21 junio 2013

Los sonámbulos

Incógnito. Las vidas secretas del cerebro

David Eagleman

Anagrama, 2013. Colección “Argumentos”

ISBN: 978-84-339-6351-2

348 páginas

19,90 €

Traducción de Damià Alou


Coradino Vega

Del mismo modo con que un alumno de bachillerato de ciencias mira por encima del hombro al de letras, el adulto de letras suele contemplar con indiferencia o desdén la mayoría de las aportaciones que provienen de la ciencia. Pero ¿qué sucedería si al crítico literario que postula que la realidad es una construcción ideológica, o al filósofo que lleva veintisiete siglos tratando de definir qué es el yo, alguien le demostrase que la conciencia es como un diminuto polizón en un transatlántico; que casi todo lo que hacemos, pensamos y sentimos no está bajo nuestro control; que las innumerables facetas de nuestros comportamientos y experiencias van inseparablemente ligadas a una inmensa red electroquímica cuyo mecanismo es ajeno a nosotros? Pues bien, eso es lo que hace el neurocientífico David Eagleman (Nuevo México, 1971) en este libro escrito con esa suerte de felicidad apasionada y divulgativa que parece hallarse en las antípodas del intelectualismo de resabio francés. Nuestras esperanzas, sueños, aspiraciones, miedos, sentido del humor o deseos, emergen de ese extraño órgano de un kilo doscientos gramos compuesto por miles de millones de neuronas que es el cerebro humano, y cada pensamiento depende del estado físico de las conexiones que se den en cualquier centímetro cúbico de tejido cerebral y que son tan numerosas como las estrellas de la Vía Láctea. Tanto da que la conciencia participe o no en la toma de decisiones. Casi nunca lo hace y, cuando lo hace, ralentiza su eficiencia. Nuestro cerebro va casi siempre en piloto automático, y la mente consciente tiene muy poco acceso a la gigantesca y misteriosa fábrica que funciona en la parte sumergida del iceberg de la que sólo es la punta.

Este descubrimiento de la neurociencia supone un derrocamiento similar al iniciado por Galileo, Copérnico o Giordano Bruno. Si no hay mejor cura para la certidumbre y el egocentrismo que saber que sólo habitamos el rincón visible de un universo que contiene quinientos millones de galaxias y dos millones de soles, el asombro de reconocer que también hemos perdido nuestra posición en el centro de nosotros mismos da pie a una vastedad semejante a la que provoca nuestro lugar en el cosmos. Aunque las intuiciones de Freud sobre el inconsciente fueron acertadas, y hacen muy difícil cumplir con el precepto clásico de conocerse a sí mismo, la intención de Eagleman no es precisamente adentrarse en los meandros del psicoanálisis, sino constatar cómo la biología condiciona tanto el carácter como el libre albedrío. ¿De qué manera es posible que uno se enfade consigo mismo? ¿Por qué las rocas parecen ascender después de mirar una cascada? Si el borracho Mel Gibson es antisemita y el sobrio Mel Gibson se disculpa de corazón, ¿existe un auténtico Mel Gibson? ¿Qué tienen en común Ulises y el desastre de las hipotecas 'subprime'? ¿Por qué las 'strippers' ganan más dinero en ciertas épocas del mes? ¿Por qué la gente cuyo nombre empieza por J es más probable que se case con otra persona cuyo nombre comienza por J? ¿Por qué tenemos la tentación de contar los secretos? ¿Por qué hay cónyuges más proclives a la infidelidad? ¿Por qué Charles Whitman, cajero de un banco con un alto coeficiente intelectual y antiguo 'boy scout', de repente decidió matar a cuarenta y ocho personas desde la torre de la Universidad de Texas?

Ésas y otras cuestiones son abordadas en Incógnito con un talento explicativo que no rehúye de la precisión ni de la claridad ni del disfrute de sus ejemplos concretos. Sólo el acto de mirar, esa ventana por la que percibimos la supuesta realidad, es un mundo fascinante y complejo, plagado de ilusiones, en el que la atención cobra una importancia tan relevante como cuando Winifred Gallagher sostiene que nuestra vida es aquello a lo que estamos atentos. Lo normal es que no seamos conscientes de que no somos conscientes de los detalles. Vemos lo que necesitamos ver, y no más. La jerarquía sensorial, con sus desplazamientos en forma de sinestesia, ocupa buena parte del estudio de Eagleman. Y en relación con los mecanismos perceptivos llega a la siguiente conclusión: “Sólo porque creamos que algo es cierto, sólo porque sepamos que es cierto, no significa que sea cierto”. Pero al igual que somos conscientes de muy poco de lo que hay “ahí fuera”, tampoco tenemos un acceso volitivo a lo que pensamos, creemos y sentimos. La brecha entre conocimiento y conciencia es enorme. El papel de la segunda consiste en programar al robot, en grabar los movimientos en el ADN del futuro sonámbulo: la conciencia es quien planifica a largo plazo, mientras que casi todas las operaciones diarias son llevadas a cabo por aquellas partes del cerebro a las que no tiene acceso. Y mejor que sea así, pues como decía Flannery O’Connor cuando le preguntaban cómo se escribe un relato, en cuanto nos ponemos a meditar sobre su mecánica o intentamos explicarlo estamos perdidos.

Recuerda Eagleman que, ya en 1670, Pascal observó con sobrecogimiento que el hombre es por igual incapaz de ver la nada de la que surge y el infinito que lo engulle, pues a diferencia de lo que sucede con la gran mayoría de los adultos de letras en relación con la ciencia, este científico —sabedor de que su tema roza tanto la religión como la filosofía— maneja los materiales humanísticos con total desenvoltura. La realidad es mucho más subjetiva de lo que se cree normalmente. Dos personas pueden contener en sus cabezas dos mundos completamente distintos. La introspección no sirve de mucho. Hay patrones que han ido seleccionándose con el tiempo como el animal que, a lo largo de su evolución, pierde por ejemplo la cola. El olor, los instintos, las hormonas, las drogas, los psicofármacos, las microlesiones cerebrales, los niveles de serotonina, el equilibrio entre la razón y las emociones, pero sobre todo la genética y el entorno, no sólo condicionan nuestras opiniones o comportamientos diarios, sino que se hallan detrás de la práctica totalidad de los actos delictivos.

Además de dirigir el Laboratorio de Percepción y Acción en el prestigioso Baylor College of Medicine, David Eagleman preside una Iniciativa sobre Neurociencia y Derecho, de ahí que la tesis final de este libro sea la del replanteamiento de la culpabilidad, o responsabilidad penal, atendiendo a los avances de la neurobiología. Sus propuestas pueden resultar cuando menos controvertidas en estos tiempos en que los casos de flagrante actualidad han puesto en entredicho las imperfecciones del sistema legal español, con el consiguiente desplazamiento de parte de la opinión pública hacia esa línea punitiva que ignora el primer axioma que se enseña en las facultades de Derecho (“odia el delito y compadece al delincuente”), y que hoy parece tan condenado a su obsolescencia como cualquier otro instrumento de convivencia social basado en criterios racionales. Si procedemos de un proyecto genético y nacemos en un mundo cuyas circunstancias, en nuestros años formativos, no podemos elegir, los conceptos de libre albedrío y responsabilidad personal se vuelven como mínimo dudosos. ¿Por qué castigamos al niño que pintarrajea los muebles de casa y no lo haríamos en caso de que lo hiciera sonámbulo? Eagleman no pretende exculpar, sino contribuir a un sistema de rehabilitación más justo e individualizado. Por lo que quien conciba la cárcel sólo como medio de castigo difícilmente podrá comprender lo que aquí se trata: “Aquellos que rompen los contratos sociales tiene que estar encerrados, pero en este caso el futuro es más importante que el pasado”. O lo que es lo mismo, la finalidad debería pasar menos por la venganza que por que no se vuelva a cometer el delito. El problema es que las cárceles se han convertido de facto en instituciones mentales, y castigar a un enfermo mental generalmente influye poco en su comportamiento. Y la solución, para Eagleman, más que por la tradicional lobotomía o la castración, pasa por el desarrollo de los lóbulos frontales, es decir, por aquella parte del cerebro que inhibe la impulsividad y ofrece una oportunidad a todo aquel que esté dispuesto a ayudarse a sí mismo. En eso consiste también madurar.

Pero David Eagleman no es un científico determinista dispuesto a reducir la vida a la física y la química. Reconoce que la ciencia se encuentra con ese límite inefable que algunos llaman “alma” y, aunque apueste con cautela por una explicación orgánica de la espiritualidad, critica la soberbia cientificista que pretenda una solución universal para todo. Su receta se topa por tanto con el mismo límite contra el que siempre chocaron la religión y la filosofía. Sin embargo, en lugar de regodearse en la falta de sentido y la nada existencialista, no deja de insistir en que la galopante intrascendencia del género humano conduce a una comprensión más rica y profunda, puesto que lo que perdemos en egocentrismo queda equilibrado por la sorpresa y el asombro: “El destronamiento del centro de nosotros mismos no me parece deprimente; me parece mágico”. La tarea de la ciencia es seguir descubriendo. Al terminar su lectura, lo único que lamento es haber dedicado tanto tiempo a los Foucault de turno existiendo libros como los de Lynn Margulis o Bill Bryson, como Atención plena de Winifred Gallagher, o como este de David Eagleman.

3 comentarios:

Fran G. Matute dijo...

La madre que te parió, Cora...

Molins de Tirso dijo...

Me lo apunto en la lista de urgentes. Espero 1) que tu apasionado comentario no esté muy por encima de las cualidades del libro 2) que basten unos conocimientos de física y química a nivel bachiller porque, sí, yo también soy de letras.

Saludos y gracias

Coradino Vega dijo...

Estimado Molins de Tirso, siento tardar tanto en contestar. Urgente, urgente, me parece a mí que hay pocas cosas en la vida. En cuanto a las cuestiones que planteas, me temo que sólo puedo responderte a la segunda. No te preocupes lo más mínimo. Yo mismo he olvidado toda la física y química que aprendí y creo que he comprendido el libro. Su amenidad carece de tecnicismos. Un saludo y muchas gracias.