08 julio 2011

Ser uno mismo

El hoy novelista Coradino Vega nos explica qué lecturas han resultado fundamentales para su formación literaria, aun admitiendo la dificultad de condensar algo así en unas pocas palabras. De entre su parnaso particular, Coradino destaca El mal de Portnoy (1969) de Philip Roth, quintaesencia del intelectual judío norteamericano, que se hizo famoso con esta escandalosa novela, que para nuestro reseñador supone el epítome temático y estilístico de un autor tan en boga en nuestra época, como tal vez prueban las continuas reediciones de su obra.



Coradino Vega


Tengo una memoria bastante mala y selectiva. Además fui de despertar tardío. Prácticamente, he olvidado el contenido de los libros que me inocularon el virus de la lectura. Muchos de ellos han dejado de atraerme. Los motivos de mi actual desapego respecto a Borges, Cortázar o García Márquez son tan difíciles de explicar como las entusiastas reacciones que me produjeron sus descubrimientos. De esos libros de iniciación, me ha seguido acompañando sin embargo, a lo largo de periódicas relecturas, El jinete polaco. Debo a su primera deglución la querencia adolescente de convertirme en novelista. Yo no lo sabía por entonces, pero lo que me atrapó de la novela de Muñoz Molina fue una música demorada, atávica y subyugante que luego reconocería en el estilo de Proust, sumada a una estructura como de caja china que, tiempo después, vi que se trataba de la manera que tenía Faulkner de convertir en mitos los relatos ancestrales transferidos de manera oral en el sur de los Estados Unidos. Más tarde, han sido muchos los escritores que me han tocado de una manera u otra y, a riesgo de dejarme con toda seguridad a más de uno en el tintero, no quiero dejar de mencionar a Flaubert (cuya Madame Bovary, leída junto a la correspondencia de su autor, sigue siendo para mí el mejor taller de escritura creativa), los ensayos sobre literatura de Vargas Llosa, el compromiso moral de Camus, la autenticidad de Marsé, la voz pegada a la tierra de Natalia Ginzburg o el fraseo hipersensible de Virginia Woolf. Ya sé que se tratan de referencias excesivamente compartidas. Pero qué quieren que les diga. Después de pasarme media vida intentando conocer todo lo ungido por el halo de lo alternativo, la moda y lo insobornablemente artístico, me he vuelto un lector de lo más convencional y pequeñoburguesito. Y la verdad es que no encuentro ni un solo motivo para pedir perdón. Bajo mi punto de vista El Quijote, que es un libro sobrevaloradísimo por culpa del estandarte en que lo han convertido los académicos españoles y lo mucho (y mal) que se enseña en los institutos, es sin embargo una novela enormemente ignorada, pues en él está toda la autoconciencia textual y el juego metaficticio que ha creído descubrir el adanismo posmoderno sin haber dejado aún ―¿puede que por su falta de humanidad?― ni una obra que alcance la mitad de su grandeza. Así las cosas, me paso el invierno leyendo novedades, ensayo, Historia, biografías de músicos o escritores, pero cuando llega el verano me propongo recuperar la tranquilidad holgazana de las vacaciones de estudiante, volver a la placentera lentitud de mis lecturas de En busca del tiempo perdido, evocando el patio de la casa de mis padres a la hora de la siesta, con la haraganería propiciada por el calor bajo el toldo y junto a la manguera, y cada mes de julio me prometo releer alguno de los mamotretos que, de forma extraña y persistente, han seguido viviendo conmigo: La montaña mágica, Fortunata y Jacinta, Los demonios, Guerra y paz… Compensan mis anuales y fracasados intentos de releer esos libros haber descubierto, ya de mayor, libracos igual de estimulantes: la inmensa Vida y destino de Vasili Grossman, con la que comprobé que podía mezclarse el épico afán totalizador de Tolstoi con la intimidad cotidiana de Chéjov y la feracidad culposa de Dostoievski; o las dos grandes novelas de I.B. Singer, La familia Moskat y Sombras sobre el Hudson, que son un ejemplo de riqueza y sencillez y naturalidad vitalista y que fueron publicadas en 'yiddish' en un tiempo en el que la novela parecía haber llegado a un punto de no retorno; o incluso, más recientemente, Volver al mundo, de J.Á. González Sainz, que me cambió la mirada envenenada que tenía sobre muchas cosas.

Ante tal abanico de posibilidades, me resulta difícil elegir. Pero si hay un autor que transformó por completo mi concepción de la literatura y me abrió una inexplorada veta de creatividad, ése es, sin ninguna duda, Philip Roth. No fue el primer libro que le leí, pero creo que El mal de Portnoy condensa mejor que otros el universo de este autor nacido en Newark, en 1933. Con la publicación en 1959 de Goodbye, Columbus, Philip Roth no sólo pasó a convertirse en un escritor reconocido (era su primera obra y con ella ganó el National Book Award), sino que debido al desternillante cuento “La conversión de los judíos” se erigió también en la bestia negra de la comunidad hebrea norteamericana. Sin embargo, Roth pareció no prestarles mucha atención a las críticas cada vez más enfurecidas de los ortodoxos mientras publicaba dos largas novelas menores en las que se centró sobre todo en lograr el grado de sofisticación literaria de los modelos a los que, por entonces, trataba de imitar con denuedo. Diez años después, tras una violenta comparecencia pública ante un auditorio rabínico, el destructivo matrimonio que con el tiempo inspiraría Mi vida como hombre y una larga sequía sin escribir acompañada de una intensa terapia psicoanalítica, el turbulento estado emocional de un joven divorciado alquilado en Nueva York explotó en forma de vómito contra el puritanismo. ¿Por qué tratar de escribir como Henry James?, pudo preguntarse Roth. ¿No estaba su voz, en cuanto judío, mucho más cerca de la de Saul Bellow por ejemplo? ¿Y no era esa voz precisamente la que recreaba humorísticamente, cada noche que quedaba con sus amigos intelectuales del Lower East End, el modo de hablar de las alarmadas madres judías, los padres estreñidos y ofuscados, todos aquellos inmigrantes de segunda generación que tenían sólo medio pie en Estados Unidos y pie y medio en la Torá todavía? O lo que venía a ser lo mismo: ¿no era justamente ésa su voz?, ¿lo que él tenía que contar?, ¿la única forma de liberarse como escritor y, de camino, como persona? El hilarante monólogo que Alexander Portnoy relata a su psiquiatra es, en mi opinión, el libro más histéricamente liberador que se ha escrito. Ese chaval que penetra el hígado que luego cocinará su madre, ese hijo acosado por el aprensivo celo paternal que se encierra en el baño a matarse a pajas, ese adulto obseso y exhibicionista que sigue viendo en la figura de su madre la viva imagen de la Castración, cargará con todas sus fuerzas contra aquellos que le habían echado en cara haber escrito a Roth lo que no escribió hasta ese momento. Sin embargo, esta arremetida tiene menos que ver con el cínico grito de Gide ‘contre les familles’ que con la profunda comprensión, a través de la parodia, de lo que significaba ser judío y americano en plena revolución sexual de los años sesenta. Y ése es precisamente el hilo conductor de toda la impresionante producción posterior de Roth: por más que se desdoble en múltiples álter-egos (Tornapol, Kepesh, Zuckerman, el mismo Philip Roth), por mucho que analice la Historia reciente de su país en la monumental Trilogía Americana, que acaba de agrupar felizmente Galaxia Gutenberg en un solo volumen, o por más que juegue con los reversos de la invención (haciendo metaliteratura, pero de la buena), lo que late en la obra de Roth es el cómico aprieto que surge del intento repetido de huir de un aprieto moral asimismo cómico, la farsa de la tragicomedia, la queja de la penosa existencia que supone la experiencia profana para quien ve su vocación como algo sagrado o, como diría Malamud, la vida de uno de esos judíos que se niegan a ser judíos a toda costa y que, por eso, sufren más de lo que les corresponde por su mera condición de simples hombres que perciben dramáticamente que el mundo es dramático. Todo ello, a la vez, escrito con un ritmo narrativo constantemente alto, torrencial, vertiginoso y vibrante.

Por tanto, no hacía falta ambientar las novelas en París y que todos sus personajes mostrasen un refinado intelectualismo. El mundo de Roth, como el de Muñoz Molina en El jinete polaco o el de Marsé en el Carmeló o en el Guinardó, estaba en sus orígenes, dentro de él, y no había que cambiarle ni siquiera el nombre: sólo había que recordar lo oído en las calles del barrio de Weequahic, Newark, Nueva Jersey, y escribir sobre su propia vida. Ahí empezó el incesante (y fecundo) desafío de Philip Roth para lograr mediante la ficción ser más verdaderamente él mismo.

1 comentario:

Fran G. Matute dijo...

Reconozco que he leído muy poco a P. Roth (y ese poco me ha gustado mucho) pero hay una cuestión sobre su literatura que siempre me ha intrigado: ¿Por qué le gusta a tantas mujeres cuando muchos de sus libros me parece que rezuman una cierta misoginia? ¿Alguien tiene ese misma impresión?