10 abril 2012

Cosas extrañas, como bodas


Muchos matrimonios

Sherwood Anderson

Gallo Nero, 2012

ISBN: 978-84-938568-9-2

223 páginas

19 €

Traducción de Laura Salas Rodríguez



Sara Mesa

Cuenta el mismo Sherwood Anderson en el prólogo de este libro que escribió Muchos matrimonios durante un invierno en Nueva Orleans, en una especie de retiro voluntario que emprendió hacia el Sur para buscar el campo, la tierra y la naturalidad de la vida sencilla, y también para huir, por un tiempo, de la prosperidad industrial de Chicago. Está claro que esta atmósfera y este deseo impregnaron la novela de cierto misticismo en la reivindicación de la naturaleza esencial del hombre, sus deseos de libertad y la necesidad de luchar contra los convencionalismos. “El relato se desarrolló con agilidad, quizá porque respondía a una inspiración muy arraigada en mí. No recuerdo haber escrito nunca con la misma espontaneidad y felicidad”, explica el escritor.

Estas circunstancias, a mi parecer, explican las virtudes y los defectos de Muchos matrimonios. Estamos ante un libro extraño, una rareza espontánea y valiente, que en plenos años 20 del pasado siglo se atrevió a cuestionar radicalmente no solo la institución del matrimonio, sino también los fundamentos mismos de la ideología norteamericana: trabajo, progreso, raciocinio, responsabilidad, religión. Y lo hizo sin tapujos, sin rodeos, explícitamente: “Era un concepto exclusivo de los estadounidenses, que siempre se repetía de modo indirecto en los periódicos, las revistas y los libros. Tras él había una insípida e insana filosofía de vida: "Todo funciona en conjunto para bien. Dios está en el cielo, todo va bien en el mundo. Todos los hombres son creados libres e iguales"”.

1923, no lo olvidemos: hace ya casi un siglo. Anderson, que ya había abordado en sus anteriores libros los problemas de la industrialización, se centra ahora en el artificio del matrimonio, aunque con la mirada puesta siempre más allá de la anécdota. John Webster, el protagonista de la novela, es un americano medio en la treintena, próspero vendedor de lavadoras, poseedor de una familia y una vivienda, visitante ocasional de prostitutas, moderadamente satisfecho con su vida. No siempre fue así. En otro tiempo quiso ser filósofo, o escritor. Reflexionaba constantemente sobre sus actos y sobre la libertad de sus actos. Pero la vida, los años, lo cambiaron. Y de pronto, en medio de su aplastante monotonía, se produce un cortocircuito, un chispazo decisivo: basta con una mirada de su secretaria, y el mundo entero se derrumba. Una ilusión nueva, sí, pero también, en cierto modo, una catástrofe.

¿Una historia vulgar? Solo en apariencia. Hay mucho más que eso. El propio Webster sabe -y así lo dice- que fue su secretaria la que ocasionó la revulsión, pero que podría haber sido cualquier otra mujer. Sabe -y lo deja intuir- que esa historia también está abocada al fracaso. Sabe -y se arriesga a exponerlo claramente- que el amor es múltiple, es inagotable y no puede centrarse en una única mujer, ni en un único hombre. Esto, imaginémoslo en su momento, debió de ser profundamente subversivo (al parecer el libro fue considerado inmoral, antisocial y fue vetado en muchas librerías). Pero aún hay más: debió de ser muy polémica también la puesta en escena religiosa que organiza el protagonista para conversar, por última vez, con su mujer y su hija –velas, un santuario con una Virgen, él completamente desnudo, frente a la imagen-; la visión del sexo como fusión natural de los cuerpos, que casi recuerda al panteísmo de Whitman (“Uno podía derrumbar todos los muros y verjas y entrar y salir de muchas personas, convertirse en muchas personas. Uno podía convertirse por sí mismo en una ciudad entera llena de gente, en una ciudad, en una nación”), el encanto fugaz de la belleza y el error de pretenderla apresar para uno, en exclusiva y para siempre (“Cuando existía, aparecía en la gente por destellos. Uno se presentaba ante otro y el destello aparecía. Cuánta confusión provocaba. Luego seguían cosas extrañas, como bodas”).

Uno de los mayores aciertos del libro es la creación del personaje de la hija, al que su padre ilustra en los principios de la libertad amorosa. Deslumbrado por su propia revelación, desea transmitírsela a ella para evitar que reproduzca en su vida la tragedia del matrimonio. Anderson aboga por la libertad sexual también para las mujeres (1923, recordemos de nuevo). Y lo hace incluso entrando en terreno pantanoso, bordeando casi el incesto, puesto que Webster es capaz de descubrir en su hija a una mujer, y ella de ver a su padre como un hombre. Ambos se miran y valoran los cuerpos: él, recordemos, desnudo, abraza a su hija; ella, consciente de esa desnudez, lo mira como quien mira a un amante.

A pesar de su osadía, John Webster no nos resulta un personaje simpático. Víctima él también de una sociedad reglamentada y claustrofóbica, centrada en la producción y el progreso económico, emprende una ruptura desesperada y egoísta, excesivamente arrebatada. En realidad, todos los personajes de esta historia parecen abocados a la tragedia; ven pasar por su lado el dolor de los otros sin inmutarse, y sin embargo sufren intensamente por sí mismos. El final de la novela, por ello, es inquietantemente sesgado, dejando a algunos personajes -en especial a la esposa de Webster- caricaturizados cruelmente.

Con todo, creo que Muchos matrimonios no ha de interpretarse de una manera literal. Veo en esta novela más un propósito estético o filosófico que una construcción literaria. La espontaneidad de su redacción (ese estado de gracia y felicidad en que fue escrita, según el mismo autor) se traduce también en un exceso de adoctrinamiento: es más una obra de ideas, o de tesis, que de personajes. Algunas analogías (cuerpo/casa, sobre todo) se explotan demasiado, a veces de manera confusa o contradictoria, como si el autor quisiera trazar un nuevo camino narrativo -más introspectivo o filosófico que el de sus cuentos- sin encontrar verdaderamente el modo de plasmarlo. La descripción de momentos de supuesta tensión, en otras ocasiones, puede bordear el ridículo para el lector contemporáneo. No se trata de que sea necesaria la contextualización social de una obra de principios del XX, sino del hecho de que la novela no ha resistido bien el tiempo, literariamente hablando.

La prosa de Muchos matrimonios está lejos de la brillantez de los relatos de Winesburg, Ohio, publicados tan solo cuatro años antes, en 1919. El maestro del cuento norteamericano, modelo reconocido para Hemingway, Faulkner o Richard Ford, entre muchos otros, con su maravillosa sencillez y esa candidez aparente que caracterizaba a sus personajes complejos y vivos, experimenta en esta novela con una forma narrativa más cercana al monólogo, a la reflexión sobre los recuerdos y la descripción demorada y perspectivista de escenas con valor simbólico. Los resultados son muy desiguales. En algunos casos, me temo, su escritura se ve perjudicada también por una traducción que da la impresión de ser excesivamente rígida y ampulosa.

1 comentario:

Inés de la Fressange dijo...

Estimada Sara, ha sido usted muy, muy benévola tanto con la obrita en cuestión como con la traducción, que podrían catalogarse, respectivamente, de "tostón" y "despropósito léxico-gramatical".
Un saludo, y no sea tan comedida la próxima vez, puñetas!