26 mayo 2010

Cinco traductores para una geisha

La Judith de Shimoda

Bertolt Brecht

Alianza, 2010

ISBN: 978-84-206-6878-9

Páginas: 200

Precio: 16 €

Traducción: Carlos Fortea



Ilya U. Topper

Japón, 1856: La geisha Okichi apacigua al cónsul norteamericano e impide que la ciudad de Shimoda sea bombardeada por los buques de guerra. 1929: Un dramaturgo japonés publica una tragedia en doce escenas que refleja la triste vida de esta heroína tras el acto que le dio fama. 1935: Un profesor británico traduce el drama japonés al inglés y lo publica. 1940: Una escritora finlandesa planifica elaborar una versión finesa con aportaciones propias. Se lo comenta a un poeta y dramaturgo alemán, de visita en su casa. A éste le gusta la idea y encarga a su secretaria (en realidad coautora y amante) una versión alemana de la obra. En colaboración con la autora finlandesa añade un ‘marco’, en el que varios espectadores ven y comentan el drama japonés, insertando breves interludios; además reemplaza una escena por otra de su propia cosecha.

El trabajo se queda a medias ―sólo se completan 4 escenas de las 11 que deberá tener, y la mayor parte está redactada por la secretaria-coautora― y se olvida más o menos. 2004: Un filólogo alemán encuentra un guión completo en finés en el legado de la escritora finlandesa. Lo traduce al alemán, lo utiliza para completar el fragmento, crea una versión coherente en 11 escenas con interludios y lo publica. 2010. Un traductor español nos ofrece una versión en castellano de esta obra. Pregunta: ¿quién figura como autor en la portada del libro?

Si les digo los nombres ―Yamamoto Yuzo, Glenn W. Shaw, Hella Wuolijoki, Bertolt Brecht, Margarete Steffin, Hans Peter Neureuter, Carlos Fortea, por orden de aparición― ustedes tampoco lo dudarían. Ni siquiera dudarían en poner el nombre de Brecht más grande que el título en la portada. Por una vez que existe un escritor que vende, para qué pensar más.

El libro se lee con cierta fluidez (son apenas 110 páginas de drama, se hace corto). La triste historia de la geisha Okichi, empujada, casi obligada a salvar su patria y luego denostada, despreciada por hacerlo ―no hay nada peor que ser tocada por un extranjero, en la concepción del Japón decimonónico― puede muy bien animar a reflexionar sobre la vida de los héroes: ¿por qué una persona acomete algo que la convierte en héroe ante los demás? ¿Y qué ocurre si luego no responde al papel de héroe? Esta reflexión en realidad no está siquiera presenta: a Okichi la expulsan de la sociedad nada más cumplir su cometido, que es el de salvar la piel de los demás. Sólo décadas más tarde la convierten en heroína, pero entonces ya es tarde para la Okichi real.

Esta escena es una de las más emocionantes de la obra, y es la única que corresponde a Brecht: la del cantante de baladas que glorifica la heróica Okichi mientras que ésta, borracha y derrotada, escucha entre el público y protesta porque así no fue su historia, no. Muy brechtiano.

Por lo demás, poco de Brecht hay en esta obra. Los interludios, que presenten breves debates entre un magnate japonés, una periodista norteamericana, un orientalista inglés y un poeta nipón, apenas tienen interés, más allá de cumplir el típico cometido ―típico de Brecht― de recordar al espectador que lo que ve es una obra de teatro y de crear distancia entre el patio de butacas y el escenario (efecto de alienación lo llaman los expertos).

Por supuesto se encuentran algunas frases citables: “El patriotismo no es un negocio para los patriotas sino para otra gente”. “Habría que fundar una asociación de protección de los héroes”. “Insistimos en que el Estado sólo puede ser salvado por hombres intachables”. “Somos muy exigentes y severos para con la gente que hace algo”.

Ésta última sentencia quizás la quisiera aplicar Brecht a sí mismo, porque no falta quien piensa que este gran poeta y dramaturgo tuvo mucho morro al tomar prestadas sus materias de todas partes y hacer que otras ―Margarete Steffin, la ‘secretaria’, por ejemplo― hicieran parte del trabajo.

La ‘Judith’ (perdone usted, lector agnóstico, el nombre hebreo de la geisha: en Alemania, la fe cristiana está tan arraigada que hasta el ateo Brecht cayó en la trampa de recurrir a una historia bíblica para explicar un drama japonés), la 'Judith' tuvo muy poca suerte entre los críticos de teatro alemanes (“van a escenificar cualquier lista de la compra en la que Brecht hubiera garabateado un par de palabras”).

¿Tan mala es? No, mala no es la obra de Yamamoto, es más, la recomendaría, pero Brecht, en alemán, es otra cosa: la traducción de Neureuter de una traducción de Wuolijoki de una traducción de Shaw de un original japonés no tiene nada que ver con el idioma del “único creador de lenguaje alemán del siglo XX”, gracias al que “el idioma alemán permite hoy expresar cosas que no supo expresar antes de que Brecht escribiera poesía” (Lion Feuchtwanger dixit). Quien va al teatro para escuchar a Brecht tiene derecho a esperar ese nivel; ofrecerle Neureuter-Wuolijoki-Shaw-Yamamoto bajo la firma de Brecht es un fraude.

Reflexiones, éstas, que apenas afectan al lector español, que conoce a Brecht más por su ideología marxista que por su increíble dominio del lenguaje (haría falta un Brecht español para traducirlo). Aun así, uno desea que la editorial española hubiera tenido la elegancia (que no tuvo la alemana) de colocar en la portada del libro el título que la escritora finlandesa puso a su guión: “Un drama de Yamamoto Yuzo. Versión occidental con interludios de Hella Wuolijoki y Bertolt Brecht”.

(Según cuenta el traductor Shaw, Yamamoto Yuzo fue conocido por defender los derechos de los dramaturgos japoneses y demandar a quien escenificara sus obras sin pagar el canon correspondiente, no por pesetero sino por difundir el respeto a los derechos del autor. La Historia, esa maestra de la ironía).

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