25 enero 2010

Cambalache

Por favor, sea breve 2 . Antología de microrrelatos

Edición de Clara Obligado.

Páginas de Espuma, 2009

ISBN: 978-84-8393-011-3

250 páginas

15 euros


Javier Mije

El microrrelato me tiene muy confundido. El género tiene sus profetas, sus exégetas, sus códigos teóricos, sus editores, sus detractores, e incluso una nómina no desdeñable de autores que lo tienen como segunda o tercera residencia, mientras construyen los cimientos de alguna novela que los consagre de verdad como escritores. Esta última afirmación es sólo una ocurrencia. No coincide del todo con mi pensamiento. Es injusta, indocumentada y pueril. Debería haber terminado en la papelera y no en una reseña literaria. Es lo que ocurre con algunos microrrelatos: no deberían haber sido escritos, no deberían haber sido publicados. Lo que los críticos más partidarios de la causa afirman de los microrrelatos me parece casi siempre hiperbólico –un gran Retablo de las maravillas que no alcanzo a ver-. Lo achaco a la inseguridad de un género que intenta ganarse poco a poco el respeto de los lectores. Examinemos la siguiente frase del prólogo de Clara Obligado a esta antología: “las buenas minificciones y los buenos escritores son legión”. ¿Qué ocurriría si la extrapoláramos a otros géneros, a otros aspectos de la vida? Los buenos poemas y los buenos poetas son legión. Las buenas novelas y los buenos novelistas son legión. Las rubias de ojos verdes de mi agenda son legión. No es verdad, lo exquisito es por definición deficitario, raro, y como dice el tango de Santos Discépolo, “revolcados en un merengue y todos manoseados”, el problema de las antologías es esa mezcla que sirve en un mismo plato obras de calidad diversa. Pero sigamos. ¿Qué sentido tiene escribir microrrelatos? ¿Es sólo un ejercicio de diletantes, un fraude literario como algunos han afirmado? Escribir cuentos muy breves tiene todo el sentido. El mismo que escribir ensayos, novelas, enciclopedias, sonetos o letras de canciones. Ni el sentido ni el placer -de la lectura, se entiende- residen en el tamaño. El sentido, cito a un lingüista cuyo nombre no recuerdo, “es aquello que evita que el lector, al acabar de leer una narración, diga: ¿y qué?” “Bueno, ¿y qué?” es mi anotación más frecuente, me temo, cuando leo microrrelatos.
Redacto estas consideraciones desde mi gran aprecio al microrrelato. El microrrelato, digamos, me duele. Me gusta escribirlos y sé lo difícil que resulta. Escribir corto no es escribir fácil. Me gusta leerlos y sé que la excelencia es infrecuente. Pero un libro de microrrelatos es siempre una promesa del tipo que pocos artificios literarios ofrecen. Resulta excitante pasar la página de cualquier recopilación de minificciones con la certeza –con la esperanza al menos- de que al otro lado nos espera una nueva historia, alguna extraña puerta que la voluntad de un autor ha decidido abrir en la realidad para ampliar nuestra visión del mundo, alguna iluminación que no llegamos a comprender del todo pero en cuyo revés intuimos la solvencia de un gran escritor, la constatación de que la vida podría ser de otra forma y de que el lenguaje bien empleado está ahí para desvelárnosla. Todas estas son sensaciones que he experimentado al leer algunos de los mejores textos de esta antología. Hay aquí más de una docena de microrrelatos excelentes y otro buen puñado de ellos de gran dignidad, notables incluso, y puedo afirmar que lo bueno es lo predominante en la selección de Clara Obligado. Bien por Ángel Olgoso, Shua, Raúl Brasca, Rafael Camarasa –qué terriblemente bueno es su Daguerrotipo-, Merino, Barragués Sainz, Luisa Valenzuela, Neuman y algunos otros. Bien por el editor que tanto está haciendo por las formas breves. Pero también es justo constatar que al lado de textos soberbios hay otros triviales, previsibles, sin sustancia, anecdóticos, irrelevantes, de una peregrina ingenuidad, faltos de hondura y de ambición literaria, en modo alguno antológicos. O dignos de una antología del “¿y qué?”. ¿Es un problema de esta selección? Yo diría que no. Es sólo un síntoma de la inestabilidad de un género que no ha terminado aún de definirse.
Quizá deberíamos proponer entre todos algunas ideas que contribuyan a normalizarlo. Mi primera tesis es que hay autores que no se toman en serio la escritura de microrrelatos, que los abordan sin el respeto con que afrontarían modelos literarios más consagrados. Escritos en horas bajas, con resaca, o en la servilleta de un restaurante, el microrrelato se convierte en un cajón de sastre para creaciones que no tendrían que haber salido del cajón del escritorio. Por otra parte, a los críticos, prologuistas, antólogos y académicos interesados en la ficción breve yo aconsejaría algo más de modestia. Debemos reivindicar la dignidad, dificultad y calidad literaria de los microrrelatos. Pero me parece un error hacerlo desde la hipérbole. Los microrrelatos no son siempre poéticos, insumisos, rompedores, revolucionarios, fulgurantes, explosivos, lúdicos y multiorgásmicos. No vendamos motos. No hace falta. La mayoría de las novelas tampoco son así y el género goza de una magnífica salud. Si alguien me dice que un microrrelato que consiste sólo en un punto y aparte es una obra maestra pienso que me está tomando el pelo. Si alguien afirma que le causa terror un cuento del tipo: “Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta”, pienso que me quiere dar gato por liebre. El exceso de entusiasmo en la crítica genera falsas expectativas y puede defraudar la lectura de obras que no aspiran a transformar el mundo ni a dinamitar las formas literarias. Un microrrelato no es el Che Guevara. Un microrrelato no cura el cáncer. Es sólo una historia contada en pocas palabras. Ni más ni menos eso. Una historia que a veces hay que leer al sesgo, y que requiere de los lectores cierto esfuerzo interpretativo, cierta paciencia, cierta relectura. No ingerirlos de forma masiva sería mi consejo a los lectores. Dejarlos madurar en la mesita de noche durante algunas semanas. Las relecturas producen sorpresas. A veces uno despierta de la siesta y encuentra la respuesta a esa pregunta maliciosa del “¿y qué?”. Es ahí donde, junto a las gafas y el reloj despertador, tengo desde hace años el famoso cuento de Monterroso.

5 comentarios:

Jesús Cotta Lobato dijo...

Me parece muy revelador cuanto dices. A veces he leído microrrelatos que parecen más bien notas en esa libreta de posibles argumentos que suelen tener escritores.

Luis Manuel Ruiz dijo...

Queridísimo: excelente crítica (como siempre) y un análisis muy lúcido que comparto al ciento por ciento.

Abrazos

Rafael Suárez Plácido dijo...

Yo, en cambio, desde el más profundo respeto al lector y al crítico, disiento con varias afirmaciones de la crítica.
Es obvio que en la antología hay relatos buenos y otros menos buenos. Pocas antologías de cualquier otro subgénero escaparían a esa afirmación, incluso las consideradas canónicas. En todo caso el problema no sería de los autores, sino del compilador. Quizás hubiera que pedirle a ella explicaciones.
Con lo que nunca voy a estar de acuerdo es con el comentario sobre el microrrelato de Monterroso. Pero para eso estamos aquí, para dar nuestras opiniones.
Un abrazo.

MediterráneoSur dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Rubén Díaz dijo...

Felicidades por la crítica.

Un saludo.