un acto clandestino y excitante. Y aún no he escrito nada de Literatura, sólo de objetos hermosos. El grosor del papel casi verjurado, las tipografías, los distintos tipos de letra y los números. Hace unos meses conocí personalmente a Abel Feu, el tipógrafo de Siltolá. Ya conocía su poesía y, antes que ello, conocí su trabajo como impresor y editor en Renacimiento, cuando Renacimiento era lo que está siendo ahora Siltolá, o en Los papeles del sitio, su proyecto más personal.

La portadilla del libro es de color ocre, color piel clara, casi translúcida, con símbolos impresos en rojo y negro. La portada interior es acartonada, blanca, con las tintas de la portadilla, aunque eso aún no lo había visto. Sí, en cambio, eché un vistazo al interior a la vez que, muy discretamente, me acerqué el libro a la cara. Me gusta sentir el olor de los libros recién impresos y este lo era. Lo supe por su olor.

Abrir el libro, quizás para disimular ese gesto que ya hice de llevármelo a la cara y olerlo y empezar a leer. Es sólo tinta negra, dirán algunos. La portada parecía presagiar el rojo para algunos títulos o cifras. T. S. Eliot, en su gran poema Cuatro cuartetos, alude a la tendencia universal a escuchar “hacia otra parte” cuando no interesa lo que se oye: “El género humano / no soporta demasiada realidad”. Últimamente leo a Eliot por todas partes. No es mala costumbre. Alguien me ha preguntado recientemente si me siento más de los Cuatro cuartetos o de La tierra devastada. Él se sentía más de este último poema; yo también: mi poema favorito de Eliot es La tierra devastada. Mora Fandos constantemente cita Cuatro cuartetos. Octavio Paz y Juan Malpartida conversaban constantemente sobre el papel de Eliot en la Historia de la poesía moderna y parece ser que se decantaban por La tierra devastada; Luis Cernuda, quizás el gran introductor de Eliot en España, siempre citaba Cuatro cuartetos; Gil de Biedma, La tierra devastada y así podríamos continuar. No hay poeta que no se decante por uno de los dos colosales poemas. Mi amigo, uno de los mejores poetas españoles que tengan en torno a cuarenta y pocos años, se decidía, ya lo he dicho, por La tierra devastada.

Son muchos azares, muchos recuerdos. Decido quedarme el libro. Viene con un prólogo de Enrique García-Máiquez. Es el segundo libro con un prólogo del poeta gaditano que reseño. Es curioso, porque aunque lo valoro, no es alguien con quien yo coincida en demasiadas cosas. Por otra parte es el único autor con el que he repetido reseña. El libro anterior que reseñé fue Todo es para siempre, del poeta Pedro Sevilla, con quien sí soy más afín ideológicamente.

¿Qué es la literatura de izquierdas?

Es más fácil que coincida literariamente con autores conservadores, que con otros que se dicen de izquierdas.

Creo que aún no lo he dicho: el libro se llama Tan bella, tan cerca y tiene seis ensayos, muy heterogéneos y poco ortodoxos, sobre asuntos relacionados con la estética. Lo que se ha dado en llamar Prosa Poética o Miscelánea. ¡Esta manía de encasillar los textos! Parten de cualquier excusa, a veces un viaje o algo que se ha leído o una lámina que reproduce una pintura, para comenzar una serie de reflexiones y asociaciones que no sabemos a dónde nos van a llevar. Nos dejamos llevar con gusto.

Es un libro de viajes que hacemos desde el sillón de nuestra casa.

El primer ensayo, "Una bella inquietud cotidiana", es un canto a la belleza que reside en lo cotidiano: la belleza que queremos creer que está, que es aunque no la conozcamos. Nos lleva a Roma y de ahí retrocedemos en el tiempo, es inevitable, a la época del imperio, para volver a retroceder a la ficción de la Ilíada. Mora Fandos prefiere esperar en los soportales de las casas a los héroes, mientras estos luchan por el ideal de belleza personificado en Helena, y disfrutar viendo cómo los esclavos aran la tierra o los enfermos beben su caldo de pollo. No olvidemos que las asociaciones son tramposas y subjetivas y nos transportan a donde quiera el autor.

Si en el primer ensayo partimos de una estancia en Roma, una simple ocurrencia va a provocar que en el segundo ensayo, en mi opinión el central, reflexionemos sobre la importancia del silencio y de la escucha activa. En el texto hay dos niveles tipográficos, uno el de la reflexión de Mora Fandos y otro, el de algunas citas en que se apoya para trasladarse de una idea a otra. Estas citas pertenecen a textos que, en muchas ocasiones, hemos leído y han pasado desapercibidos quizá porque no hemos estado demasiado atentos a la lectura.

Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. (…) Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterios mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que, por eso, era importante, a su manera, para el mundo.”

Mora Fandos nos sienta a una mesa con Eliot y con la baronesa Blixen, y con Orwell y con los mismísimos Homero y Aristóteles, y con Michael Ende, y nos pone a escucharlos, con fondo melódico de Miles Davis. Nos crea la sensación de que participamos en los debates, cuando lo que realmente hacemos es dejarnos llevar.

Hace unos meses leí 1Q84, de Haruki Murakami. El libro está publicado en dos partes: primero salieron la una y la dos, en un solo volumen, y, unos meses después, salió la tercera. Yo decididamente hubiera obviado la tercera, aunque sea una novela con apariencia de 'thriller' policíaco. Pero en esta tercera, Murakami recurre a un detective que va tratando de solucionar el caso por medio de lo que he llamado “asociaciones tramposas”, esto es: reflexiones que le conducen de manera muy aleatoria a donde quiere llegar.

Lo que no me parece lícito en un 'thriller' policíaco, sí puede serlo en un libro de ensayos. Los ensayos son subjetivos y se supone que no pretenden llegar a ningún punto, a ninguna verdad, sino que simplemente llegan y ya está. Sería curioso saber si Mora Fandos sabía a donde le iba a llevar cada una de estas pequeñas y arriesgadas aventuras que son estos ensayos, o si por el contrario se aventuraba sin saber qué Ítaca le esperaba al final de la travesía.

Los dos últimos ensayos sí estaban, en cambio, predestinados de antemano. La persona madura que es capaz de atender a los demás con más cuidado, en el cuadro de Homer, y el sentido final de la obra de arte, del texto narrativo que llega siempre a buen puerto. Ahí no hay ni podría haber margen de error.

Tan bella, tan cerca es un libro de recuerdos, que nos va a proponer un viaje a través de la belleza que está en lo que tenemos cerca, en nuestra casa, en nuestro entorno, en nuestras vidas. Sólo tenemos que hacer un pequeño esfuerzo por escuchar y leer atentamente y nos daremos cuenta de esa bondad que antes no veíamos, o sí. Cada uno sabrá cuál es su caso.

24 enero 2012

Oficio


Un extraño en París

W. Somerset Maugham

Ediciones B, 2011. Colección "Ficción Zeta"

ISBN: 978-84-9872-535-3

336 páginas

8 €

Traducción de Fernando Gutiérrez



Daniel Ruiz García

No hay pomada posible: la culpa de una portada tan almibarada (da la sensación, al tomar el libro, de que vayas a ensuciarte los dedos de azúcar) la tiene toda Ediciones B y sus diseñadores, alguno de los cuales debió tener un mal día. Sí merecen una palmada en la espalda por decidirse a publicar un nuevo título de Somerset Maugham en formato bolsillo. Se trata de uno de sus grandes 'bestsellers', lo cual no es decir mucho, ya que Maugham fue uno de los autores que más vendió en su tiempo; en los años 30 del pasado siglo no hubo nadie que pudiera hacerle sombra.

Quizá en esta condición de 'best-selling author' residiera buena parte de la razón del odio que le profesaron durante su tiempo muchos de sus contemporáneos y la crítica más seria, que lo tildaba de excesivamente diáfano en el estilo, poco capacitado para la metáfora y con una querencia por un orientalismo acartonado y de 'souvenir'.

En cierto modo, el propio Maugham asumió estas críticas como un hecho cierto, hasta llegar a afirmar que se consideraba un autor de segunda fila. Su experiencia con los Literary Ambulance Drivers, el extravagante comando de conductores de ambulancia voluntarios de la Cruz Roja Británica que sirvió en Francia durante la Gran Guerra, y que juntó a talentos de las letras del tamaño de Hemingway o Dos Passos, debió pesarle siempre como una maldición, como una señal de que en aquel comando, igual que en cualquier liga, siempre hubo algunas flamantes estrellas y una serie de segundones, entre los que se encontraba él. Porque, pese a su éxito de ventas, pese a su rutilante vida como adaptador de guiones en Hollywood, pese a su proyección como dramaturgo, la crítica nunca lo trató bien. Representaba una forma de literatura sencilla, sin abalorios estilísticos ni rebuscamiento, con el foco siempre puesto en el drama, en la interacción de los personajes, todo un delito en una época de altos vuelos literarios representada por figuras hoy intocables como Faulkner, Joyce o Woolf. Como mucho, y gracias a monumentos incuestionables como Servidumbre humana o El filo de la navaja, sus dos novelas más célebres, quedó relegado a la condición de suplente y calientabanquillos de Hemingway, con quien guarda cierta similitud estilística.

El tiempo pasa y, para no hacerle un feo al tópico, pone las cosas en su sitio. Y si bien es cierto que los cuentos de Hemingway resisten con robustez el paso del tiempo, hay otras novelas del americano que no han envejecido tan bien. Un lector del siglo XXI encuentra en Maugham muchas cosas que lo distancian de la sombra de su referente. Para empezar, su ironía y fino sentido del humor. También, pese a los excesos de exotismo de algunas de sus novelas viajeras, su buen gusto, su refinamiento como observador. Su habilidad en la construcción de diálogos, que pocas veces resultan forzados, y que sirven con habilidad a los objetivos de la trama. Su ritmo, gracias a la pericia técnica que se evidencia en manejo de recursos novelísticos como los “puentes” de transición entre capítulos determinantes y gracias a su capacidad para ensartar con el engrase idóneo las disquisiciones teóricas con la acción. Su buen pulso para el dibujo de personajes, hasta cuando tienen cierto cariz burlesco (pienso, por ejemplo, en Ashenden, su agente secreto, que inspiró nada menos que a James Bond). Podría estar enumerando durante muchas horas sin cansarme todas las bondades de la literatura de Maugham, pero creo que todas se reducen en realidad a un gran atributo: su competencia para el arte de novelar, entendiendo por ello su habilidad y conocimiento de todas las técnicas propias de la novela.

Un extraño en París pertenece a esa categoría de obras que el propio Maugham, en su delicioso ensayo Diez grandes novelas y sus autores, considera en la estela de Moby Dick. Nos referimos a la variante de novela en la que el que aparentemente figura como protagonista principal de la trama acaba ejerciendo de observador o contador de una historia que pasa por su lado, y que realmente es la que concentra todo el interés de la lectura. “En esta variante -explica Maugham- el autor cuenta la historia, pero ni es el protagonista ni es su historia lo que cuenta. Es un personaje más, y mantiene una relación más o menos estrecha con las personas que intervienen en ella”. Para Maugham, de hecho, se trata de la “manera más conveniente y eficaz de escribir una novela”, un convencimiento que él mismo llevó a la práctica en numerosas ocasiones, siendo su consecución más célebre El filo de la navaja. Aquí, el “extraño en París”, Charley Mason, hace las veces de protagonista, pero el gran interés de la novela viene determinado por la historia personal de la “Princesa Olga”.

En cierto modo, Un extraño en París también se hermana con la obra cumbre de Maugham, Servidumbre humana, en el perfidismo del personaje femenino principal. A Maugham se le da muy bien el retrato psicológico femenino (estoy acordándome, por ejemplo, de Julia, el mejor retrato que conozco de una actriz en decadencia después de la Norma Desmond de Wilder), y en esta ocasión vuelve a ofrecer un dibujo maestro por su hondura, contradicción y sutileza.

El final de la novela acaba planteando una especie de morajela que recuerda bastante, por su resolución, al célebre relato “Los muertos” con el que James Joyce cierra Dublineses, y que resulta de una enorme potencia, situando Un extraño en París entre las obras definitivamente más estimables de la carrera del escritor inglés.

Hace no mucho, un editor bastante prestigioso me comentó que él distinguía entre la literatura que le gustaba y la que consideraba buena. Y que él mismo había editado a Somerset Maugham porque le gustaba, aunque objetivamente no lo consideraba un escritor “bueno”. En asuntos de literatura, nunca he sabido dónde está la objetividad. Si a uno le gusta, pienso, no hay nada que pueda hacerle ver que no es bueno, sobre todo cuando abordamos un asunto como la literatura, en la que el gusto está tan resabiado. Quizá lo que pudiera pensar el editor es que muchas veces Maugham parece un escritor excesivamente liso, poco brillante. Es un escritor de los que digo que “mira de frente”. Lo que implica tratar “de tú a tú” al lector.

Cuando uno, como lector, alcanza esa sintonía con un escritor; cuando se asumen las reglas del juego de una comunicación horizontal, y la consideración del escritor como alguien cercano, al que se le reconoce el tono de voz, es muy difícil sentirse decepcionado. Cada lectura de Maugham es como una confidencia, una conversación a media voz, un diálogo repleto de chispa y de entendimiento mutuo. Es por ello que me considero ferviente admirador de la literatura supuestamente mediocre de Maugham; amo su concepción casi de orfebre de la novela, empatizo totalmente con su concepción nada elevada del escritor, y con su ambición, para muchos limitada, de construir buenos artefactos narrativos de ficción, donde exista una buena combinación entre entretenimiento y reflexión, siempre planteados con gracia, con mano diestra. Es por ello que soy incapaz de resistirme al reclamo de Maugham. Aun cuando comparece con portadas tan infames como ésta.

23 enero 2012

Aprendiendo literatura con W.F.


Conversaciones sobre música

Wilhelm Furtwängler

Acantilado, 2011

ISBN: 978-84-15277-29-3

110 páginas

16 €

Traducción de J. Fontcuberta



Coradino Vega

Toda vez restituido de su polémica actividad al frente de la Filarmónica de Berlín durante el nazismo, a lo que contribuyeron desde testimonios como el de Yehudi Menuhin hasta el reciente libro de Misha Aster The Reich’s orchestra, y dejado atrás el rechazo que suscitó ese papel manifestado entre otros por Thomas Mann o Toscanini, hoy pocos aficionados a la música clásica pueden dejar de reconocer que Wilhelm Furtwängler fue uno de los más grandes directores del siglo XX. Mediante su peculiar forma de manejar la batuta, con esos movimientos desgarbados como los de un «títere en una cuerda» (por utilizar la expresión de sus propios músicos), y que integraban a la perfección el espíritu y la lógica, el subjetivismo y el método, y el orden y la pasión, Furtwängler demostró el poder de la música para elevar a la humanidad y trascender la realidad más descoyuntada. Pero aparte de un extraordinario intérprete, el director alemán fue también ―como lo puede ser en la actualidad Nikolaus Harnoncourt, por ejemplo― un vigoroso divulgador de la música como prueban a su vez las reflexiones que, por expreso deseo de su viuda, fueron recopiladas y publicadas tras su muerte. A ese cuerpo pertenecen estas seis conversaciones mantenidas con el musicólogo Walter Abendroch en 1937, a las que se les ha añadido el debatido ensayo escrito por Furtwängler diez años después sobre la atonalidad y sus repercusiones en los oyentes.

Las seis conversaciones llevan, por este orden, los títulos siguientes: «Influencia de la obra musical en el público», «Distintas dificultades en la interpretación musical», «Lo dramático en las composiciones de Beethoven», «Acerca de la Novena Sinfonía de Beethoven», «La creatividad en la interpretación» y «El compositor y la sociedad». Sin embargo, son escasos los pasajes especializados que impiden aplicar su lectura a cualquier otra rama del arte. De hecho, todas las ideas que se desarrollan en ellas no sólo serían perfectamente aplicables a la pintura, la arquitectura o la literatura, sino que mantienen una vigencia asombrosa para todos aquellos creadores o diletantes preocupados por la hendidura abierta entre el arte contemporáneo y a quienes supuestamente va dirigido. El discurso de Furtwängler puede resultar en un principio altivo, conservador, hasta cierto punto normativo, pero leído con atención desprende una coherente contundencia, una subjetividad exenta de dogmatismo labrada desde el amor a la vocación de una vida, una amplitud de miras y una flexibilidad ―tan conocedora como comprensiva― que anula de inmediato la falsa y simplista primera impresión que pueda llevarse quien lo lea superficialmente o desde el prejuicio.

La idea que preside estos textos es hacer accesible a un círculo lo más amplio posible las múltiples experiencias y las maduradas ideas de un artista ante los problemas que el arte suscita, haciendo fructíferas sus preguntas por medio de un esfuerzo constante de una claridad expositiva que no vaya en detrimento del rigor ni de la exigencia. Así, en la conversación con la que se abre el libro, Furtwängler concibe al público como una «masa sin voluntad propia» cuya reacción (perezosa, instintiva y caprichosa) depende, sobre todo, de las circunstancias especiales del momento. Pero a partir de ahí analiza en qué consiste esa psicología del público y cómo la posteridad se basa en gran medida en ella: «En el arte, que es la expresión del hombre, sólo el hombre da la medida de las cosas». La primera condición para emitir un juicio relevante es dejar que pase el tiempo. Y muchas obras modernas no calan por esa falta de perspectiva pero también por su pretendida ausencia de claridad, dependiente en demasía del detalle y la conciencia técnica y alejada por ende de una estructura que abarque su conjunto. La música de Bach, Mozart o Beethoven perdura porque fueron creadas sin perseguir ese efecto. Pues el afán por buscar el efecto fue precisamente lo que empezó a abrir la irrestañable brecha que aún sigue abierta. El exceso de efectos, que Furtwängler observa a raíz de Wagner y de Liszt, fue en realidad un intento de salvar esa distancia entre público y artista, pero fracasa cada vez que trata de crear a partir de la comunidad en vez de crear la comunidad a partir de la obra: «Hay obras de arte que producen efecto porque quieren producirlo. Y las hay, a su vez, que lo producen por el simple hecho de existir. He aquí la causa de por qué el efecto en unas disminuye con el tiempo y en otras no». La cuestión estriba en expresar con claridad lo que se quiera decir, lo cual presupone una cosa: que alguien tenga algo que decir, o sea, atreverse a mostrarse como es, desnudo, sin ayuda de nadie. Furtwängler reproduce las palabras de Goethe: «Si alguien tiene algo que decirme, debe hacerlo claro y simple. Ya tengo bastantes complicaciones dentro de mí», porque, a su parecer, de esas complicaciones nace en buena medida el arte moderno que ha perdido de vista «las obras que los hombres necesitan y desean en lo más profundo de su ser», a pesar de que sus reacciones sean tan vagas e indecisas a primera vista.

En la segunda conversación, Furtwängler plantea lo "fácil" que resulta interpretar por ejemplo a Stravinsky o Debussy, y lo "difícil" que es extraer el alma de las a priori mucho más "fáciles" partituras de los "clásicos". Al virtuosismo es preciso añadir calidez, sensualidad y ternura de sentimientos: «En la música de los grandes maestros clásicos intervenían por igual los nervios, los sentidos, el temperamento y la inteligencia. Las partes se creaban con el todo y a partir del todo, y el todo se creaba con las partes». Eso es a lo que Furtwängler llama el gran contexto que, de alguna forma, ha perdido de vista el arte moderno en su evolución del todo a lo particular, renunciando a la integración de los distintos elementos. Al fijar su mirada en el detalle, los músicos se volvieron cada vez más incapaces de ver las relaciones mayores y tener en cuenta el todo convirtiéndose en síntomas más que en testigos de su época. Eso, además, deriva en la confusión que nos ha convertido en unos niños sin capacidad crítica, sin competencia para juzgar, a los que paradójicamente les parecen infantiles los clásicos. El intelecto le ha ganado la batalla a las emociones. Y el resultado de esa hendidura es una perfección fría, sin matices sentimentales que valgan, por lo que el arte está condenado a convertirse en un solitario «jardín de invierno». El oído del público no se ha desarrollado al mismo ritmo que la música. Pero, en lo básico, el alma humana no ha cambiado. Todo arte que pretenda representar una totalidad de experiencia es difícil, y así no resulta raro que lo aparentemente fácil sea lo más difícil, «pues ya no necesita la fuerza espiritual del hombre entero como medio de transmisión, no necesita ser representado e interpretado con el corazón, sino sólo con la inteligencia y los nervios».

Aunque Furtwängler insista en no generalizar, no deja de advertir cuáles son, a su juicio, los factores que hacen que la música clásica esté en peligro. La tarea del intérprete es menos técnica que espiritual. Por ello aconseja entrar en el alma de cada obra y autor: en la épica de Bach, en la engañosa fluidez natural de Mozart, en la alegría de vivir de Haydn o en el dramatismo de Beethoven, de quien curiosamente resalta su trabajoso empeño por simplificar en contraposición a las mitologías extendidas en torno al primer genio romántico. El camino del padre de la Novena más conocida de todos los tiempos consistía en ir del caos a la forma, es decir, justo en el sentido contrario del compositor contemporáneo que se empeña en la complejidad deliberadamente.

Por su parte, en la quinta conversación, Furtwängler se burla del intérprete que «ha aprendido a posar», robustece el carácter apolíneo de su dionisíaca forma de entender la música, y separa lo necesario de lo que sólo es artificio. Además, avisa ―como si se tratara de un recado a Karajan ‘avant la lettre’― de que una técnica estandarizada crea retrospectivamente un arte estandarizado, y recalca que si bien en el terreno de la técnica nos hemos convertido en titanes, en el de las emociones nos hemos vuelto niños. Leyendo entre líneas la conversación titulada «El compositor y la sociedad», se puede inferir que Furtwängler no fue precisamente el títere de Goebbels. En ella ironiza sobre la proliferación de teóricos y expertos, y sin tapujos sostiene que «la inocencia, una vez perdida, no puede recuperarse; [pero] los poderes realmente creativos sólo lo son en el estado de la inocencia», de ahí que la lucha de Wagner fuera la del artista moderno contra un entorno moderno en el que «se niega al artista toda soberanía, libertad y espontaneidad de expresión, se le prescribe lo que debe hacer y lo que no, lo que debe sentir y querer para poder contar con tener repercusión, [y] para ser “moderno”». Concluyendo: «El miedo al sentimentalismo no es sino miedo a algo que anida en el propio corazón».

Por último, el ensayo sobre la música tonal y atonal que cierra el libro sintetiza las ideas desplegadas en las anteriores conversaciones. Sin maniqueísmos ni censuras morales, Furtwängler llama al pan pan y al vino vino. ¿Por qué el público mantiene una actitud hostil hacia gran parte de la música contemporánea? Al respecto, Furtwängler procura huir tanto de los reaccionarios convencidos como de los superprogresistas, pero deja claro que toda obra se expone a ser contrastada con las otras, lo cual estrecha el marco contemporáneo hasta la asfixia obligándole a compartir su lugar bajo el sol con los Bach, Beethoven y compañía: pues «no puedo aceptar que, como sucede hoy a menudo ―por razones evidentes―, la nueva música y la antigua sean tratadas como dos mundos diferentes que nada tienen en común y se excluyen mutuamente; que el músico de hoy tenga que ser el enemigo irreconciliable del músico de ayer». Eso provoca una competencia abrumadora y deriva en un sistema de selección despiadado. Y aunque el arte nunca haya sido un asunto de masas, dice Furtwängler, no deja de tener comicidad cómo afloran cada día, aupados por la prensa, diez o doce genios cuando sólo ha habido unos pocos grandes artistas a lo largo de la historia. Pero Furtwängler no ridiculiza la música nacida al socaire de las doctrinas de Schönberg. La respeta. Resalta su valor y le reconoce el mérito de ser el signo del progreso, producto del clamor por lo nuevo, la exigencia teórica y el esfuerzo por avanzar a cualquier precio. No obstante, aclara que Wagner no fue su precursor, ni Mozart, ni Beethoven: cuando compuso su Tristán e Isolda, Wagner no se propuso inventar el cromatismo, sino simplemente encontrar la expresión musical más adecuada a sus necesidades poéticas. La teoría no debería preceder nunca a la práctica, sostiene Furtwängler, quien lamenta que el derroche de inteligencia que requiere la música atonal pague su precio con la falta de valores vitales: cuando el arte pierde el mundo como referencia y se reconcentra en sí, surge la desorientación y la incertidumbre. Por eso Furtwängler admira su libertad, pero teme su lógica consecuencia: «La antipatía de todo aquel que no está dispuesto a sacrificar su equilibrio biológico a las consideraciones del individualismo intelectual». Quizás se exceda, un tanto sospechosamente, a la hora de identificar tonalidad con ley natural", pero le redime su apuesta por que coexistan ambas tendencias como la imagen más fiel de la época.

En definitiva, las reflexiones de Furtwängler, más que encendidas, son apasionadas, eruditas, didácticas, y contagian muy bien el brío con el que, desde el atril, interpretó legendariamente a Beethoven, Brahms o Wagner. Son el resultado de la exigencia moral de un artista que se preocupó por la evolución de su arte e intentó buscar respuestas a preguntas que aún siguen siendo objeto de debate. Pero, por encima de todo, son una perdurable declaración de amor a la música clásica.


[Publicado en La Tormenta en un Vaso]

20 enero 2012

Literatura de piscifactoría

Mi madre es un pez

VV. AA.

Libros del Silencio, 2011. Colección "Miradas"

ISBN: 978-84-938531-7-4

376 páginas

22 €

Prólogo y edición de Sergi Bellver y Juan Soto Ivars



Fran G. Matute

Hay muchas formas de abordar una obra como Mi madre es un pez. Una de ellas, quizás la preferida por sus editores, sería como obra fundacional del llamado Nuevo DRAMA, una suerte de corriente generacional que pretende nacer con esta colección de ¿relatos? ¿cuentos? (nunca he tenido muy claro la diferencia) ¿textos? (esto seguro que son). Pero esta perspectiva del libro es la que menos nos interesa, así que no vamos a profundizar mucho en ella.

Otra forma de analizar este libro sería atendiendo al origen de sus autores y sus posibles puntos de conexión. La mayoría hijos de la década de los 70, cierto, aunque existen bastantes honrosas excepciones, tanto por arriba (Aixa de la Cruz, Paula Cifuentes) como por abajo (Eduardo Mendoza, Alfonso Fernández Burgos), por lo que el mero nexo generacional se nos antoja un criterio poco fino para indagar sobre la coherencia intrínseca de esta obra. Al hilo de lo anterior, podríamos también poner en la balanza la experiencia editorial de los escritores que participan en este libro. Desde reputados (Fresán, Menéndez Salmón, Calvo, Olmos) a incipientes (Padial, Gual, Castro) autores de la narrativa patria y americana. Pero tampoco creemos que sea éste un dato que nos lleve a ninguna parte interesante.

Podemos agarrarnos a su estructura. Tres partes bien diferenciadas, apadrinadas por autores tan dispares como Umbral, Kafka y Cheever, cicerones temáticos de cada una de ellas. Pero también se nos escapa el criterio aplicado a la hora de seleccionar los textos y encajarlos en cada uno de sus capítulos. Si bien es cierto que los relatos que conforman el apartado auspiciado por Kafka tienden a mostrar seres mutados o deformes (con una clara conexión con el Gregorio Samsa de La metamorfosis), no hemos percibido la misma claridad de criterio con el resto de escritos, quizás por falta de interés nuestro o por falta de profundidad en el conocimiento de la obra de los otros dos autores seleccionados por los editores para encabezar cada apartado.

Nos queda, pues, la mera cuestión temática. Resulta evidente que todos los textos incluidos en Mi madre es un pez remiten, de una forma u otra, a las relaciones familiares, la convivencia, los protocolos, las obligaciones de la consanguinidad... y en él caben todos los tópicos del género: El complejo de Edipo, el hijo es el padre para el hombre, Saturno devorando a sus hijos, mamá quiero ser artista, etc. ¿Es este, entonces, el único hilo conductor de esta colección de relatos? No. Nos queda decir que la gran mayoría de ellos son excelentes.

Es, a nuestro juicio, la calidad de la literatura que ofrece Mi madre es un pez el verdadero motor de esta edición. Y queremos resaltar este punto porque todo el revuelo creado por el Nuevo DRAMA en los medios, mucho nos tememos que está haciendo más daño que otra cosa (y si no me creen, vean esta parodia tan elocuente). Para empezar porque no deja de ser una idiotez que se han inventado los editores (hasta la propia Libros del Silencio se ha distanciado de este concepto) y para finalizar porque la premisa filosófica de la que parte no termina de encajar con la naturaleza de los relatos incluidos. La cuestión de tomar la institución familiar como microcosmos en el que se genera el drama humano es algo que podemos llegar a comprar. Pero el intento de ruptura con las formas postmodernas y la fragmentación nos resulta de lo más artificioso y pierde todo su sentido cuando leemos textos en esta antología en los que la madre del narrador es Sue Storm de Los 4 Fantásticos o la abuela de otro personaje tiene tentáculos, por poner algunos ejemplos.

Así que es la bondad literaria el único activo de este libro. Y dado que no vamos a repasar uno por uno los textos que nos han gustado (dicho ejercicio agranda demasiado el ego de los autores), tampoco vamos a sacar a la palestra aquellos textos que no han pasado del aprobado raspado. Eso sí. Sólo tres menciones que nos hacen especial ilusión: destacar la lozanía del talento de Matías Candeira (del que pronto hablaremos en detalle por estas páginas), aplaudir a rabiar la participación de esa incógnita contemporánea que es Gabriel Sofer y aconsejar tomar una bioDRAMinA antes de afrontar un texto tan ilegible (y yo que pensaba que abusaba de los paréntesis...) e innecesario como el ofrecido por Javier Avilés.

Olvídense del Nuevo DRAMA. No busquen a Faulkner por ningún sitio. Ya les aviso que no lo van a encontrar. No esperen rupturas temáticas ni el nacimiento de una generación espontánea. Sáltense el prólogo. Mi madre es un pez no es la cetárea que pretenden sus editores. Estamos simplemente ante un compendio de excelentes textos literarios. ¿Y la familia? Bien, gracias. Allí la hemos dejado refrescándose junto a la piscifactoría...

19 enero 2012

Tocar hueso


El juramento de los bárbaros

Boualem Sansal

Alianza, 2011

ISBN: 978-84-206-5378-5

424 páginas

20 €

Traducción de Wenceslao Carlos Lozano




Alejandro Luque

Desde Camus a Genet, pasando por Isabel Eberhardt, la imagen de Argelia que muchos hemos tenido durante años procedía invariablemente de una mirada extranjera, importada, más allá de sus mejores o peores intenciones. Hacía falta que alguien nos contara el sufrido país magrebí desde sus entrañas, y esa perspectiva vino de la mano de la novela negrocriminal, ésa que tiene fama de explicar lo que sucede mejor que los periódicos. El primero en abrirse paso en el mercado europeo fue Yasmina Khadra, cuyo comisario Brahim Llob es ya un clásico del género y de la literatura mediterránea. Ahora toca dar la bienvenida a ese club, con todos los honores, a Boualem Sansal.

Este autor ha desembarcado recientemente en España con su novela El juramento de los bárbaros, primera de una ya larga bibliografía, y con el aval de varios premios de postín. La historia comienza con Larbi, un policía entrado en años que casi ha olvidado la última vez que entró en acción, en el cementerio de Rouiba. Allí están siendo enterrados simultáneamente Si Moh, próspero hombre de negocios relacionado con sospechosos tejemanejes, supuestamente asesinado por los islamistas; y Abdallah Bakour, un pobre diablo solitario. El investigador tiene encomendado sólo el segundo caso, pero la coincidencia en el camposanto le hará relacionar ambas muertes tirando de un hilo que le llevará a las más sórdidas cloacas del sistema.

Hecha esta sinopsis, toca aviso a navegantes: en El juramento de los bárbaros cuesta entrar. No porque la trama empiece pronto a complicarse, sino porque Sansal empieza su relato empleando un lenguaje tan endiabladamente alambicado, atiborrado de expresiones coloquiales, guiños, claves, metáforas y sobreentendidos, que no podemos evitar imaginarnos al traductor Wenceslao Carlos Lozano sudando tinta para adaptarlo al castellano de manera fluida. Expresiones como “las fuerzas del mal se habían conchabado con las mujeres a expensas de sus pitusos” o “hay hijos e hijos, y nosotros hemos nacido de un accidente sobrevenido a una cabra que confundimos con un cuervo”, pueden disuadir al público que no sea amante de las vanguardias.

Si a eso le añadimos que el lector común desconoce docenas de términos como "aduar", "wilaya", "hurí" o "harka" –y no se le facilitan notas al pie, quizás por estorbar la lectura, ni glosario al final–, podemos entender que muchos queden a mitad de camino. Sin embargo, en esta dificultad inicial reside uno de los grandes atractivos del libro: la certeza de que estamos no ante un texto precocinado para el consumo llamado occidental, sino de algo escrito por un argelino para los argelinos, mirándoles de frente y sin callarse una sola verdad. Sólo por ese valor genuino, ya merecería proseguir.

Quienes superen ese reparo inicial empezarán muy pronto a disfrutar de una prosa trepidante, en la que la peripecia de Larbi se entrevera de reflexiones para denunciar un paisaje de absoluta miseria moral. En la Argelia de El juramento de los bárbaros la corrupción es una metástasis imparable que devora personas e instituciones, a los pasivos parroquianos que vegetan en los cafetines de Argel como a los torvos mandos del ejército, a los fundamentalistas “hijos de la bomba y la parabólica” como a los hombres de empresa. Tras la larga noche del colonialismo, una guerra civil y un islamismo rampante, parece decirnos el autor, lo raro es que quede en la ciudad de los laureles piedra sobre piedra.

Los que, metidos ya en faena, alcancen la página 300, disfrutarán de un 'bonus' adicional. Un capítulo dedicado a describir la Alcazaba cuyas 30 páginas escasas forman parte de lo mejor que he leído en mucho tiempo. La escritura de Sansal se aclara para recrear magistralmente la atmósfera de este auténtico territorio comanche, con párrafos que envidiaría un Saviano y pasajes de emocionante belleza, como el que dedica a especular sobre la influencia de Argel en Cervantes.

Se trata, en fin, de una novela rica y compleja, de vocación totalizadora, valiente hasta el heroísmo –el autor vive amenazado desde hace años, pero ha renunciado a emigrar– y pesimista hasta tocar hueso. Su escuela no es la de Hammet ni Chandler, sino la de Sciascia, de aquel Sciascia de El contexto que reflexionaba sobre “la sustancia, la modalidad y la arrogancia del poder, la degradación de la convivencia civil, la imposibilidad de la justicia. En una palabra: la crisis de civilización que hoy estamos viviendo”. Ahora que Europa se ha quedado sin grandes escritores políticos, ¿deberemos cruzar el Mediterráneo para buscarlos en la orilla vecina?

18 enero 2012

Doble viaje por el tiempo

Solo

Rana Dasgupta

Duomo, 2011. Colección "Nefelibata"

ISBN: 978-84-9272-373-7

416 páginas

21,90 €

Traducción de Marta Alcaraz Burgueño

Gran Premio de la Commonwealth 2010



José Martínez Ros

Como explicaba el premio Nobel hindú V. S. Naipaul en el curso de una de sus desconcertantes entrevistas, la novela india nació tras el impacto de la modernidad -y del colonialismo- en el subcontinente: eso fue, junto a las diversas conmociones que sufrió tras la independencia, lo que creó una generación de escritores indios que tuvieron la necesidad de explicar su país, que estaba cambiando de forma acelerada. Yo agregaría otra influencia, y en este caso no social, sino puramente literaria: el realismo mágico de autores hispanoamericanos como Rulfo, Alejo Carpentier o García Márquez, que encontrarían unos insospechados discípulos en un país lejano e inmenso, tal vez porque en sus obras encontraban las herramientas narrativas que necesitaban para una sociedad con bastantes semejanzas de fondo: una estructura familiar patriarcal, grandes diferencias sociales, sojuzgamiento de la mujer, la convivencia de diferentes etnias y religiones, una escasa distancia de una hipermodernidad absoluta con bolsas ingentes de atraso y pobreza.

Su mayor adalid, y donde más perceptible, quizás, se advierte es, sin duda, en Salman Rushdie, cuyas primeras, espléndidas y mejores novelas, Hijos de la medianoche y Vergüenza, son descendientes bastardas de los Cien años de soledad garciamarqueños, pero también se aprecia en otros destacados novelistas como Vikram Seth (Un buen partido), Amitav Ghosh (El cromosoma Calcuta) o Arundhati Roy (El dios de las pequeñas cosas). Solo es el debut novelístico de otro joven autor angloindio, Rana Dasgupta, por lo que recibió el Gran premio de la Commonwealth 2010 y los elogios del mismo Rushdie, sobresale precisamente por su originalidad, aunque presenta algunas de las características comunes de estos autores: nos hallamos ante una novela voluminosa, de gran ambición, cuya trama atraviesa décadas y complejas relaciones familiares.

Pero, para nuestra sorpresa, no está ambientada en Asia, ni siquiera en Inglaterra, sino en el este de Europa, en Bulgaria, donde Ulrich, un centenario que ha perdido la vista y se prepara para la muerte rememora su vida, cruzada por los grandes cataclismos de la historia del siglo XX: las encarnizadas guerras balcánicas, las dos guerras mundiales, la época de dominación nazi y la soviética y su fascinación por la ciencia química y la música. A lo largo de ese periplo, perderá sucesivamente a su padre, a su mejor amigo, a una esposa que lo abandona con su único hijo y a su madre: se encuentra, pues, completa y absolutamente solo. El personaje de Ulrich nos recuerda poderosamente, además, a uno de los prototipos más habituales de la novela rusa clásica: el del hombre sin especiales cualidades, el ciudadano anónimo arrastrado por el temporal de la historia, pero que, a pesar de los pesares, intenta salvaguardar su dignidad y una mínima libertad personal: hay mucho, por ejemplo, del Doctor Zhivago de Pasternak en el Ulrich de Daguspta. La novela, asimismo, destaca por otro elemento más imprevisible: a partir de cierto momento, pasamos de los recuerdos del protagonista a sus ensoñaciones, ambientadas en el mundo contemporáneo, en las que los personajes que ha conocido, amado, perdido u odiado adquieren nuevos roles. El cambio resulta sorprendente e inesperado: digamos que de ir montados en el transiberiano, de repente nos encontramos en una superautopista californiana; y del mundo soviético pasamos al Glamourama de Easton Ellis; y las páginas se llenan de sexo, drogas y rock. Si la primera parte de Solo podría haber sido filmada por David Lean, la segunda podría servir de base a una película de Danny Boyle o incluso Gaspar Noé.

Aunque existen bastantes paralelismos entre una parte y otra, podemos afirmar con justicia que estamos leyendo otra novela, incluida en el mismo tomo, pero autónoma. Desde luego, este quiebro puede desconcertar, y mucho, a un lector desprevenido, aunque ambas novelas se sostienen en la prodigiosa capacidad inventiva de Dasgupta.

No es una obra exenta de errores -se trata de una primera (doble) novela-: hay diálogos pobres, escenas demasiado esquemáticas, personajes tan bondadosos o inevitablemente malvados que suenan a tópico. No obstante, la demoledora imaginación de Dasgupta resulta tan abrumadora que no queda sino dejarse llevar y uno comprende que el venerable New Yorker la haya designado como una de las mejores novelas de 2011.

17 enero 2012

Saltar, caer, levantarse



Dios nunca reza

Patxi Irurzun

Alberdania, 2011

ISBN: 978-84-986-8319-6

152 páginas

17 €





Daniel Ruiz García

Escribir no es ningún deporte de riesgo. No nos hace ningún bien, o al menos no nos hace más bien que mal. Aunque mucha gente así lo crea, los que escribimos no somos personas más inteligentes que los que no lo hacen. Estamos en la media de la torpeza y la idiotez, con el plus, casi siempre, de una proporción de vanidad más que considerable. Escribir es una acción, un verbo, un estar, pero ese estar no suele ser nada agradable. Sobre todo cuando lo que escribes apenas se compra y se lee, comparado con, pongamos, cualquier bestseller que se distribuye en las tiendas de los aeropuertos o en los Carrefour. Porque -y este es otro malentendido bastante extendido entre los ágrafos- los escritores suelen ser gente más bien pobre, o en todo caso, si tienen liquidez, no la han obtenido precisamente de la literatura. Muchos de los que publican libros apenas llegan a fin de mes. Hay muchas formas mejores de hacerse rico. Y probablemente, con bastante menos esfuerzo. Porque escribir es algo muy desagradecido: visto desde una perspectiva material, resulta absolutamente miserable la correspondencia entre el esfuerzo que supone escribir una novela y los rendimientos económicos que ello reporta. Aun así, muy pocos de los que empiezan a fumar de este tabaco son capaces de dejarlo, de manera que acaban sometidos de por vida a esta suerte de sacerdocio de pobres, consagrados a una vida de arrastre detrás de palabras y letras que acabarán llevándolos a la muerte como un inevitable cáncer de pulmón.

Dios nunca reza es un libro de memorias pero también es una novela biográfica sobre las miserias, servidumbres, renuncias y pequeñas alegrías de un escritor tocado por ese infortunado vicio. Un escritor joven que no obstante lleva años predicando en los desiertos de la literatura y recibiendo a cambio escasos beneficios y parcas satisfacciones. Es un diario íntimo que conmueve desde el primero hasta el último capítulo, porque exuda sinceridad. Una sinceridad, casi siempre, muy dolorosa. Porque Irurzun es consciente de que, por más desagradecido que resulte ese vicio, por más que le haga toser y le supure bilis, no podrá renunciar a él hasta la muerte.

No se piense, por el tono de mis palabras, que estamos ante una obra de tintes románticos, grandilocuente, apasionada. La miseria está ahí, pero Irurzun la aborda con naturalidad. Con la misma naturalidad con que uno asume, por ejemplo, una enfermedad de diabetes que deberá acompañarlo de por vida. El registro del dietario le permite a Irurzun realizar una contabilidad exhaustiva de sus desvelos cotidianos como escritor, pero también como padre y “prepadre”, como esposo, como amigo… En realidad, la obra puede leerse como una novela intimista sobre una mudanza, la mudanza de un escritor hacia otra casa junto a su mujer y su hijo, pero también la mudanza interior de un escritor que no quiere renunciar a serlo por encima de las miserias laborales y los trabajos castrantes y embrutecedores.

Me he sentido muy cercano a los desvelos de Irurzun en esta novela. Su estilo es llano, limpio, sencillo, con momentos de gran explosión lírica, y de forma muy especial en el último tramo. Es, así lo pienso, un libro muy hermoso, que arañará especialmente a todos aquellos que, como quien esto suscribe, sobrelleva como puede este insano vicio de la escritura, encallado a fuerza de golpes, acostumbrado a un programa creativo precariamente construido a base de verbos: saltar, caer, levantarse.

16 enero 2012

Erudición insuficiente


Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores

Daria Galateria

Impedimenta, 2011

ISBN: 978-84-15130-17-8

198 páginas

18,95 €

Traducción de Félix Romeo


Sara Mesa

Hace no mucho Lucía Etxebarría hizo público un comunicado en el que, como protesta ante las descargas ilegales de su último libro, anunciaba su decisión de no escribir durante un tiempo. Argumentaba que, debido a la bajada de las ventas, no podía sostener su estabilidad económica, por lo que se vería obligada a buscar otro trabajo, lo cual le impediría escribir, ya que no veía compatible dedicarse a otro empleo, cuidar de su hija y además sacar tiempo para sus libros. "No quiero llegar a casa derrengada y ponerme a escribir a partir de las ocho. Lo hice con veinticinco años. Entonces me sobraba energía y no tenía una hija. Ahora no me siento capaz de repetir el esquema”. Más allá del debate sobre las descargas, lo que me llamó la atención fue la oposición irreconciliable que la escritora planteaba entre tener un trabajo alimenticio (“otro” trabajo) y escribir, olvidando quizá que muchos de nuestros mejores escritores -desde luego mucho mejores que ella- se ven actualmente obligados a trabajar en los oficios más dispares y lejanos a la literatura que se puedan imaginar.

La relación entre el trabajo (concebido como obligación para subsistir económicamente) y la escritura siempre me ha inquietado. ¿De dónde saca uno tiempo para escribir si pasa su jornada en otro empleo? ¿Es bueno para el escritor dedicarse en exclusiva a la creación? ¿Qué riesgos tiene la institucionalización del oficio de escribir? ¿Condiciona la libertad? Y la independencia económica que genera otro empleo, ¿perjudica la concentración, las oportunidades de moverse, viajar, relacionarse con otros escritores? ¿Hace peligrar la continuidad, la formación, otro tipo quizá de libertad? O al revés: ¿beneficia al estilo, acerca al escritor a otros ámbitos lejanos al mundo literario pero mucho más inspiradores?

Como en tantas cosas, en este asunto no solo influye la estructura socioeconómica del momento -la profesionalización de la escritura es relativamente reciente-, sino también las modas. Ahora lo que se lleva es poner en las solapas de los libros los trabajos de los escritores, aunque no todo tipo de trabajos: se valora por ejemplo que sean o hayan sido músicos, pinchadiscos, basureros, reponedores de supermercado, repartidores de periódicos. Sin ánimo de polemizar, pero ¿cuánto se ha explotado comercialmente el trabajo en la fábrica de cartón de David Monteagudo? ¿Suma o resta eso a su literatura? El debate me parece inagotable. Y también actual: en tiempos de paro hay que seguir hablando del trabajo, como bien ha hecho Isaac Rosa en La mano invisible.

Todo esto pone de manifiesto mi interés por el tema de Trabajos forzados, el ensayo en el que Daria Galateria, a través de la vida de 24 escritores, ha hablado de esos “otros oficios” y su relación con el hecho de escribir. Pero, o bien mis expectativas eran demasiado altas -yo esperaba algo más que una brillante sucesión de anécdotas- o bien, sencillamente, el libro defrauda porque, más allá de la apabullante exposición de biografías, no ofrece una reflexión ética y literaria sobre el asunto.

Evidentemente, hay elementos de valor innegables. El lector se va a encontrar con una edición preciosa, la traducción de Félix Romeo y un prólogo que es, para mí, lo mejor del libro (por eso se hace corto). Además, es más que probable que, de entre los 24 escritores seleccionados, haya un buen puñado de sus autores más admirados, de modo que leerá con gusto esas mini biografías que relacionan escritura y trabajo. Muchos de los hechos que se exponen tienen un gran interés por su capacidad de descender al detalle, la amenidad del relato y el variado retrato de los distintos perfiles de escritores.

Gracias a estas pequeñas semblanzas, nos encontramos con escritores atormentados por su oficio (Kafka, George Orwell), padeciendo penurias económicas en miserables trabajos manuales (Maxim Gorki, Jack London), incapaces de adaptarse al mundo laboral (Bukowski), pero también luchando contra el deseo de escribir (Svevo), inspirándose en su trabajo para sus obras (Boris Vian, Dashiell Hammett) o cómodamente instalados en tareas comerciales y burocráticas (T.S. Eliot, Jean Giono). El catálogo es apasionante y la labor de documentación es, desde luego, sorprendente.

Así, me ha encantado leer la dura historia de Gorki, los múltiples trabajos miserables que se vio obligado a desempeñar desde los once años en un entorno violento y de gran dureza física, lo que pobló su narrativa de desheredados; o la de Jack London, que llegaría a ser el escritor mejor pagado de su tiempo, pero que de muchacho trabajó casi como un esclavo en una fábrica de enlatado de conservas. También me interesaron los extravagantes empleos por todo el mundo de Blaise Cendrars y su vida agitada y extrema; las aventuras -algunas ciertamente peligrosas- de Dashiell Hammett como detective privado, y cómo acabó limpiando baños a consecuencia de la caza de brujas; el “descenso” social de George Orwell, que comenzó como policía birmano al servicio de la colonia británica y que, harto de los prejuicios raciales y de clase, acabó conviviendo en la calle con malhechores y vagabundos; la vida de obrero del acero de Bohumil Hrabal; la inquietante labor de Ottiero Ottieri como cortador de cabezas en un departamento de personal…

En el punto de lectura que viene con el libro estos escritores se agrupan con denominaciones afortunadas: buscavidas, 'bon vivants', animales políticos, burócratas atormentados, engranajes del sistema, fugitivos y correcaminos. Esta división es muy interesante; de hecho me pregunto por qué no se ha seguido este orden en el libro, estableciendo líneas de unión o disensión entre las biografías, planteando preguntas para la reflexión y el debate.

Porque, insisto, en esta acumulación de biografías no hay hilos que unan unas historias con otras y que nos permitan recapacitar sobre lo leído; no siempre el foco se sitúa en lo que significó para estos escritores, literariamente hablando, ese hecho de “tener que ganarse la vida”, o de verse forzados a enfrentar, en muchos casos, la estética a la ética. A menudo Galateria ofrece excesivos detalles (demasiadas fechas, demasiados nombres), que no siempre nos resultan relevantes. Hay erudición, sí, mucha, de la que gusta sacar en las conversaciones, pero para mí esto es insuficiente. Quizá esta decepción ha sido, como dije, una cuestión de expectativas, y no un fallo en sí mismo del libro, cuya orientación era distinta a la que yo esperaba.

Pero lo que sí veo claro es otra carencia: de los 24 autores seleccionados, solo hay una escritora: Colette. ¿Solo una? ¿Por qué solo una? El ámbito abarcado es amplio (escritores ya fallecidos, de varias nacionalidades, nacidos entre 1861 a 1940 y que produjeron sus obras a lo largo del siglo XX). ¿No podía haberse hecho un esfuerzo por incluir más escritoras? No es una cuestión de cuotas: es que resulta muy interesante hablar de “los otros” trabajos de las mujeres escritoras, a los que además, en muchos casos, debieron sumar el cuidado de la casa y de la familia. Quiero saber más de historias como la de Agota Kristof, que componía sus poemas mentalmente al ritmo del ruido de las máquinas de la fábrica de relojes y escribía por la noche, tras haber atendido ella sola a sus hijos, o la de Marguerite Duras, que comenzó como secretaria en el ministerio de las Colonias, o la de Eudora Welty, entusiasta publicista y fotógrafa, o la de Clarice Linspector, que se veía forzada a escribir con la máquina en las rodillas para poder sostener a su bebé al mismo tiempo; quiero saber más de los múltiples empleos alimenticios de Carson McCullers antes de conseguir publicar sus libros, o de los fracasos para encontrar empleo y la difícil subsistencia de Marina Tsvataeva. Son solo ejemplos, pero seguro que hay más, tiene que haberlos. ¿Por qué no están en este libro? Yo no tengo ni idea, así que se admiten respuestas…

13 enero 2012

La difícil duda


Al vuelo de la página. Diario 1990-2000

Juan Malpartida

Fórcola, 2011

ISBN: 978-84-15174-15-8

462 páginas

27,50 €



Rafael Suárez Plácido

En muchas ocasiones he tratado de escribir una suerte de diario, pero es cierto que es una labor muy complicada: causaría demasiado dolor a mi alrededor. Me refiero, claro, a un diario real, donde no mintiera demasiado, donde escribiera lo que me ha gustado o no, lo que me hace daño, lo que me parece bueno o correcto o no tanto, y tratara de explicarlo como buenamente sé. Por eso cuando comencé a leer este libro de Juan Malpartida vi el cielo abierto: parecía exactamente lo que yo quería hacer y no podía. Se trataba de conjugar la idea del diario personal con el ensayo, o así lo creí entonces, cuando leí: “Ensayar no es pensar menos sino dudar más. El verdadero ensayista es socrático: sabe que no sabe y por eso anda buscando entre las palabras.

El diario de Malpartida se desarrolla durante algo más de diez años completos: los diez últimos del siglo pasado y, de alguna manera, tratan de ser colofón a la historia de la literatura y el pensamiento españoles de una parte importante de ese siglo, no sólo en España, sino en el ámbito de la lengua española. Sería complicado afirmarlo tajantemente, pero es posible que las miras estén incluso puestas algo más allá: ¿toda la cultura occidental?, ¿incluso una cierta recepción de la cultura oriental? Hay dos factores que apuntan en esta dirección: por una parte, la labor del diarista como traductor y crítico de textos de otras lenguas y, por otra parte, la otra figura central de gran parte de estos diarios que es el poeta y ensayista, y quién sabe cuántas cosas más, Octavio Paz.

Así tenemos casi quinientas páginas en las que el autor nos adelanta que nos va a ofrecer dudas y vueltas de tuerca sobre algunos de los temas que han ido llenando el pasado siglo XX, y su concreción en los campos de la Literatura y el Pensamiento, en las que no dejará de lado cualquier comentario que considere necesario sobre otras disciplinas más o menos culturales o existenciales. No es difícil sospechar que esta perspectiva, y más durante las primeras entradas del libro, me hicieron aparcar todo lo demás que estuviera leyendo durante unos días. Me atraía, muy especialmente, que no buscaba, o eso me parecía entonces, ser demasiado complaciente con nadie. Detesto los textos complacientes y los servilismos, aunque luego compruebe que esa connivencia sea real. Si lo es, la puedo soportar pero, aun así, casi siempre es aburrida la fascinación y buena parte de las complicidades e, insisto, sabemos que casi todas las veces es mentira.

El primer choque con la realidad del libro fue una entrada en la que comentaba la irrupción en México, siempre muy presente en estas páginas, del EZLN. Más concretamente se trata de un manifiesto que firmaron algunos escritores, en el que respondían -o así parecía verlo el autor-, a un artículo previo de Octavio Paz. Claro que se puede estar en contra del EZLN, ahí está toda la derecha de hecho, pero los argumentos que daba el diarista me empezaron a parecer tremendos y el comentario final absurdo y manipulador, trayendo a colación, además, uno de los temas tabú de aquellos años y todavía ahora. Como El País había publicado un reportaje que titulaba "Viva Zapata", se preguntaba: “qué será lo próximo que escriban: ¿que viva ETA?” Algunos de los firmantes del manifiesto defenestrados eran: Vázquez Montalbán, Haro Tecglen, Francisco Umbral y Manuel Vicent, y ya lanzó con infinito desprecio el término “comunista” contra ellos. Me llamaron la atención dos cosas: que de ellos sólo Vicent está aún vivo y que en algunos temas parecía que este Malpartida sabía mucho y dudaba muy poco. Tengo que aclarar que, hasta que empecé la lectura del libro, no sabía prácticamente nada del tal Malpartida, sólo que era articulista de ABC Cultural. Ni he leído su poesía ni sus otros textos. Aclaro esto, porque todo lo que iba leyendo me interesaba por igual. Algunos textos me fascinaban. De los primeros años, recuerdo además de su declaración de intenciones ya citada, algunos pasajes de su cotidianidad o la dificultad, aquí sí encontraba esa duda tan necesaria para no caer en el ridículo, de escribir el libro que él deseaba escribir. Ahí sí me podía sentir identificado. También en algunos encuentros o conversaciones con Paz y su mujer. En principio he de decir que me interesa la imagen de Paz que me ofrece este libro: la sensación de faro que alumbra su existencia literaria. Pero es que no todo es tan fascinante: aclaro que no me interesan nada los nacionalismos y menos aun tal y como los conocemos en España, pero de ahí a la opinión que sobre ellos muestra el autor hay un mundo. Es la sensación de estar siempre reclamando democracia al vecino y querer derribarlo por sus ideas. Vamos a ver: cuando un periodista de algunos medios en los que todos estamos pensando nos dice que el PNV hace constantemente apología del terrorismo o que usa los atentados de ETA en su beneficio, tenemos que pensar que estamos ante alguien a quien no hay que prestar demasiada atención o que trata de escandalizar o de sacar un beneficio convenciendo -ni siquiera convenciendo: halagando, escribiendo lo que su público quiere leer-, pero si quien lo da a entender es un escritor que presume de pensar y tratar de buscar la verdad o de satisfacer dudas, empezamos a ver que sus palabras, al menos estas, tienen poco valor. No deseo defender a nadie, y menos a algunos con los que no comulgo, pero estamos hablando de un sector de la sociedad que está plenamente integrado en las normas del sistema democrático como el que más, que incluso ha sufrido entre sus filas el azote del terror. ¿Somos o no somos demócratas? ¿O se trata de que hay que ser demócrata y, además, pensar como yo, o no tener determinadas ideas que yo detesto?

Por el libro desfilan decenas de nombres decisivos no sólo en los diez años a los que se refiere. Para el lector ávido de opiniones “heterodoxas”, no demasiado frecuentes en la cultura, es una factoría de sueños, aunque, eso sí, se duda poco. El pobre Montaigne se estará preguntando en su tumba por qué no le dejan en paz.

¿Qué es lo peor que se puede ser, según Juan Malpartida? Hay cuatro pecados que no perdona: dos ideológicos y dos, por así decirlo, literarios. Los dos pecados ideológicos ya están citados: ser comunista y ser nacionalista. No voy a extenderme más en ellos. Soy un hombre de izquierdas, de izquierdas de verdad, y me aburre soberanamente que me vengan con Stalin, ni con el telón de acero, ni siquiera con Cuba. Me parece tan lamentable como cuando a un cristiano le echan en cara la Inquisición, o el apoyo del clero a Franco o a Mussolini, ni siquiera los abusos de algunos sacerdotes a menores. Si lo desean, hablamos sobre el tema, pero en serio, por favor.

Los pecados literarios son también graves: haber firmado un documento en el que se rechazaba el cese de Félix Grande como director de la revista Cuadernos Hispanoamericanos y cuestionar a Octavio Paz como la figura más importante de la Poesía en español del pasado siglo XX. ¿Quiénes son los poetas y críticos más a tener en cuenta en este momento? Valente podría haberlo sido, pero al final deja claras sus desavenencias: demasiado egoísta, demasiado gruñón y además cuestiona a Octavio Paz, eso sí, tras no sentirse demasiado valorado por él. ¿Quién queda? Gamoneda, Sánchez Robayna, Jordi Doce y él mismo. Es curioso: sus amigos.

¿Puede un libro así resultar muy interesante? La respuesta es sí. Juan Malpartida sabe Literatura, vive Literatura. Más de la mitad de las páginas de este libro son para subrayar. No sólo las literarias: las páginas que dedica a su familia, a sus padres, a sus hijos a los que vemos crecer a su lado. La amistad y la admiración que siente por Octavio Paz, los viajes, la dificultad para escribir lo que deseamos. ¡Ah, esa dificultad! Sabemos que ha recibido recientemente el premio Fray Luis de León. Quizás sea una buena oportunidad para conocer su Poesía.