13 julio 2011

Una lectura con ojos de niño

Tenía Rafael Roblas apenas doce años cuando se acercó a aquella cancela y la traspasó. Dentro le esperaba un niño llamado Luis Cernuda para descubrirle los secretos arcanos de su ciudad y también para inocularle el dulce veneno de la poesía.

Ahora, al cabo de los años, Rafael vuelve su vista hacia ese patio querido y recuerda para los amigos de Estado Crítico en su II Aniversario aquel lejano verano. Su "Rosebud" particular se pronuncia Ocnos en el aire de Sevilla.


Rafael Roblas Caride


Definitivamente aún era ajeno a su mal humor y a su condición de homosexual. Todavía no se había lanzado en tromba contra el resto de su Generación, ni la familia renegaba de su parentesco –el títo maricón-, ni mucho menos se había producido el rescate del poeta-símbolo del deseo incumplido. Por no conocer, ni lápida tenía en la memoria aquella vieja cristalería de la calle Acetres en una ciudad natal donde faltaban décadas para que algunos mármoles centenarios enterraran su olvido con lápidas laudatorias. En algún sitio había leído, eso sí, que Ocnos -aparte del nombre de un burro- era el libro más hermoso que se había escrito sobre esa ciudad suya que tanto amaba desde la candidez de creer el mundo perfecto. Y hacia él se lanzó con curiosa avidez y con la sorpresa de los adultos que intuían algún tipo de desgracia en ese mocoso de once años que prefería aquel volumen amarillento a los dibujos del Mortadelo que le regalaban por junio, cuando el curso terminaba.

El niño todo lo desconocía, porque virgen era su mundo y virgen su palabra Y si lo he dejado escrito no es por adorno. Luis Cernuda no era nadie. Nada más que un nombre sin significado, unas letras al lomo de un libro, porque inexplorado estaba el bosque de la literatura en su inocencia de vida sin pasado.

En muchas ocasiones recuerdo las tardes interminables de aquel verano. Ojos de asombro y descubrimientos de la mano del paisano Albanio. Libre de prejuicios y dudas. Audaz como sólo saben serlo los niños. Y me sorprendo, en el medio de aquel patio, escuchando al fondo el piano de Turina desde la casa paredaña, o mirando la vela superior del patinillo, lloviendo pacientemente las palabras desde el cielo, para dejar en mí el doloroso escozor de la belleza presentida.

Años después otras veces oíste los mismos sones, reconociéndolos y adscribiéndolos ya a tal músico de ti amado, pero aún te parecía subsistir en ellos, bajo el renombre de su autor, la vastedad, la expectación de una latente fuerza elemental que aguarda un gesto divino, el cual, dándole forma, ha de hacerla brotar bajo la luz.

El niño no atiende a los nombres sino a los actos, y en éstos al poder que los determina. Lo que en la sombra solitaria de una habitación te llamaba desde el muro, y te dejaba anhelante y nostálgico cuando el piano callaba, era la música fundamental, anterior y superior a quienes la descubren e interpretan, como la fuente de quien el río y aun el mar sólo son formas tangibles y limitadas. (Ocnos, “El piano”)

Ciudad tan distinta y tan distante. Tan conocida y tan cercana. Ciudad mía que fui empezando a querer, junto al latido del corazón de un muchacho esquivo. Cómo iba yo entonces a sospecharlo. Amores primeros a la luz de la luna y al calor del verano. Cuerpos de bronce, brillando resbalosos a la orilla del río que el niño despojaba de equívocos y vestía de belleza. Músicas, sombras, mar, ecos viejos, sones, olor de barrios y de barreduelas. Amores prohibidos tras cancelas que huían de tópicos de geranios y macetas. Palabras de un amigo desconocido que, sin saberlo, crecía y crecía en mi interior como un coloso, un ídolo inmortal transfigurado en modelo futuro. Así, así quiero yo escribir cuando sea mayor.

Ir al atardecer a la catedral, cuando la gran nave armoniosa, honda y resonante, se adormecía tendidos sus brazos en cruz. Entre el altar mayor y el coro, una alfombra de terciopelo rojo y sordo absorbía el rumor de los pasos. Todo estaba sumido en penumbra, aunque la luz, penetrando aún por las vidrieras, dejara suspendida allá en la altura su cálida aureola. Cayendo de la bóveda como una catarata, el gran retablo era sólo una confusión de oros perdidos en la sombra. Y tras de las rejas, desde un lienzo oscuro como un sueño, emergían en alguna capilla blanca formas enérgicas y extáticas. (Ocnos, “La catedral y el río”)

Después llegaría el destierro y la visión de la ciudad desde las brumas británicas. Tampoco el pequeño lector llegó a intuir los trasfondos morbosos, los juegos de manos y pinceles –Gregorio Prieto mira desde el fondo-, las posteriores ironías y mentiras interesadas de viudas medio locas e infelices. Nada de amantes ni de sordideces. En mi lectura infantil, Ocnos sigue siendo aquel libro blanco cuyo canto de amor perdura. Amor a una ciudad sin contornos ni nombre. Borroso caserío que tiene una torre en el centro, clavada como la flecha del deseo en el costado de Luis. Porque Luis –a secas- se llamaba el escritor de aquel maravilloso libro amarillento.

Todo en este país, él y la tierra donde se asienta, parece inconcluso, como si Dios lo hubiera dejado a medio hacer, recelando de la obra. Y tal el país, la ciudad. Esta ciudad ha sido cárcel tuya varios años, excepto para el trabajo, inútiles en tu vida, agostando y agostando la juventud que aún te quedaba, sin recreo ni estímulo exterior, igual aridez en los seres y las cosas. Como la ciudad es, fachadas rojas manchadas de hollín, repitiéndose menudas en la perspectiva, cofre chino que en su cofre encerrara otro, y éste otro, y éste otro, así los seres que ellos habitan: monotonía, vulgaridad, repelente en todo ¿Cómo llenar las horas de esta existencia sin fondo? (Ocnos, “Ciudad Caledonia”)

Tierra nativa sevillana, también a medio hacer. Gloriosamente inconclusa. Os amo tanto como os odio. Quizás por la claridad de mi mirada nunca me ofendió la maldición de aquel transterrado. Os amo tanto como os odio. Entonces yo tenía once años. Han pasado por mí olvidos y desengaños. Descargó la tormenta de la injusticia y de la ira. Conocí el desamor. La inocencia fue agriándose y dibujó en mi cara una mirada torva y resabiada. No corren buenos tiempos para la prudencia. Hoy, mi vivido presente firma también las palabras de Cernuda. Él ya pertenece en mi conocimiento a una vida y una época concretas. Dejó de ser aquel Albanio de inmensos ojos que se sentaba conmigo en el patio de losetas negras y blancas y se convirtió en un inadaptado, solitario y neurasténico que murió en el exilio mexicano. Olvidado por todos, obsesionado por una felicidad que nunca alcanzó, masacrado por la realidad que aniquiló también el deseo de ser él mismo. Poeta tabú, rescatado mártir de la transición, gurú de la poesía de la experiencia, merchandising de una supuesta literatura homosexual. Demasiados cambios, ¿verdad? No son los únicos.

Pasaron los años, sí. Sin embargo, en mi memoria perdura –y cómo la añoro- aquella lectura de Ocnos en las puertas de mi vida. Ese verano inolvidable que me reveló una ciudad y que dibujó el mapa sentimental de un mundo al que también odio y amo a partes iguales. Y que echo de menos cuando, por temporadas, el aguijón de la realidad me hiere y escuece. Esos días azules y ese sol de mi infancia, que traducido resulta: volver a la niñez sin pensar ni ser nada.

2 comentarios:

Jesús Cotta Lobato dijo...

Pero qué ganas me han entrado de volver sobre ese libro que hace décadas que no leo. Es maravilloso descubrir hasta qué punto un libro puede penetrar en el alma de uno y marcarlo. Un abrazo.

Rafael dijo...

Gracias, monsier Cotta. Me alegra ver que he despertado en usted las ganas de volver a Cernuda. No es mala elección para esas largas siestas veraniegas. Un aabrazo "ex corde".