30 marzo 2010

Miénteme bien

Maletas perdidas

Jordi Puntí

Editorial Salamandra, 2010

ISBN: 978-84-9838-261-7

444 páginas

17,50 euros

Traducción: Rita da Costa



Javier Mije

En otro lugar (Quimera, nº 249) he manifestado mi entusiasmo por la narrativa breve de Jordi Puntí. Tanto Piel de armadillo como Animales tristes, trasladada al cine por Ventura Pons, demostraban la solvencia de un autor privilegiadamente dotado para el análisis de esa institución en permanente crisis conocida como vida de pareja, y de cuyo preciso lenguaje y esmero en la administración de los detalles resultaba un puñado de cuentos recorridos por el raro aliento de la autenticidad. La pregunta que me he hecho en alguna ocasión durante los años que han transcurrido desde la publicación de Animales tristes (Salamandra, 2004), -¿qué libro estará escribiendo Puntí?-, acaba de resolverse ahora con la publicación por el autor de Manlleu de una ambiciosa –tanto por su volumen como su contenido- novela.

Maletas perdidas es la historia de “cuatro hijos de cuatro madres diferentes y un solo padre huido que intentan reconstruir un pasado vagamente común”. La elección de los nombres de estos personajes es, cuanto menos, arriesgada. Christophe, Christopher, Chistof –que, por si fuera poco, se hace acompañar de un muñeco de guiñol llamado Cristoffini- y Cristòfol son hermanos, fruto de la relación que su padre, un camionero de ruta internacional llamado Gabriel, mantuvo con mujeres de París, Londres, Francfort y Barcelona. Los hijos se han reunido años después de su fuga definitiva con el fin de reconstruir la figura paterna, primero aunados en la voz común de un narrador que hace de portavoz, explayándose luego cada uno de ellos en su propio relato. Gabriel, dice Puntí, “es un hombre que atrae a las casualidades”. Tanto las atrae que Maletas perdidas me ha resultado francamente inverosímil. El modo en que Gabriel –“un macho hispánico”, en la definición que hace de él una de sus conquistas- es seducido por sus mujeres parece más propio una fantasía sexual adolescente –léase el encuentro con una enfermera inglesa en el ferry que cubre el trayecto del Canal de La Mancha- que de un relato que parte de los presupuestos estéticos del realismo. Tampoco resulta fácil de digerir que Gabriel –cuyo atractivo es un misterio jamás desvelado- tenga tanta puntería como para concebir sistemáticamente un hijo al primer polvo, y que sus mujeres bien acepten o bien propongan ellas mismas llamar a sus hijos más o menos Cristóbal –porque conviene a la historia que el autor desvelará en el último capítulo-. Otros episodios, demasiados, requieren de un triple salto mortal para lograr suspender nuestra incredulidad. ¿Cómo puede –es sólo un ejemplo- una investigación policial decretar que un incendio no ha sido intencionado cuando la pirómana que lo ha provocado se ha servido del refinado método del bidón de gasolina? Lo que a la larga termina resultando inverosímil no son los hechos presentados como verdaderos por la narración, sino que Puntí haya querido hacerlos pasar como tales a los lectores. Puntí ha tensado demasiado la cuerda del azar, ha abusado de este recurso y las casualidades se han quedado juntas dentro de la novela y yo me he quedado fuera a una gran distancia. Demasiado lejos como para poder apreciar otros méritos que la novela probablemente atesora.

Pese a todo, estoy de acuerdo con Puntí cuando, en una entrevista, afirma que la verosimilitud no se dirime ni en las tramas ni en los argumentos, que “la literatura es engañar, mentir, hacer creíbles cosas que no lo son”. Una cuestión, en definitiva, de cómo se combinan las palabras unas junto a otras en un texto. Por desgracia no estoy de acuerdo con que Puntí logre seducirnos mediante la forma. No creo que el estilo de esta novela sea “la mejor prosa catalana del momento”, como afirman reseñas seguramente más solventes, ni siquiera la mejor prosa que puede escribir Puntí. En su mejor versión, el lenguaje de Maletas perdidas me parece un vehículo sin sofisticaciones, a veces lleno de huecos expresivos, precipitado en ocasiones. Hay otra afirmación en esa entrevista de Puntí con la que también coincido. Fotografiado con su libro bajo el brazo, Puntí afirma que se publica demasiado. “Se produce en exceso, a ver sin con la puñetera crisis se reducen los títulos”, dice. Amén.

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