26 noviembre 2012

Fronteras movedizas


 
Poesía completa

Zbigniew Herbert

Lumen, 2012

ISBN: 978-84-264-2130-2

652 páginas

26,90 €

Prólogo, traducción y notas de Xaverio Ballester 



Antonio Rivero Taravillo
 
You learnt the lyre from him and kept it tuned”, escribe en un poema de su libro Electric Light Seamus Heaney. Quien según él aprendió del dios Apolo a tocar la lira y la mantuvo afinada es, como reza el título de la composición citada, el poeta polaco Zbigniew Herbert, a cuya sombra se dirige el irlandés en esos versos que acompañan en el mismo poemario a los de otras elegías dedicadas a Ted Hughes o W. H. Auden. Como se ve, lo sitúa entre grandes poetas de su predilección.

¿Pero quién era Herbert? Como escribe en su prólogo Xaverio Ballester, nació “en la Leópolis de la diócesis latina, la Lemberg de la Galitzia de los austrohúngaros, la polaca Lwów, la soviética L’vov y la actual L’viv ucraniana, detalle por sí mismo asaz significativo del trajín históricamente vivido en estos confines”. Fue eso en 1924. En 1941 ingresó en la resistencia contra el invasor nazi. Y en 1956 publicó su primer poemario, Cuerda de luz, al que siguieron otros ocho hasta su muerte en 1998. Estudió varias carreras universitarias y trabajó en lo que pudo. Tras varios viajes al extranjero, se instaló en París en 1963, repartiendo su vida a partir de esta fecha en estancias allí y en Varsovia. Autor de libros de diferentes géneros, es fundamentalmente poeta y a menudo, como sucedió con sus compatriotas que padecieron el régimen comunista, en su obra hay una elipsis, un velo, un humor, una sutileza que tienen mucho que ver con la censura impuesta, burlada mediante esa forma sutil y personal que colinda con los servicios secretos y que es, en el fuero interno de los poetas, la inteligencia a secas. Los últimos poemarios son ya de despedida, con una conciencia de la próxima muerte que recuerda al Cernuda de Con las horas contadas; así, Elegía para la partida (1990), donde comienza una larga lista de poemas de homenaje y en recuerdo de amigos y maestros, que alcanza hasta Epílogo de la tormenta (1998).

Formalmente, la poesía de Herbert tiene estos rasgos: la falta de puntuación, el sangrado de estrofas como subtextos o ramificaciones, la abundancia de poemas en prosa que trasladan las fronteras de los géneros (como las de la asendereada Polonia suya) y se acercan a menudo al microrrelato (en el que importa más el fogonazo lírico, la paradoja, que el elemento de ficción narrativo) y la recurrencia de una máscara (al modo de las de Hanrahan o Robartes de Yeats, no al de los heterónimos de Pessoa): Don Cogito, un personaje en que se desdobla el autor en varios de sus libros, aunque entreverándolo con poemas más abiertos y no delimitados por este alter ego, una suerte de Juan de Mairena sin discípulos. Los títulos de los poemas dedicados a este protagonista son del estilo de “Don Cogito contempla su rostro en el espejo”, “Don Cogito medita sobre el regreso a su ciudad natal” o “Las dos piernas de Don Cogito” (donde se evidencia cierto parentesco con Don Quijote, que aún aparecerá en otro poema de Herbert). Aparte de ese expediente, el polaco es un maestro del monólogo dramático lleno de ironía, como en “Habla Damastes, apodado Procrustes” o “El divino Claudio”, con su catálogo de ignominias y crímenes, donde hallamos estrofas como esta: “fui yo quien salvó Ostia / de la invasión de la arena / desequé pantanos / construí acueductos / a partir de ahí lavar la sangre / resultó en Roma más sencillo”.

Herbert está siempre atento al detalle, como es imperativo en un gran poeta, y hace que las cosas sucedan en el propio poema, como en el muy plástico “La sal de la tierra”, donde a una mujer se le cae al suelo una bolsa de azúcar y al agacharse para recoger los granos “su oscura mano rebaña / la riqueza malgastada / y a cambio recoge también / claras gotas y polvo”. En otro lugar escribe que “unas manos femeninas / inclinan un jarro / desde el que va goteando una trenza de leche”.

Y también lo es de la metáfora y la metonimia, como cuando ofrece este fino desplazamiento semántico al afirmar de un gato cazador que “se lleva a los pajarillos del árbol antes de que estén maduros”; así como del trazo sorprendente, como en el brevísimo “La luna”: “No comprendo cómo se pueden escribir versos sobre la luna. Está gruesa y desaliñada. Hurga las narices de las chimeneas. Su ocupación favorita es meterse bajo las camas y olisquearnos los zapatos.” Lo mismo sucede en versos aislados como “era un melómano del silencio” o “adaptar la cabeza a la forma de la almohada”.
           
Uno destacaría “El profe de ciencias”, “Cuando el mundo se detiene”, “Tapiz chino” (tan borgeano) “La hermana”, “El abismo de Don Cogito”, “Secuoya”, “Desde lo alto de la escalera”, “Al río”, “Canción de cuna” o “Las manos de mis antepasados”, pero podrían ser otros los textos elegidos para una eventual y estupenda antología, para la que no faltarían candidatos.

Ballester, catedrático de filología latina de la Universidad de Valencia, ha conseguido ofrecer una estupenda versión que a veces parece mirar al hablante de español del otro lado del Atlántico, como cuando emplea “piso” por “suelo”. A veces adapta sabiamente: usa “albuferas” y “maritornes” para palabras que no sabemos qué serían en polaco. Y hace bien en llamar la atención en el prólogo sobre elementos que luego hallará el lector: las enumeraciones, las tautologías y las deliberadas "acronías" o "eucronías" en poemas donde se mezclan de una manera fluida las épocas, como en “La lluvia” (“alzaba del suelo a sus camaradas caídos / Roland Feliksiak Aníbal // gritaba que era la última cruzada / que pronto Cartago caería / y después entre sollozos reconocía / que a él Napoleón no le caía bien”) o en “Anábasis”. Tampoco omite, y lo recuerdo ya que comparece aquí el título de ese poema de estirpe griega, la abundosa presencia de temas y referencias del mundo clásico, reelaborados, transfigurados de una manera que me parece magistral (en concomitancia no pocas veces con Cavafis): “A Atenea”, “De Troya”, “A Marco Aurelio”, “Parábola del rey Midas”… por citar solo algunos de su primera entrega.

Herbert, de cuya poesía aparte de unas versiones catalanas no contábamos más que con Informe desde la ciudad sitiada y otros poemas (Hiperión, 2008), es un grande en un país de grandes y numerosos poetas. Sin ninguna duda se trata este de uno de los libros de poesía traducida más importantes publicados en España en el año que ahora acaba y un valor seguro en lo por venir.

5 comentarios:

Fran G. Matute dijo...

Bienvenido a "Estado Crítico", Antonio. Un lujazo tenerte por aquí.

Antonio Rivero Taravillo dijo...

Muchas gracias, Fran y la compañía. Me siento muy bien rodeado.

Alejandro Luque dijo...

Gran estreno, Antonio. No conocía al tal Herbert, me ha interesado mucho. Abrazos.

Antonio Rivero Taravillo dijo...

Abrazos de vuelta, don Alejandro. Usted es el culpable de que aparezca por aquí. Y yo encantado, claro.

mariluz dijo...

Le he leído con gran provecho, joven. Siempre es agradable observar que llegan nuevos muchachos a estas costas literarias. Sentada en las playas alicantinas os veo venir con ilusión. Un abrazo y bienvenido.