Emilio Calderón
Planeta, 2009.
ISBN. 978-84-08-08924-7
312 pág.
21 euros.
Alejandro Luque
Concebir una novela a la antigua usanza, de esas en las que suceden cosas; y ambientarla nada menos que en la India, en el periodo colonial inmediatamente anterior a su emancipación del Imperio británico, es una verdadera temeridad para cualquier escritor que no tenga la suerte de llamarse Rudyard Kipling. El finalista del premio Planeta 2009, Emilio Calderón, ha querido asumir este desafío y sale airoso de él con La bailarina y el inglés, una ambiciosa novela que bien podría leerse como un implícito homenaje al autor de Kim y El libro de la selva.
De entrada, con La bailarina y el inglés cabe hablar de dos novelas en un solo volumen: una primera mitad que transporta al lector a ese mundo exótico de elefantes y marajás, a modo de fresco de época generoso en datos fidedignos y bien documentados detalles, y una segunda donde la acción se dinamiza hasta entrar de lleno en los predios del thriller.
El inglés del título es el superintendente Masters, policía accidental y amante de las citas sentenciosas, nacido en la India de padres británicos –como el propio Kipling, que vino al mundo en Bombay-, obsesionado hasta la idealización con el hecho de no haber pisado nunca Inglaterra, y con ese complejo de desarraigo que Pérez Domínguez llamaría precisamente el síndrome de Mowgli.
La bailarina, cuya presencia en las primeras 150 páginas de la novela es casi testimonial, recibe el nombre de Lalita Kadori. Se trata de una devadasi, casada con un dios siendo muy niña y prostituida por los sacerdotes hindúes y miembros de las castas altas, cuya posición le permite no obstante acceder a los libros y, con ellos, a un sentido crítico muy avanzado para su época. El contexto en el que ambos personajes se encontrarán es de enormes tensiones sociales, un país que asemeja una gigantesca olla a presión entre la feroz represión británica y los movimientos a favor de la no violencia capitaneados por el Mahatma Gandhi, y a cuyos graves conflictos internos vienen a sumarse las tentaciones invasoras de las tropas japonesas.
Probablemente, uno de los grandes aciertos del libro es su huida de los cauces narrativos lineales y la apuesta por la hibridación de géneros, lo que permite al escritor malagueño demostrar su raza de contador de cuentos. Así, el hilo argumental de la novela se va desenrollando salpicado de abundantes digresiones, entre las que cabe todo, desde las anécdotas históricas a los guiños intertextuales o las fábulas morales.
Y cuando ya la narración discurre con fuerza por ese cauce, el robo de unas joyas y el misterioso asesinato del cazador Lewis Wilson, amigo de Masters, corregirá su curso hacia una intrincada trama política. Todo ello hará que esta novela complazca por igual a los seguidores habituales de un Jorge Bucay y a los amantes de la intriga a lo Conan Doyle, así como a aquellos que busquen una lectura algo más robusta, por ejemplo un E. M. Forster, al que por cierto se cita en varias ocasiones.
Pocos reproches pueden hacerse a la prosa limpia y eficaz de Calderón, aunque alguno siempre cabe: la circunstancia de que todos los personajes, indios o ingleses, se avengan al mismo tono de voz uniforme, excesivamente homogéneo, resta cierto relieve al conjunto; por otro lado, la ingente información que maneja el autor no siempre se muestra del todo disuelta en el caldo de la historia, como es preceptivo en la cocina de la narrativa de corte histórico. Claro que si estos matices fueran tan asequibles, apenas tendría mérito llamarse Rudyard Kipling.
[Publicado en la revista Mercurio]
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