Álvaro de la Rica
Editorial Trotta, 2009
ISBN: 978-84-9879-04
142 páginas
13 euros
Javier Mije
La existencia es injusta y sus atributos están desigualmente repartidos. Si en cada cabeza humana se encuentra la catástrofe humana que corresponde a esa cabeza, si como escribió el lúcido Bernhard tocamos a calamidad por barba, y esta mañana se levanta usted el cráneo y no halla más que una ligera migraña es sin duda por un desajuste estadístico del tipo avícola –esto es, si usted se ha comido dos pollos y yo ninguno en el recuento resulta que nos hemos zampado uno cada uno-. Pues bien, si su cabeza está desprovista de desastres (pero no lo creo), si como dice un horripilante anuncio, no hay en ella más que mujeres y caspa es porque, en lo referente a las catástrofes, Kafka se comió la granja. De todas ellas una de las más frecuentada por la crítica es la que resulta del conflicto entre la literatura y la vida. No podía ni quería vivir sin mujeres. Es abrumador el tiempo que empleó en conquistarlas, marearlas y abandonarlas. Confió en el matrimonio como única tabla de salvación para su complicadísima situación familiar. Pero en su torturada percepción ese compromiso era incompatible con la escritura. Escribir equivalía a morir, casarse con Felice, Dora o Milena era abrazar la vida. Kafka eligió morir: “si no escribiera yacería en el suelo, digno de ser barrido”, afirmó en carta a Felice poco antes de concebir al personaje que corrió esa misma suerte al metamorfosearse en insecto. Para Canetti, “el hecho concreto de no poder vivir la vida y escribir a un tiempo, esa imposibilidad, le degrada y es la que se expresa a través de la imagen del escarabajo”. La reducción de su horizonte vital a la escritura lo convierte en culpable. No es extraño que el reo de En la colonia penitenciaria sufra el tormento de una máquina que escribe sobre el condenado hasta matarlo. Kafka estaba hablando de la escritura que mata. Tenía 40 años cuando la tuberculosis lo fulminó. Resuelta la catástrofe humana correspondiente a esa privilegiada cabeza se inició la leyenda kafkiana.
Kafka y el holocausto es un interesante, elaborado y comprometido ensayo. Un libro de libros, como señala Álvaro de la Rica, compuesto con los descubrimientos de otros autores y por sus propias contribuciones al torbellino de la interpretación de la obra del escritor de Praga. Kundera acuñó el término kafkología para referirse a la hermenéutica kafkiana. Kafkología quijotesca, añadiría yo, si aceptamos que la grandeza de obras como Ante la ley, El castillo o El proceso deriva parcialmente de su ininteligibilidad. Kafka es sobre todo un estilo narrativo. De la Rica analiza su técnica en los siguientes términos: en un contexto cargado de elementos increíbles contrasta la visibilidad de las imágenes, la claridad del estilo, con la imposibilidad de comprensión. Si la alegoría establece un paralelismo entre un sistema de imágenes y unos pensamientos abstractos, Kafka supera lo alegórico: “la alegoría dice una cosa por medio de algo distinto, descontando que ese algo distinto no tiene la mayor importancia en sí. En la obra de Kafka, en cambio, lo que tiene importancia y valor son las imágenes concretas”. Uno de los rasgos de lo kafkiano resultaría de que esa visión no es la traducción de nada. No remite a nada. Otro es su carácter profético, no tanto porque anticipara o convocara mediante su mención los demonios del totalitarismo, sino en el sentido de que su obra desvela lo oculto. Para Hannah Arendt las narraciones de Kafka retratan los abusos de un poder omnímodo en contra del individuo. “La maldad de ese mundo es su arrogante pretensión de ser una necesidad divina. Kafka se propone destruir ese mundo reflejando con brutal claridad su horrible estructura”. Estas tenebrosas instancias del poder atemorizan al hombre, y son para la filósofa alemana la protesta de Kafka al legalismo judío: la presión de la Ley, el sentimiento de culpa y la denuncia de una sociedad que se convierte en representante de Dios en la tierra.
Es precisamente cuando el ensayista expone sus ideas religiosas, para iluminar con la obra de Kafka algunos preceptos católicos, cuando a este reseñador le resulta difícil seguir manteniendo un diálogo fructífero con su texto. No entiendo por qué “el matrimonio es el único modo real en el que el hombre y la mujer, al unirse, cuerpo y alma mutuamente entregados, transmiten la vida”. Ni puedo estar de acuerdo con el aserto bíblico “según el cual el temor de Dios es el principio de la sabiduría”. Tampoco, si recuerdo el rostro de Rouco Varela o el comportamiento de la Iglesia Católica -con sus muy honrosas excepciones- durante nuestra Guerra Civil, puedo aceptar sin más que “nunca ha resultado fácil encontrar sacerdotes que defiendan abiertamente la mentira y el orden de lo necesario”. No estoy seguro de que convengan estas afirmaciones dogmáticas a un libro de Literatura Comparada que, por lo demás, he leído con gusto y provecho.
Kafka y el holocausto es un interesante, elaborado y comprometido ensayo. Un libro de libros, como señala Álvaro de la Rica, compuesto con los descubrimientos de otros autores y por sus propias contribuciones al torbellino de la interpretación de la obra del escritor de Praga. Kundera acuñó el término kafkología para referirse a la hermenéutica kafkiana. Kafkología quijotesca, añadiría yo, si aceptamos que la grandeza de obras como Ante la ley, El castillo o El proceso deriva parcialmente de su ininteligibilidad. Kafka es sobre todo un estilo narrativo. De la Rica analiza su técnica en los siguientes términos: en un contexto cargado de elementos increíbles contrasta la visibilidad de las imágenes, la claridad del estilo, con la imposibilidad de comprensión. Si la alegoría establece un paralelismo entre un sistema de imágenes y unos pensamientos abstractos, Kafka supera lo alegórico: “la alegoría dice una cosa por medio de algo distinto, descontando que ese algo distinto no tiene la mayor importancia en sí. En la obra de Kafka, en cambio, lo que tiene importancia y valor son las imágenes concretas”. Uno de los rasgos de lo kafkiano resultaría de que esa visión no es la traducción de nada. No remite a nada. Otro es su carácter profético, no tanto porque anticipara o convocara mediante su mención los demonios del totalitarismo, sino en el sentido de que su obra desvela lo oculto. Para Hannah Arendt las narraciones de Kafka retratan los abusos de un poder omnímodo en contra del individuo. “La maldad de ese mundo es su arrogante pretensión de ser una necesidad divina. Kafka se propone destruir ese mundo reflejando con brutal claridad su horrible estructura”. Estas tenebrosas instancias del poder atemorizan al hombre, y son para la filósofa alemana la protesta de Kafka al legalismo judío: la presión de la Ley, el sentimiento de culpa y la denuncia de una sociedad que se convierte en representante de Dios en la tierra.
Es precisamente cuando el ensayista expone sus ideas religiosas, para iluminar con la obra de Kafka algunos preceptos católicos, cuando a este reseñador le resulta difícil seguir manteniendo un diálogo fructífero con su texto. No entiendo por qué “el matrimonio es el único modo real en el que el hombre y la mujer, al unirse, cuerpo y alma mutuamente entregados, transmiten la vida”. Ni puedo estar de acuerdo con el aserto bíblico “según el cual el temor de Dios es el principio de la sabiduría”. Tampoco, si recuerdo el rostro de Rouco Varela o el comportamiento de la Iglesia Católica -con sus muy honrosas excepciones- durante nuestra Guerra Civil, puedo aceptar sin más que “nunca ha resultado fácil encontrar sacerdotes que defiendan abiertamente la mentira y el orden de lo necesario”. No estoy seguro de que convengan estas afirmaciones dogmáticas a un libro de Literatura Comparada que, por lo demás, he leído con gusto y provecho.
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