David Monteagudo
Acantilado, 2009
ISBN: 978-84-92649-23-5
352 pág.
19 euros
Carolina León
Una llamada de teléfono y una invitación. Del pasado llega una propuesta para celebrar los veinticinco años de cierto “evento”, entre viejos conocidos que formaban una pandilla de amigos. No hay datos ni detalles ajenos a la escena, no interfiere la voz narradora en nada que no se produzca -ficción mediante- en la superficie de la situación. Ni psicología ni penetración metafísica, por más que nos apeteciera entender desde el interior qué tipo de inquietud ha asaltado a ese personaje que atiende a una voz desconocida al otro lado del hilo, que se comporta extraño, revuelto, que discute de pronto con su mujer a cuenta de la inoportuna llamada.
La reunión se fija en alguna noche veraniega de luna nueva, en la que nueve personajes se reencuentran en el mismo lugar en que vivieron aquella otra noche “mágica”, un refugio de montaña. Los personajes, prácticamente desconocidos entre ellos, intentan en vano generar cierta naturalidad, tratarse como los colegas de la pandilla que fueron. Desde muy prontito asistimos al rebrote de extraños rencores, y al peso sobre las conciencias de un “secreto” o cosa semi oculta que escuece más o menos a todos por igual. En el momento en que empiezan a crecer las tensiones, algo sucede.
Y hasta aquí podemos leer.
Porque, consciente o inconscientemente, en el desarrollo de esta novela (toda ella “trama” o toda ella “evento”), uno no puede evitar pensar en su parecido con una serie televisiva. Con una de estas series inteligentes y bien armadas, en las que los acontecimientos se arrastran uno a otro y el espectador queda enganchado desde el episodio piloto (aquí, a lo mejor, esa llamada de teléfono que ya contiene las claves de mucho de lo que va a contarse después). Por ello, porque el argumento es de tanto peso en Fin, no podemos contar mucho más.
Pero sí podemos contar cómo se pasa.
Se pasa bien, exageradamente bien. Con ese arranque, vamos asistiendo a un desarrollo tan minucioso como inquietante, tan hecho de aristas como de misterios. No es que se escamotee la información: es que el lector está sometido, obligado a mantenerse en un puesto de vigilante, sin una situación espacial definida pero eso sí, sin capacidad de acción ni intervención. Todo lo que nos es dado hacer, es dejarnos guiar por una voz narradora precisa, externa, carente de implicación. Y, con ella, mirar, escrutar, tratar de interpretar los gestos, las pocas pistas, las entonaciones de los personajes, registradas prácticamente sin comentario.
Eso construye esta novela. Eso la hace especial y consigue envolver al lector como en una de las más inquietantes ficciones de los últimos tiempos (el eco de Perdidos es constante, pero lejano). Fiel y despiadado, el narrador no se involucrará jamás, y no va a darnos más información que la que registraría una cámara de seguridad. Lo intento una vez más: es como si la narración fuese la descripción de grabaciones por parte de un vigilante sin mucha imaginación.
Es posible que ese sea el principal (o quizá único) defecto del libro. La prosa-grabación es a veces poco original, o cae en fórmulas gastadas. No se permite metáforas y dislocaciones que suelen hacer más grata cualquier lectura. Es registro correcto y hasta elegante. Todo lo más “personal” del entramado gramático está en las conversaciones: abundancia, bastante bien cosida, de diálogos entre los personajes. Pero, al mismo tiempo, es una narración cuyo ritmo, cuya capacidad de atrapar ¡no decae prácticamente en ninguna página! Es la tradición de la mejor narrativa clásica y es, a la vez, la mejor narrativa televisiva. Y es una novela impecable.
Están, además, docenas de temas interiores, latentes. Se nos van a contar muchas cosas en su desarrollo, pero es sobre todo una novela sobre la pequeñez y la estrechez mental del hombre/la mujer actual. Una novela sobre “el miedo”. El regusto final es un tanto agridulce, pero si desentraño más estropeo la fiesta. Así que lo dejaremos aquí: el primer trabajo de un recién llegado a la literatura (o eso se dice del autor en la solapa del libro) es un magnífico artefacto narrativo que no pretende una revolución estética, aunque sí puede revolucionarte un suculento fin de semana.
Una llamada de teléfono y una invitación. Del pasado llega una propuesta para celebrar los veinticinco años de cierto “evento”, entre viejos conocidos que formaban una pandilla de amigos. No hay datos ni detalles ajenos a la escena, no interfiere la voz narradora en nada que no se produzca -ficción mediante- en la superficie de la situación. Ni psicología ni penetración metafísica, por más que nos apeteciera entender desde el interior qué tipo de inquietud ha asaltado a ese personaje que atiende a una voz desconocida al otro lado del hilo, que se comporta extraño, revuelto, que discute de pronto con su mujer a cuenta de la inoportuna llamada.
La reunión se fija en alguna noche veraniega de luna nueva, en la que nueve personajes se reencuentran en el mismo lugar en que vivieron aquella otra noche “mágica”, un refugio de montaña. Los personajes, prácticamente desconocidos entre ellos, intentan en vano generar cierta naturalidad, tratarse como los colegas de la pandilla que fueron. Desde muy prontito asistimos al rebrote de extraños rencores, y al peso sobre las conciencias de un “secreto” o cosa semi oculta que escuece más o menos a todos por igual. En el momento en que empiezan a crecer las tensiones, algo sucede.
Y hasta aquí podemos leer.
Porque, consciente o inconscientemente, en el desarrollo de esta novela (toda ella “trama” o toda ella “evento”), uno no puede evitar pensar en su parecido con una serie televisiva. Con una de estas series inteligentes y bien armadas, en las que los acontecimientos se arrastran uno a otro y el espectador queda enganchado desde el episodio piloto (aquí, a lo mejor, esa llamada de teléfono que ya contiene las claves de mucho de lo que va a contarse después). Por ello, porque el argumento es de tanto peso en Fin, no podemos contar mucho más.
Pero sí podemos contar cómo se pasa.
Se pasa bien, exageradamente bien. Con ese arranque, vamos asistiendo a un desarrollo tan minucioso como inquietante, tan hecho de aristas como de misterios. No es que se escamotee la información: es que el lector está sometido, obligado a mantenerse en un puesto de vigilante, sin una situación espacial definida pero eso sí, sin capacidad de acción ni intervención. Todo lo que nos es dado hacer, es dejarnos guiar por una voz narradora precisa, externa, carente de implicación. Y, con ella, mirar, escrutar, tratar de interpretar los gestos, las pocas pistas, las entonaciones de los personajes, registradas prácticamente sin comentario.
Eso construye esta novela. Eso la hace especial y consigue envolver al lector como en una de las más inquietantes ficciones de los últimos tiempos (el eco de Perdidos es constante, pero lejano). Fiel y despiadado, el narrador no se involucrará jamás, y no va a darnos más información que la que registraría una cámara de seguridad. Lo intento una vez más: es como si la narración fuese la descripción de grabaciones por parte de un vigilante sin mucha imaginación.
Es posible que ese sea el principal (o quizá único) defecto del libro. La prosa-grabación es a veces poco original, o cae en fórmulas gastadas. No se permite metáforas y dislocaciones que suelen hacer más grata cualquier lectura. Es registro correcto y hasta elegante. Todo lo más “personal” del entramado gramático está en las conversaciones: abundancia, bastante bien cosida, de diálogos entre los personajes. Pero, al mismo tiempo, es una narración cuyo ritmo, cuya capacidad de atrapar ¡no decae prácticamente en ninguna página! Es la tradición de la mejor narrativa clásica y es, a la vez, la mejor narrativa televisiva. Y es una novela impecable.
Están, además, docenas de temas interiores, latentes. Se nos van a contar muchas cosas en su desarrollo, pero es sobre todo una novela sobre la pequeñez y la estrechez mental del hombre/la mujer actual. Una novela sobre “el miedo”. El regusto final es un tanto agridulce, pero si desentraño más estropeo la fiesta. Así que lo dejaremos aquí: el primer trabajo de un recién llegado a la literatura (o eso se dice del autor en la solapa del libro) es un magnífico artefacto narrativo que no pretende una revolución estética, aunque sí puede revolucionarte un suculento fin de semana.
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