26 febrero 2013

Verdad de la buena


La herida de abril

Vincenzo Consolo

Traspiés, 2013. Colección "Siete Suelos"

ISBN: 978-84-939505-5-2

124 páginas

16 €

Traducción de Miguel Á. Cuevas



Alejandro Luque

Vincenzo Consolo, el gran escritor de cuya muerte se cumple ahora un año, vivió convencido de que “no se pueden escribir novelas, porque engañan a los lectores”. El conocido argumento de Vargas Llosa según el cual la materia prima de la novela es la verdad de las mentiras, le habría hecho seguramente sonreír. Tal vez por eso Consolo escribió siempre novelas fuera de la norma, que a veces parecen crónicas, otras largos poemas en prosa. La herida de abril, la última de las suyas que quedaba por traducir a nuestro idioma, y paradójicamente la primera que escribió, es un ejemplo de que el arte de la novela también puede ser un arte de la verdad, de verdad de la buena.

La herida... es una historia de iniciación ambientada en una Sicilia todavía sacudida por el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial, abocada a la masacre de Portella della Ginestra, aquel sangriento primero de mayo de 1947 en el que murieron una veintena de vecinos a manos del bandido Giuliano y sus secuaces mientras festejaban la victoria electoral del Bloque del Pueblo. Se trata, pues, de un momento de luz entre dos sombras, la de la dictadura de Mussolini y el conflicto bélico, y la larga sombra posterior a las elecciones del 48 que dieron el gobierno al centrista De Gasperi, apoyado por la Iglesia y por la CIA. El protagonista lo rememora trayendo al presente los aromas del campo, de la leche en polvo americana y los tóxicos inciensos de la doctrina, como del sabor de los cigarrillos clandestinos compartidos y de los primeros besos.

Como explica muy bien el traductor Miguel Ángel Cuevas en su prólogo –al que sólo cabe reprochar que nos ponga tan alto el listón de la erudición–, el título de la obra evoca el famoso verso con que Eliot abría La tierra baldía, “Abril es el mes más cruel”, pero en realidad se lo debemos a un compañero de estudios de Consolo, el poeta Basilio Reale: “Por un árbol que propone el verde/ tras el alto muro del patio/ siento la herida de abril/ de regreso a los montes del Peloro”. Que Consolo tuviera siempre poetas a mano no es nada casual, pues su prosa –y esto eleva la faena de Cuevas al rango de gesta– posee una riqueza léxica, una cadencia y, en fin, una capacidad para crear el mundo nombrándolo que sólo podemos identificar con el arte de los versos, y donde se trenzan maravillosamente la lengua oficial y el dialecto, las palabras de los libros y el habla de la calle, la metáfora barroca y el exabrupto.
           
Las novelas clásicas, y sobre todo el cine, nos convencieron de que nuestras propias vidas eran historias con planteamiento –la cuna–, desenlace –el cementerio– y nudo –todo lo que hay, como decía Borges, entre las dos fechas fatales. Consolo es de los escritores que saben que trasladar la vida al papel, esa vieja ambición de la literatura, no puede reducirse a tales esquemas. A lo más que podemos aspirar es a atrapar momentos, fogonazos de vida, y componer con ellos un mosaico más o menos revelador. Así, la realidad se aviene más al 'sketch', el sainete improvisado, de ahí que el neorrealismo italiano –con el cual La herida de abril tiene notables deudas– echara mano a menudo de esa fórmula fragmentaria, saltarina y caprichosa, la misma que parece regir nuestros recuerdos.

Por otro lado pienso que, si con tanta frecuencia los libros y las películas tienden a mostrarnos Sicilia desde una óptica infantil –Cinema paradiso, Malena, No tengo miedo– es porque en cierto modo relacionamos la Magna Grecia con una infancia ideal de Occidente, con un estado prepúber de nuestra cultura, en el que la ingenuidad aún era posible y la iniquidad era todavía insospechada. También por eso nos conmueve y nos estremece La herida..., con la limpieza de su mirada y su desenlace de Arcadia en llamas.  
    
Gran amigo de Leonardo Sciascia, Consolo toma aquí mucho de la ópera prima de aquél, Las parroquias de Regalpetra, una narración neorrealista, una vez más “carente de argumento” por rehuir la referida estructura dramática. Sciascia, como Consolo –véanse La sonrisa del ignoto marinero, El pasmo de Palermo, Retablo De noche, casa por casa, mi preferida de toda la maravillosa obra consoliana– parten de un retrato de costumbres aparentemente inocente para llegar, a veces sin que el lector lo advierta, a un discurso de profundo aliento cívico y ético. Un discurso invariablemente orientado a señalar a los enemigos de la libertad, es decir, de la vida.

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