30 diciembre 2011

El irreductible valor de la tibieza


El doctor Zhivago

Borís Pasternak

Galaxia Gutenberg, 2010

ISBN: 978-84-8109-829-7

747 páginas

24 €

Traducción de Marta Rebón



Coradino Vega

Había empezado muchas veces a leer El doctor Zhivago pero siempre la dejaba para otro momento. Las imágenes de la película de David Lean me alejaban paradójicamente de la novela. Además, la letra de mi libro era pequeña y la traducción pésima. Por eso, cuando supe de esta edición conmemorativa a cargo de Marta Rebón ―de cuyo excelente trasvase del ruso había tenido constancia disfrutando la monumental Vida y destino de Vasili Grossman― volví a intentarlo con más placer que esfuerzo. Porque El doctor Zhivago es una de esas novelas-mundo en las que te instalas, te quedas a vivir en ellas unas semanas y te hacen sentir que la vida es más ancha, rica, compleja, hermosa y terrible de lo que suele verse por la calle. Una promesa de felicidad y conocimiento. Sin embargo, tras embriagarme un poco con el tacto y olor del nuevo libro, en una primera impresión, me topé con que la mayoría de los obstáculos que habían frustrado mis anteriores lecturas seguían de alguna forma presentes, pues si bien la nueva traducción había atenuado ciertos excesos retóricos, estructurales y narrativos de la edición antigua, no por ello El doctor Zhivago dejaba de ser la imperfecta novela de un consumado poeta.

Hay algo enigmático en que novelas como El doctor Zhivago hayan resistido tan bien el paso del tiempo cuando los resortes en que se sustentan han envejecido ostensiblemente. Personajes desdibujados, casi de cartón, como la fundamental Larissa Fiodorovna, de la que se ve su drama pero no su alma; diálogos inverosímiles que parecen disertaciones en prosa que en nada se diferencian de la voz del narrador; encuentros rocambolescamente dependientes del azaroso destino; desaforados apasionamientos de folletín decimonónico; intromisiones omniscientes; uso estancado de la descripción… ¿Es que Pasternak, tan ensimismado y cohibido por el aislamiento estalinista como Shostakovich ―que sí permaneció en contacto con la vanguardia europea―, no supo que Faulkner, Joyce, Virginia Woolf o Dos Passos habían virado las convenciones literarias hacia un punto de no retorno? ¿Ni siquiera tuvo acceso al anterior desarrollo del punto de vista de Henry James o del estilo indirecto libre flaubertiano? La respuesta parece que pasa más por la ignorancia alevosa que por la ignorancia en cuestión, es decir: en el caso de Pasternak, como en el de Lampedusa o en el de Singer o en el del citado Grossman, fue una decisión personal, perfectamente consciente, acorde con su propósito literario.

Aunque se la ha comparado con frecuencia con Guerra y paz, la novela de Pasternak no pretende la épica de su admirado Tolstoi: por más que comparta cierto afán totalizador, El doctor Zhivago es una obra esencialmente lírica. Por eso sorprende la obtusa cerrazón y el fanatismo del régimen que persiguió este libro e impidió su publicación hasta entrada la ‘perestroika’. Porque hay que estar muy obsesionado y ser muy paranoico para encontrar en El doctor Zhivago un ataque explícito a la Revolución de 1917. Es cierto que ése es el contexto histórico, el telón de fondo, el marco de la tragedia, pero El doctor Zhivago no es esencialmente una novela política: es una novela de amor y, en mucho mayor grado, una novela sobre el espíritu humano. ¿Qué la hace tan grande pues, si su forma parece anticuada y no hay una crítica frontal a la ideología soviética y sus setecientas páginas se rigen más por la cadencia de la poesía que por el ritmo de la narrativa? En mi opinión, la pasión con la que está escrita, la calidez de corazón que supera la hiel de su propio pesimismo, la humanidad que impregna la figura de Yuri Zhivago y que acaba resultando más poderosa por la contumacia con la que defiende el valor de la individualidad frente a los vaivenes de la Historia. Yuri Zhivago no es un personaje a la altura de los acontecimientos, uno de esos héroes que aparecen, por ejemplo, en las novelas de Víctor Hugo, seguros de cuál es su lugar en el mundo, qué partido tomar, qué hay que hacer cuando los hechos históricos avasallan con su fuerza demoledora las vidas de los individuos. Yuri es un antihéroe, un hombre cuya pasividad inicial llega incluso a desesperarnos con su resignación, fatalismo y aparente indiferencia, pero que acaba adquiriendo un valor ético y simbólico que redime a todo un arquetipo de hombres conscientes de no protagonizar la Historia, sino de sufrirla. ¿Quién empieza una revolución? ¿Quiénes mueren en ellas? ¿Quiénes instigan con las palabras y quiénes se acaban convirtiendo en sus víctimas colaterales? O más aún: ¿quién hace la Historia más allá de quien, al cabo del tiempo, le da sentido y orden a través de la escritura? ¿El marido de Lara, devenido Strelnikov, producto del cultivo y del calor y de los desenlaces de las justificaciones revolucionarias? Los personajes de El doctor Zhivago son zarandeados por el remolino de la guerra y el levantamiento bolchevique, separados, desgarrados, metamorfoseados, arrastrados a la muerte, indefensos en su fragilidad para hacer frente a ese peso. Y en los momentos heroicos puede que lo más heroico sea precisamente no ser nada heroico. Pasternak defiende así, mediante la figura de Zhivago, la serenidad como una manera de estar en el mundo, el apego a unos valores, al amor, a una vocación cultural y formativa, a la razón, a la ciencia, a una sentimentalidad que abarque una forma de pensar y actuar en consonancia. Esa “manera de estar” invoca, callada pero irreductiblemente, el derecho a no dejarse arrebatar por los entusiasmos colectivos, a dudar, a no abrazar la nueva fe impuesta a golpe de martillo. Cuando todos están obligados a tomar partido quizás lo más temerario sea la neutralidad que defienda, por encima de las ideas, la vida humana. Por eso, el derecho que enarbola el doctor Zhivago, con su actitud desapegada y tibia, es el derecho a ser como se es, a preservar la autonomía del hombre ante las coerciones sociales del momento o, como le dijo Camus a Sartre, a no poner el sillón a favor del viento de la Historia. Los arquetipos se repiten. Hay personas que tienen muy claro cuál es su lugar en el mundo, dónde está la verdad, qué debe ser la política, el arte o la crítica literaria. Yuri vindica, en voz queda, el derecho a la incertidumbre, no a la ignorancia de los ignorantes, sino al “no sé” resultado de una infatigable búsqueda de la verdad que le sitúe a la altura de los demás hombres, a la perplejidad, a no creer en el mesianismo basado en abstracciones como masa, pueblo o proletariado que borren en aras de la reforma social la existencia del individuo concreto.

En la dignificación ética de esas debilidades, tibiezas y carencias que son los atributos naturales del hombre está la grandeza de la novela de Pasternak. Ésa es su fortaleza: gritar en voz baja que no sólo los “fuertes” son dignos de respeto. Y para ello, Pasternak preponderó la pasión sobre la técnica, subordinando ésta a la creación de un artefacto imaginativo, extensión de su subjetividad y de la imperfección, con sus propias reglas internas de verosimilitud literaria, que intensificase la realidad por medio de una forma que, precisamente por anticuada, fue la más idónea para resaltar la permanencia del arte y el espíritu humano sobre los avatares de la Historia.

3 comentarios:

José Martínez Ros dijo...

Estoy totalmente de acuerdo en que es un libro de una legibilidad, incluso de una grandeza misteriosa, porque tiene casi todo para resultar caduco: anticuadas e interminables disquisiciones filosóficas, un montón de personajes acartonados, situaciones melodramáticas… Incluso diría que, releídos en paralelo, casi da la impresión de que Guerra y Paz, que es su modelo obvio, resulta más moderna. Supongo que tienes razón, y que la clave de su supervivencia está en la fuerza lírica de Pasternak, que después de todo es uno de los grandes poetas del siglo XX –cosa que reconocía hasta Nabokov, que odiaba su novela- y en el hallazgo genial de un personaje que se deja llevar por unas circunstancias que lo superan, pero tratando de mantener su dignidad personal; eso estaba ya en el Pierre de Tolstoi, pero Pasternak lo trabaja mucho más. Hace poco leí un tochón de un novelista angloindio, Solo de Rana Dasgupta y el protagonista es directamente una versión de Yuri. Y desde luego, me parece una novela muy superior a otros tochacos rusos que nos han vendido en los últimos tiempos, Los hijos de Arbat, Vida y destino, Moscoviada, etc, etc. Abrazos y buen fin de año a todos ;)

Daniel Ruiz García dijo...

Gran reseña. A mí me ha pasado lo mismo que a ti: he empezado el libro varias veces, pero lo he dejado. Y estuve tentadísimo de pillar esta edición, pero el impulso no fue drástico. Así que ahora me alegro.
En cuanto a tochos rusos, tengo ganas de hincarle el diente a "El don apacible". Sé que le persigue la etiqueta de panfletario, de propagandista, pero leí suelta una de las cuatro partes y me pareció enormemente solvente. Tarde o temprano caerá; Zhivago deberá esperar a otro tiempo.
Abrazo,

Coradino Vega dijo...

Sr. Martínez Ros, gracias por su comentario. Me alegro de que coincidamos. Aunque, para mí, "Vida y destino" es justa merecedora de todo tipo de alabanzas. Un abrazo y feliz año.

Sr. Ruiz García, lamento haberle disuadido un poco más de esta lectura, no era mi intención. Aunque no lo haya explicado quizás bien, le aseguro que merece la pena. Si algún día decide perseverar, creo que esta misma traducción está a punto de salir en bolsillo.