20 octubre 2010

Dónde la vida


El don de la vida

Fernando Vallejo

Alfaguara, 2010

ISBN: 978-84-204-0604-6

176 páginas

17 €



Alejandro Luque

Yo no creo, Fernando Vallejo, que todo sea una mierda. La intelectualidad española es pródiga en tipos que se pasan la vida rajando a troche y moche, maldiciendo, rezongando, buscando la complicidad del ciudadano cabreado. Los tiempos también son propicios para ello, es cierto. Pero no los soporto. Decía Luis García Montero que lo más difícil es llegar a una edad evitando ser o un cínico o un cascarrabias. A ellos les adornan ambas cualidades. Siempre tendrán su público, pero conmigo que no cuenten.

¿Por qué entonces, toca preguntarse, me gustan tanto tus libros? ¿Por qué he ido persiguiéndolos uno a uno, por qué he saludado con tanta alegría la salida de cada nuevo título? Al principio pensaba que era por el idioma. En medio de tanta baratija como apartamos cada día, encontrarse una narrativa como la tuya provoca un estremecimiento de placer. Es tal la fuerza, la riqueza que hay en lo que escribes, que uno va de la primera a la última línea como a lomos de un torrente furioso, cuyo manantial original no puede estar sino en nuestro Siglo de Oro, en aquel subidón de bendita fiebre que pilló el castellano con los bacilos de Góngora y Quevedo. Toda la poesía que tú has bebido, barricas y barricas, has tenido la delicadeza de digerirla y asimilarla, y no regurgitarla en ripios indecentes como hace la mayoría.

En esa tradición aúrea están también entreverados el humor y la mala leche. Y tú, Fernando Vallejo, manejas esa alquimia como un brujo. El espanto y la carcajada se suceden en tus libros como en una rueda demoníaca. No hay principio ni fin, es todo un girar en el torbellino de tus palabras, dejarse llevar por tus ocurrencias. Es más, he llegado a pensar que, en lo que respecta a tus novelas (dejo a un lado tus portentosas biografías y tus rarezas) no has hecho otra cosa que escribir el mismo libro. Poner a parir a los presidentes colombianos. Acordarte de tu perra Bruja y de tu abuela Raquel. Poner a parir a Octavio Paz. Poner a parir a la Iglesia y sus papas, especialmente a Wojtyla. Confirmar tu amor por los animales y tu odio por la raza humana, hasta abrazar el maltusianismo de vía rápida. Poner a parir a las azafatas de Air France. Poner a parir a la España que conquistó América. Proclamar a los cuatro vientos tus apetitos sodomitas y tu debilidad por los jovencitos. Remitirte a tus libros anteriores. Mostrar una absoluta despreocupación ante la idea de la muerte.

Sin embargo, en este libro he entendido una clave que se me escapaba. Un elemento sin el cual podrías parecer, como pareces, uno de esos 'destroyer' de barra de bar de los que hablaba antes, por más que escribas veinte veces mejor que todos ellos juntos. En este libro, que abandona el monólogo incontinente para plantear un diálogo igual de desaforado –diálogo con el compadre impersonal, diálogo con uno mismo– vuelves a incurrir en todos tus tics, sin olvidar el deleitoso repaso de los muertos conocidos, y que consignas puntualmente en tu libreta.

Pero aquí, digo, he entendido que esta obra unitaria y esencial sólo puede ser el producto de un enorme amor por la vida, como insinúa ambiguamente el título. Por eso crees que no hay peor enemigo que el propio hombre, al que detestas por cruel y por inválido para el disfrute; por eso adoras a las mascotas, que son la vida sosegada, ajena al círculo de las predaciones. Por eso exaltas el sexo, y condenas a ese Vaticano hipócrita y represivo. Por eso defiendes la memoria, de las personas, las cosas y los lugares, como la última luz que nos calienta cuando todo va siendo engullido por las tinieblas. Por eso, además del habitual capón a Octavio Paz –ya me gustaría saber qué cuenta pendiente tenéis– esta vez también cata “el güevón” de Borges: porque encarna al intelectual desentendido de la vida, enroscado como una larva sin color ni sabor en el refugio de la biblioteca. Por eso atacas el corsé de la corrección política. Por eso abominas de la fertilidad en la miseria, que es una condena de nacimiento.

Por eso también atacas a la masa alienada, desalmada: “Basura. Zumban y zumban sin parar estos bípedos pensantes. Ahí van, prisioneros de sí mismos como zombis pataleando en sus pantanos mentales, en esas arenas movedizas que se los están tragando instante por instante por instante y que llaman alma. ¡Cuál alma!”

Todo esto lo disfrazas, Fernando Vallejo, de rabia contra la vida, y todo quisque pica el anzuelo, cuando en realidad se trata de un grito desesperado, un alarido de impotencia y de indignación ante el inexorable avance de las sombras. Algo de ese arte de oponer una muralla de palabras a la marea negra de la muerte, de hablar de ella compulsivamente como un modo de conjurarla, y de amar más allá de esa cita, está ya en el XVII español. Tú lo sirves, puesto al día, con el envoltorio de la provocación, la irreverencia, la iconoclastia, la sublevación. Hasta parecer lo que no es.

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