02 febrero 2011

La vida que no vemos


Mi perra Tulip

J. R. Ackerley

Anagrama, 2011

ISBN: 978-84-339-7551-5

192 páginas

19,50 €

Traducción de Adriana Astutti

Prólogo de Elisabeth Marshall Thomas


Manolo Haro

¿Dónde se esconden las trufas temáticas de la literatura? ¿Qué buscador experimentado da con esas preciadas piezas de restaurante y las sirve en sofisticados platos para degustación de paladares engolfados por las revistas de moda y El País Semanal? Stephen Vizinczey, en su excelente libro Verdad y mentiras en la literatura, aconsejaba en el apartado octavo de su decálogo para novelistas en ciernes lo siguiente: “No adorarás Londres–Nueva York–París”. Nada decía, en cambio, de lo que se pudiera mover entre las hormigueantes calles de estos monstruos urbanos. He aquí una pequeña historia que palpita en las calles de London que bien pudiera parecer a simple vista cuestión de poco interés literario, pero que a lo largo de casi 200 páginas nos lleva a sorprendernos sobre qué estamos leyendo exactamente y cómo lo leemos.

Mi perra Tulip (1956) de J.R. Ackerley (Londres, 1896-1967) es el relato de una relación íntima entre la voz narrativa y una hermosa hembra de pastor alsaciano. Basada en la experiencia personal del propio autor con la perra Queenie, cuyo propietario y amante de Ackerley, Freddie Doyle, se la cedió cuando estaba a punto de poner un pie en la cárcel por robo, esta novela autobiográfica es un ejercicio soberbio de algo poco común entre los escritores: prestar su voz para poner delante de los ojos de los lectores la sensibilidad secreta de los animales.

Para los que vemos cierto prosaísmo en el hecho de que un vecino sólo se relacione con su mascota por mor de las necesidades biológicas de ésta o por el innoble, y hoy tristemente de moda, uso de los animales como pendón enarbolable de estatus social o de conocimiento de lo que está
in, nos parece prodigiosa esta muestra sensible del revés de la trama. De hecho, Mi perra Tulip, tal como deja ver el autor en alguna parte (“también había mucha gente que sólo parecía tener en cuenta a los perros con fines utilitarios: un guardián para la casa o un entretenimiento para los niños”) plantea una reflexión sobre la felicidad de los animales y sobre los lábiles conceptos de castigo o placer, aplicados al mundo de los canes. “La ignorancia de los seres humanos con respecto a los perros es extraordinaria”, afirma Ackerley, y lo dice con auténtico conocimiento de causa: a medida que avanza en ir pintándonos diferentes pasajes de la vida de Tulip, vamos tomándole el pulso a los detalles más íntimos de la existencia canina: el celo, las secreciones, el flirteo, la reproducción, el parto, la cría, etc. El lector se encontrará con una sensación contradictoria y de extrañeza, provocada por la mezcla del lirismo que rezuman algunos pasajes que a su vez aparecen engastados en temáticas tan pedestres como, por ejemplo, la finalización del celo o el acto de masticar un conejo atrapado en el parque de Wimbledon.

Atención: este juego no es fácil ni tampoco casual. El autor nos pone entre la espada y la pared en escenas soberbiamente construidas en la que vemos el alumbramiento de ocho crías y su posterior proposición de matarlas. A nosotros sólo nos queda pasar una página más aguardando una pequeña brizna de esperanza que haga que aparezca el indulto por cualquier medio. He ahí la maestría de Ackerley: nos enseña la caprichosa condición de los humanos en contraposición a la nobleza de espíritu de un perro. Todo ello no es sino un intento de calcar en la tierra la presencia de un ser que a los ojos de su dueño es insustituible. Caminando de mañana por un bosque de abedules y de robles recuerda que allí mismo se adentró un hombre entre los matorrales de acebo y se envenenó; uno dejó este mundo guindándose de una rama; otro se ahogó en una ciénaga. Todas ellas, “vidas malogradas, frustradas, [que] pasan sin dejar huella”, permanecen amarradas al otro cabo desgastado y mugriento de una cuerda, que, en el extremo opuesto, el inglés ha colocado la memoria homenajeada de Tulip.

El libro está atravesado por la ironía y la mirada personal de un artista muy a tener en cuenta. El lector en español puede leer escasos títulos del autor en su lengua: éste que aquí se comenta, el también rescatado
por Anagrama Mi padre y yo en su colección Otra vuelta de tuerca y Vacación hindú: un diario de la India en Pre-textos. Su lectura es recomendable por su desinhibición a la hora de tratar en su época temas como la homosexualidad. Como es bien sabido, el afanoso trabajo del canon amarillista está reivindicando autores desde perspectivas tangenciales como la negritud, el colonizado, la homosexualidad, etc. Esta labor es aceptable en tanto que nos ayuda a conocer e introducir en un canon universal, sin propuestas atrabiliarias y resentidas, a personajes de una valía literaria por encima de otros condicionantes extra-artísticos. Es el caso de J.R. Ackerley.

Amigo de E.M. Forster, el cual le consiguió un trabajo en la India como secretario del Marajá
de Chhatarpur, fue también editor de la revista literaria The Listener, desde donde se descubrió y promocionó a escritores como Philip Larkin, W. H. Auden, Stephen Spender y Christopher Isherwood. Los ingresos por sus éxitos teatrales en Londres los dilapidó en orgías homosexuales entre actores, cosa que nunca le preocupó. Ackerley fue lo que se llamó un 'twank', término utilizado por marineros y guardias para referirse al hombre que paga por sus servicios sexuales. Forster le llegó a advertir: “Joe, debe renunciar a buscar oro en las minas de carbón”. Imagino que para “el brujo de Viena” (apodo cariñosísimo de mister Nabokov para Freud) hubiera sido un lujo recostar en su diván a un señor que en su primera versión de su obra autobiográfica Mi padre y yo escribió: “El pene de mi padre medía treinta centímetros y medio”. Descubran al hijo de la “Banana de Londres” (así era conocido su progenitor, famoso comerciante de fruta en la capital) y rechacen las falsas tonadas de sirenas de la última hora del siglo. En el estante de abajo de las mesas de novedades, palpitan joyas como ésta.

2 comentarios:

Fran G. Matute dijo...

De lo que entran ganas es de leerse "Mi padre y yo", que también ha sido publicado por Anagrama recientemente...

Siempre me han gustado las vidas de estos personajes de entre guerras que hacían de su capa un sayo y se pasaban por el forro de las absurdas convenciones de la época...

Laura dijo...

Qué buena reseña! Me ha dado ganas de buscar el libro aunque los perros no me gustan nada ;)