07 noviembre 2011

Destronado el 4 de julio


Parrot y Olivier en América


Peter Carey

Mondadori, 2011

ISBN: 978-84-397-2464-3

464 páginas

23,90 €

Traducción de Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté



José María Moraga


(El que esto escribe lleva una rachita de algunos libros “de coco y huevo” este año, por lo que siempre resulta un placer criticar una novedad con tal alto contenido en calidad literaria. Vayan estas líneas dedicadas a esos fieles lectores que siempre nos acusan de reseñar libros malos o faltos de interés.)

Más de un año después de su salida en inglés llega ahora a España la última (y magnífica) novela del escritor australiano Peter Carey: Parrot y Olivier en América. ¿Es esto mucho tiempo? La verdad es que no conozco tan bien el mundo editorial como para entender si se han dado prisa o no, lo que sí puedo afirmar categóricamente es que ya estaban tardando en publicarla en español. ¿Acaso es este un libro que va a cambiar el mundo, nuestra visión de la sociedad, la escala de valores? No tal. Pero... ¿habla de los mercados, de la indignación, de los ricos y del papel de la democracia, de las revoluciones populares que están tan en boga?

La respuesta a todo esto último sí es “sí”, pero no se refiere a nuestra época contemporánea, sino a finales del siglo XVIII-comienzos del XIX: la generación de los hijos de la Revolución Francesa. Y americana, pues no debemos olvidar que lo que en Europa se conoce por Guerra de la Independencia Americana al otro lado del charco ellos lo llaman ‘American Revolution’. Siendo esta antecedente directa de la Revolución de Francia y siendo las ideas de los Ilustrados franceses una causa de las dos, no es de extrañar la conexión entre ambas naciones (uso el término con todo su esplendor moderno) en aquella época. Curiosamente, las consecuencias de las dos convulsiones fueron diferentes: en Francia, la involución (Restauración Borbónica tras la debacle del Imperio) mientras que en los EEUU se dio paso al experimento democrático más duradero que ha conocido el hombre, tanto que hasta el día de hoy los norteamericanos se consideran el alfa y omega de la democracia.

En este contexto vivió Alexis de Tocqueville (1805-1859) pensador y jurista francés, adalid del liberalismo, cuya obra magna fue La democracia en América (1835-1840). Tocqueville fue un agudo observador, comentarista y divulgador en Europa de la aun joven nación, llegando a emprender en 1831 un viaje para estudiar el sistema penitenciario americano y su posible implantación en Francia. Hijo de nobles normandos venidos a menos durante la Revolución, siempre tuvo una posición problemática entre los viejos valores monárquicos y las nuevas ideas liberales. Inserto aquí esta “lección de Historia” porque tiene muchísimo que ver con la novela de Peter Carey. Uno de sus dos protagonistas (Olivier de Garmont) podría ser considerado un trasunto de Tocqueville, influencia que el autor no esconde, desde el epígrafe de la novela hasta sus “Agradecimientos”.

El Olivier del título es también un noble normando traumatizado por los estragos de la guillotina que, huyendo de los peligros de los vientos revolucionarios, es enviado por su familia a los Estados Unidos, so pretexto de estudiar su sistema penitenciario y escribir sobre él. El lector sospecha enseguida que Olivier de Garmont tiene bastante menos seso en la mollera que su original Tocqueville, ya que el noble que Carey inventa es prácticamente despachado a América por su madre para quitarlo de en medio. Una vez en los Estados Unidos, la suerte de aventuras que correrá Olivier evoca la mejor picaresca inglesa y americana, desde Fielding y Defoe a Mark Twain, autores todos que tenían un ojo puesto en nuestros Quijote y Lazarillo.

La trama picaresca se ve elevada a la estratosfera por el otro protagonista de la novela, el inefable John Larrit, alias Parrot (el Loro). Inglés, hijo de un impresor clandestino, aspirante a artista y pícaro por necesidad desde la infancia, este mitad lacayo mitad doble agente hace las veces de sirviente de Olivier en el Nuevo Mundo, en una más que problemática relación amo-criado que constituye la base cómica de la novela. Esta comicidad tiene su origen en no poca medida en la tensión existente entre el relato paralelo que ambos personajes hacen de los hechos, complementándose a veces, contradiciéndose muy a menudo. Así, lo que a ojos del noble Olivier supuso una canallada por parte de su infame criado, luego pasa a relatárnoslo un Parrot convertido en la parte injuriada.

Imposible (y no deseable) resumir aquí la muy episódica trama de la novela de Carey, baste decir que incluye pasajes de todo tipo, donde abundan el humor, irónico o bufo, la reflexión política, social o estética, el romance, el puro relato de aventuras y la sátira de costumbres. Todo articulado desde esa doble voz narrativa tan deliciosa, que permite al autor demostrar su virtuosismo: recordemos que Olivier es un aristócrata francés venido a menos mientras que Parrot es un don nadie buscavidas inglés, y cada uno se expresa como corresponde a su estatus.

¿Dónde está la urgencia, entonces, de traducir este libro y publicarlo en España, si se trata solo de una novela histórica? Permítaseme citar a Luis Manuel Ruiz, cuando dijo acerca de este popular subgénero que “el valor de una novela no viene dado por su fiel reconstrucción de los decorados y marco histórico, sino por su interés dramático y su calidad literaria”. Imposible no estar de acuerdo. Parrot y Olivier en América ofrece además -por si las anteriores razones no bastaran para justificar su importancia- una cierta lectura en clave contemporánea, acerca de los balbuceos de nuestros ahora tan cuestionado sistema capitalista. Acerca de las relaciones entre dinero y poder, los cambios y las revoluciones y sus efectos sobre la vida de los hombres (hilarantes las observaciones de Olivier acerca del futuro de los EEUU, escritas y leídas con el beneficio de la posteridad), temas todos -como puede verse- de la más rabiosa actualidad.

Con estas credenciales quedará claro que considero el último libro de Peter Carey una obra maestra, una novela insoslayable de una de las voces contemporáneas más relevantes de la literatura en lengua inglesa y un absoluto deleite para el lector, que hará muy bien en ir corriendo a comprársela (y leerla).

04 noviembre 2011

Guatemalteco universal


Donde los Árboles

Humberto Ak’abal

Amargord, 2011

ISBN: 978-84-92560-67-7

186 páginas

10 €

Selección y prólogo de Chema Rubio



Alejandro Luque

Humberto Ak’abal suele recordar con una irónica sonrisa las palabras de Cristóbal Colón cuando se plantó ante la reina, recién llegado de las Indias, con dos indígenas encadenados. “Aquí le traigo a estos dos [no supo acompañar el determinante numeral con ningún sustantivo] para que aprendan a hablar”. Hace notar Ak’abal lo extraño que resulta que un marino políglota, que con certeza se desenvolvía bien en castellano, italiano y portugués, no alcanzara a entender que aquellos dos –¿hombres? ¿indios? ¿seres?– estaban tan facultados como él para el habla articulada, sólo que el suyo era un idioma distinto. Ese prejuicio ha permanecido vivo a lo largo del tiempo en todo el mundo, y hasta en nuestra vieja España se recuerda cómo se instaba a los gallego, euskera y catalanohablantes a “hablar en cristiano”.

Viene a cuento la anécdota porque Ak’abal se ha hecho poeta precisamente en la misma lengua que hablaban los indígenas ante los que Colón se hizo el sordo, la misma en la que sus padres y sus abuelos se dieron los buenos días, se declararon amor y despidieron a sus muertos: el maya k’iché. Y aunque este libro que reseñamos es el quinto de los suyos que ve la luz en España, todavía se trata de un autor poco conocido entre el gran público. Nada mejor que una antología como Donde los Árboles, tan hermosamente editada a pesar de algunos despistes tipográficos, para acercarse a él.

Hay varios caminos para llegar a la esencia poética de este guatemalteco que –lo explicaré más adelante– me atrevería a llamar universal. Una tentación comprensible es abordar su obra desde un punto de vista antropológico, pues parece evidente que los versos de Ak’abal poseen una valiosísima información acerca de su pueblo, de su cultura, sus costumbres y sus peculiares modos de convivencia. Sin embargo, a poco que se descuide el lector, ese prisma exótico puede relegar y hasta ocultar otros puntos de vista menos turísticos y paternalistas.

Propongo, pues, una lectura de la poesía de Ak’abal que escape del marco amarillo de la National Geographic. Alguna vez la he comparado, muy conscientemente, con la obra de un gran autor italiano, Tonino Guerra, que también escogió la amenazada lengua de sus antepasados, el romañolo, para edificar su poética; y que, a partir de esa herencia, desarrolla un discurso desnudo de retórica, atento a las cosas sencillas y eternas. Como en el caso de Guerra, casi todos los poemas de Ak’abal son breves, y no es raro que asome la ironía o el desenfado:

En el paraíso terrenal
estaba el árbol de la vida.

No había pecado,
no había muerte.

Sus hojas no se caían,
no se marchitaban.

Yo creo
que ese árbol
era de plástico.

La poesía de Ak’abal está llena aguaceros prodigiosos, de verdes intensos que brotan en las veredas, de amores por los que cruzan ríos invisibles, de fantasmas (“espantos” los llama él) que acuden del más allá como quien cruza la calle. Es profunda y orgullosamente maya, pero no traza un mundo cerrado, cualquier lector del mundo puede sentirse concernido por lo que cuenta, de ahí su inapelable universalidad. A veces el tono roza la contención extrema del haiku, otras adopta un tono reflexivo, existencialista, como de proverbio oriental:

De vez en cuando
camino al revés:
es mi modo de recordar.

Si caminara solo hacia adelante,
te podría contar
como es el olvido.

Otros textos nos sumergen de lleno en los sonidos del maya k’iché. Es ejemplo más popular es "Cantos de pájaros", un poema construido sobre onomatopeyas que habría hecho las delicias de los vanguardistas europeos de principios de siglo XX. “En mi país", suele explicar Ak’abal, "los pájaros se designan con la transcripción de sus cantos, de modo que nombrar a un pájaro es cantar con él”.

Creo que las nuevas vanguardias y los experimentos poéticos que la nueva centuria nos tenga reservados no sólo pueden convivir con esta poesía humilde, austera y tan estrechamente vinculada a la Naturaleza, sino que se antoja absolutamente necesario. Ahora que creemos haber alcanzado cimas de tecnificación y progreso, urge desandar de vez en cuando el camino para comprobar qué cosas hemos dejado atrás. Y pobre del poeta, del ser humano que se olvide de conversar con las piedras, de saludar por su nombre a los árboles y de hablar de usted al mar: será el modo seguro de que todo eso desaparezca a su alrededor y acabe teniendo como únicos interlocutores a los inexpresivos y célibes monigotes de los semáforos.

03 noviembre 2011

El amargo Ambrosius

El monje y la hija del verdugo

Ambrose Bierce

Libros del Zorro Rojo, 2011

ISBN: 978-84-92412-47-1

138 páginas

22,90 €

Traducción de Patricia Willson

Ilustraciones de Santiago Caruso


Fran G. Matute

Más que merecido resulta el Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial de 2011 a Libros del Zorro Rojo. Sus ediciones no sólo son hermosas y bien cuidadas sino que su catálogo, eminentemente infantil y juvenil, presenta una extraña coherencia interior que no es otra que la de educar desde la cultura, adaptando los lugares comunes del aprendizaje a los nuevos tiempos. Una editorial joven y atrevida, que últimamente está rescatando algunas de las grandes obras clásicas (desde Kafka o London a Gómez de la Serna o Cortázar) poniéndolas de nuevo a disposición del público adolescente sin caer en infantilismos o rebajando contenidos. En el marco de lo anterior traemos a colación esta primorosa edición de El monje y la hija del verdugo (1892), 'novella' escrita por el enigmático Ambrose 'Bitter' Bierce a partir de una leyenda bávara acontecida a finales del siglo XVII.

El monje y la hija del verdugo resulta ser un extraño híbrido estilístico, una mezcla de trascendentalismo y literatura gótica, como si hubiese sido escrito a la par por Edgar Allan Poe y Nathaniel Hawthorne, curiosamente dos de los autores que reconocieron en vida la influencia de Bierce en sus obras. El puritanismo, la convivencia con la naturaleza, el poder reverencial ejercido por la Iglesia y hasta el romanticismo exacerbado, son los temas que se tratan en este relato que ciertamente supone una 'rara avis' en la bibliografía de Bierce, asociada históricamente con las tragedias militares que vivió durante la Guerra de Secesión, como sus famosos y fantasmagóricos Cuentos de soldados y civiles (1891).

Las siempre efectivas y efectistas ilustraciones de Santiago Caruso ayudan a resaltar el lado más fantasioso de esta historia que narra la particular caída en los infiernos de un joven e inocente monje -llamado casualmente Ambrosius- que queda profundamente enamorado de la hija del verdugo de una aislada zona rural y que, confiado en estar embarcado en una misión divina, hará todo lo que sea necesario por protegerla de los peligros que acechan su pureza. Ambientado en un paraje natural inquietante, en el que los lagos, los ríos y los árboles pertenecen al reino de las pesadillas. Bosques y montañas llenos de misterios y habladurías, paisajes éstos habitados por prejuiciosos campesinos temerosos de la ira de Dios y del Diablo. Bierce consigue, sin mucho esfuerzo narrativo transportarte al campo de la desolación y la locura, extrayendo el misterio precisamente de la belleza de las cosas naturales: una flor hermosa y escurridiza como la 'edelweiss', una laguna escondida, unas raíces recolectadas...

Y lo más curioso del caso es que Bierce no necesita introducir en el texto elementos de corte fantástico para mostrar el lado más desasosegante de esta leyenda germana. Le basta con incidir en el miedo reverencial que ejercía la Iglesia sobre las simples mentes campesinas para dar vida a todo un imaginario psicológico de pecados de la carne y castigos divinos. Es en esa delgada línea de la culpa donde reside el lado más misterioso de El monje y la hija del verdugo. Una historia que haría las delicias de mentes retorcidas como, por ejemplo, la del director M. Night Shyamalan, que fácilmente podría encontrar en estas páginas más de una fuente de inspiración.

El monje y la hija del verdugo nos remite a una literatura de iniciación, que promueve la imaginación del lector desde la inocencia y la fantasía. Los que nos criamos con H. P. Lovecraft y Los mitos de Cthulhu, sabemos qué significa esto y lo impagable de su aportación. No pierdan de vista al zorro rojo. Sus hijos se lo agradecerán.

02 noviembre 2011

En contra de la muerte


Tierra inalcanzable. Antología poética

Czeslaw Milosz

Galaxia Gutenberg, 2011

ISBN: 978-84-8109-935-5

435 páginas

23,90 €

Traducción, selección y prólogo de Xavier Farré



Coradino Vega

El que quizás fuera el más grande poeta de su tiempo, según afirmó su colega el también Premio Nobel Joseph Brodsky, desconfió durante toda su larga vida de las capacidades de la poesía y, sin embargo, jamás dejó de escribir poesía. Desde sus más tempranos libros, publicados antes de la Segunda Guerra Mundial y en los que se observa la impronta irracionalista de la vanguardia francesa como cierta atmósfera de espera bucólico-apocalíptica, hasta sus diáfanos poemas de senectud que parecen implorar algún tipo de certeza metafísica, la conciencia de que “No hay lengua que baste para la belleza [o para el pensamiento o la revelación, podríamos añadir con otras muchas citas parecidas]” atraviesa una obra tan compleja, amplia y variada, como perseverante, amarga y transida de un anhelo menos similar a la fe que a la esperanza, a caballo siempre entre la ética y la estética, la sombra y la razón, y por encima de todo profundamente contradictoria. Pues no es Czeslaw Milosz (Szetejnie, Lituania, 1911 – Cracovia, 2004) un poeta fácil de etiquetar. En él comparecen desde Virgilio hasta William Blake, desde el gnosticismo judeocristiano hasta Auden, y encontramos tanto lo elegíaco (que no el lamento), como lo celebratorio (que no la autocomplacencia); tanto la honda reflexión, como la experiencia extática de lo cotidiano; tanto la escritura como vía de conocimiento, como un testimonio histórico que, lejos de describir la ignominia del siglo XX bajo los parámetros del realismo social, guarda una distancia que lo salvaguarda del moralismo por medio de una ironía que opera, más o menos visible, a lo largo de su trayectoria, como un bajo continuo.

Dice Adam Zagajewski ―cuya poesía, como la de Wislawa Szymborska, no sería la misma si antes no hubiese existido la de Milosz― que el autor de Regiones lejanas fue un poeta que combinó pensamiento y canto: un escritor intelectual y filosófico, y a la vez no. De hecho, aunque le incomodaran las grandes palabras y llegara a declararse cansado de la filosofía, Milosz no cesó nunca de formularse los grandes interrogantes. Al mismo tiempo, hay en él un recurrente arrepentimiento de haber aceptado la llamada de la vocación poética, una burla ―a veces inculpatoria, a veces autoparódica― del esnobismo y la imagen de vate visionario heredada del Romanticismo: “…Los poetas líricos, / lo sabía, suelen ser de corazón frío. / Es casi una condición. La perfección del arte / se consigue a cambio de esa deformidad”. Incómodo con el nacionalismo polaco surgido tras la ocupación alemana, hombre de izquierdas, colaborador en un inicio del régimen comunista (llegó a ser diplomático del gobierno en Estados Unidos), se exilió en 1951 aún más incómodo con la mezcla de seducción y amenaza, autocensura y fascinación, y persecución y hechizo, que le produjo el estalinismo. De ello habló en El pensamiento cautivo, ensayo en el que analizó el lento, pero irremediable, proceso de ceguera y entrega de los intelectuales de las Democracias Populares a las normas de conducta, pensamiento y creación impuestas por la Nueva Fe del marxismo-leninismo; un libro en el que se preguntó: “¿Por qué, aun alejado de la ortodoxia política, consentí yo mismo en formar parte del aparato administrativo y de propaganda?”; y respecto al que también acabó sintiéndose incómodo por eclipsar en occidente a su obra poética y convertirle en un estandarte de un mundo en el que se sentía igualmente extraño. Regiones lejanas, Ciudad sin nombre, Tierra inalcanzable u Otro espacio son títulos de algunos de sus poemarios que sirven de metáfora para colegir su condición de desarraigado, no sólo política o geográficamente hablando.

El mundo que habita en la poesía de Milosz es un mundo caído, destrozado por el horror ―tras la guerra su poesía se fue volviendo, alternativa y concienzudamente, cada vez más sencilla: “Siempre añoré una forma más amplia / que no fuera demasiado poesía ni demasiado prosa / y permitiera entenderse sin comprometer a nadie, / ni al autor ni al lector, a tormentos de orden superior”―, un mundo que el poeta observa desde la perplejidad pero también desde el deslumbramiento, nunca desde arriba (pues si de algo carece su ironía es de arrogancia), porque ese mundo es capaz de sacar lo peor pero también lo mejor del ser humano. Si creemos a Cyril Connolly cuando dijo que, para ser un verdadero artista, había que aceptar la vida en su completitud o rechazarla de lleno, Czeslaw Milosz estaría entre los primeros: “Mejor o peor, se ha cumplido la vida / Y un jardín de indulgencia nos ha reunido a todos”. Porque junto a la mirada irónica; la conciencia de los límites del lenguaje, del sufrir, de la escurridiza verdad y de la inexplicable contradicción del pensamiento; y la figura del poeta más como ciudadano que se pasea por la tierra que como portavoz o mesías o genio tocado por la varita de los dioses; el tercer pilar en el que se sustenta la lírica de Milosz es la epifanía. El hombre es un ser lisiado. Incapaz de aprehender el misterio esencial de la vida. De ahí la creación de un camino personal para llegar a comprender algo o, lo que es lo mismo, a Dios, que en Milosz tiene un componente más spinoziano que apostólico y romano. De ahí también que se haya dicho que su poesía sea profundamente religiosa, casi mística aunque sin llegar a la fase unitiva, porque en las epifanías de Milosz ―tan apegadas a lo real y tan capaces sin embargo de elevarnos por encima de lo que somos― percute siempre el anhelo de devolver el sentido original de comunicación con Dios arrebatado por el siglo XX.

“Materialismo, cómo no.
Con la condición de que sea lo suficientemente dialéctico.
Es decir, que sepa usar hábilmente el corazón y la cabeza,
El alma y el cuerpo, la vida y la muerte,
Que no evite preguntas sobre las cosas definitivas,
Y considere igual de importantes los argumentos de los creyentes y no [creyentes”.


Su amigo Joseph Brodsky lo definió como el más grande de su época, que fue casi todo el siglo pasado, porque en el núcleo de su poesía encontraba, como en ninguna otra, la convicción inquebrantable de que el hombre no es capaz de comprender su experiencia, pero también de que cuanto más tiempo lo separa de ella, menos son las posibilidades que tiene para comprenderla. Los tres últimos poemarios de Milosz se preguntan por lo que vendrá después de la muerte. Son una despedida, un deseo y un sereno y a la vez desesperado interrogante. Pero el anhelo de trascendencia de un anciano del todo lúcido en la recta final de su vida, nunca solemne y mucho menos consolador o autocompasivo, no le impide seguir maravillándose mientras llega (y si llega) con las bondades que florecen entre el horror de la tierra.

Esta impagable antología, magníficamente seleccionada, traducida y prologada por Xavier Farré, viene a rescatar en el año de su centenario al extraordinario poeta que fue Czeslaw Milosz, quien, como muchos otros grandes escritores del siglo anterior (estoy pensando en Koestler, por ejemplo), también ha tenido que pasar en España por su correspondiente purgatorio. Ojalá anime a reeditar algunos otros títulos suyos que, como El pensamiento cautivo, son ahora mismo tan difíciles de encontrar en castellano. En ellos, Eros acaba venciendo a Tánatos.

31 octubre 2011

Houellebecq en Carabanchel



Ejército enemigo

Alberto Olmos

Mondadori, 2011

ISBN: 978-84-3972-463-6

288 páginas

18,90 €




José Martínez Ros

De las seis novelas anteriores de Alberto Olmos, sólo he leído El talento de los demás y recuerdo que no tuve una impresión demasiado positiva: me pareció una obra muy ambiciosa (lo que me sorprendió en su momento, ya que por algún motivo lo tenía clasificado como un émulo de la desdichada generación del Kronen), pero irregular, que combinaba algunos brillantes pasajes satíricos con escenas que se alargaban interminablemente y monólogos que no funcionaban. Cuatro años después, nos llega Ejército enemigo, una obra mucho más interesante, y que me obliga a reevaluar a su autor.

Ejército enemigo empieza con un homicidio: Daniel, un joven de la alta burguesía madrileña, pero profundamente idealista y concienciado, ha aparecido, muerto a golpes, en un solar; y ha legado a un amigo Santiago, un publicista mediocre, adicto a la pornografía cibernética y desengañado, una palabra: la clave de su correo electrónico. Al principio por azar, y después absorbido por su investigación, que le lleva a conocer a diversos amigos y familiares de Daniel, Santiago irá descubriendo que su amigo había decidido pasar a la “acción directa”… Y lo más paradójico para él: que fueron sus palabras, poniendo en solfa todo el montaje de la solidaridad institucionalizada, las que pudieron llevarlo a su fin. En contra de lo que pudiera parecer con esta sinopsis, en Ejército enemigo el componente de “crímenes”, de “novela negra” es mínimo, un pretexto y, en las páginas finales, un problema argumental que el autor evita más que resuelve.

Olmos se centra en los aspectos sociológicos y satíricos de su historia. En los primeros, debe mucho, probablemente, al Houellebecq de Ampliación del campo de batalla o Plataforma; y, como crítica devastadora del buenrollismo y la doble moral de las sociedades de occidente que han transformado la solidaridad en un producto de consumo, ya sea como discos de artistas “comprometidos”, películas, chapas o libros (los cientos de miles de ejemplares vendidos de ¡Indignaos! publicado en un sello del Grupo Planeta, que a su vez edita el periódico La Razón, es un excelente ejemplo), así como en las descripciones del “mundo mental” de los jóvenes solidarios de buena familia y del “mundo físico” degradado de los barrios periféricos de Madrid, resulta impecable (e implacable) y es con mucho lo mejor de la novela.

En lo segundo, la influencia predominante, el referente, es Palahniuk: el Ejército enemigo de Olmos recuerda mucho a El Club de la lucha. Por ese lado, son más acertados los fragmentos dedicados a las redes sociales o la pornografía en Intenet (aunque Roberto Valencia le sacó mucho más partido en sus magníficos relatos de Sonría a cámara) que a ese subterráneo Ejército enemigo que debería funcionar como motor de la narración y que en ningún momento transmite la sensación de paranoia y locura de la primera y mejor novela de Palahniuk. Es probable que Olmos haya elegido un argumento demasiado enloquecido que sólo se sostiene -apenas- gracias al armazón de una escritura eficiente (en ocasiones, efectista en exceso), pero muy apegada a lo real.

El libro de Olmos se acaba deshinchando por los huecos y dudas que nos deja su titubeante resolución, centrados en el personaje clave de Manuel, acerca del cual el narrador descubre (nos dice) demasiado poco y una larga escena de mentiras y confesiones -la fiesta- rematadamente cursi (hasta ponen la canción favorita del muerto). Esto sucede tras un par de centenares de páginas a menudo realmente brillantes, dotada de una saludable ferocidad, así que acabamos convencidos de que, a pesar de sus defectos, Ejército enemigo es un libro interesante que no deja un mal poso y que será muy discutido e irritará a unos cuantos. No sé si Alberto Olmos terminará escribiendo su gran novela, pero ahora creo está en el buen camino.