30 abril 2013

El antidukan ha llegado al fin


El martirio del obeso

Henri Béraud

Tropo, 2013

ISBN: 978-84-96911-61-1

140 páginas

17 €

Traducción de Verónica Fernández Camarero



Manolo Haro

El guatemalteco 'parisien' Emilio Gómez Carrillo le dedicó una elogiosa página en el ABC del 31 de marzo de 1923 a la novela El martirio del obeso, que el año anterior había sido galardonada con el Premio Goncourt. Gómez Carrillo firmaba aquel artículo desde una Niza marzal en la que ya habían dado con sus huesos Scott Fitzgerald y la bella Zelda. Llamo la atención sobre este detalle porque el cronista, como el que no quiere la cosa, respiró los mismos aires que muchos de los monstruos y enanos literarios de finales y principios de siglo: Verlaine, Darío, Wilde y Fitzgerald, por el lado de las monstruosidades, y Pierre Louys y Alejandro Sawa por el de las enaneces. Por lo que vio y oyó este bohemio de libro, hay que prestarle atención a lo que dijo acerca de la novela de Henri Béraud que nos ha devuelto a la vida Tropo Editores.

Francia es una nación extraña. Capaz de aupar y hundir al mayor benefactor de la humanidad del decadente mundo desarrollado casi al unísono (me refiero al nutricionista-mago Pierre Dukan), se permitió el lujo de premiar en 1923 –cuando las panzas embutidas en los chalecos abotonados de la burguesía parisina iban reduciendo su diámetro por  mor de las modas y las guerras– una novela que el citado Gómez Carrillo calificó de “obrita maestra” y que no habla de otra cosa que de los sinsabores de un gordo enamorado de una ninfa 'bourgeoise' y casada. Como muchos de los novelistas de los albores del XX, Béraud era hijo de las  poses atormentadas del joven Werther, de sus vástagos posteriores como el Dostoievski de Noches blancas, del realismo especular de Stendhal y de las querencias a la consabida tríada de adúlteras (Bovary, Karenina y Ozores). Como suele ocurrir, al agotamiento del género le viene al rescate una lectura, por lo general, irónica o realizada desde un ángulo ominoso. El héroe de El martirio del obeso hace las veces de tal: una voz anónima que cuenta, entre jarra y jarra de Bass o Guiness, al estilo de Ojos negros de Nikita Mikhalkov –uno que relata y otro que escucha sin apenas intervenir– el triángulo amoroso entre un marido, su mujer Angéle y él mismo, un gordo enamorado. Un antihéroe entrado en kilos que va urdiendo la narración colando reflexiones sobre las veleidades de los obesos, el cambio de canon físico y las tribulaciones de los gordos 'in love', mientras nos da pinceladas de sus avances amorosos con la bella Angéle.

Tras el descubrimiento en directo de una infidelidad del marido, la joven recurre al obeso amigo para hacer el 'Grand Tour' habitual en la época: El Cairo, Argel, Málaga, Barcelona, Cerdeña, Palermo, Roma, Venecia, Munich, Wiesbaden, Colonia o Amsterdam. Son sólo nombres con los que enriquecer la tramoya, pues nada se cuenta de estas ciudades; actúan como un aroma lejano donde encajar el breve anecdotario que produce la huida de la bella y la bestia y la persecución del marido. En ese trajín, pronto se dará una metamorfosis en la relación entre ambos que el lector interesado habrá de descubrir por sí solo. Para mi gusto, lo mejor del libro se encuentra en cierto deje aforístico al estilo de Jules Renard que salta de vez en cuando en estas páginas, entre lo irónico, la queja o la reflexión entrada en carnes. Para muestra, unos cuantos botones:

Ni gustar, ni disgustar, mantenerse alejado de los fuegos del flirteo, divertir a las muchachas y dejar tranquilos a los maridos es, a día de hoy, nuestro destino, el de los galanes anchurosos, los buenos gordos con los que todas quieren estar pero a los que nadie quiere”.

No puedo mirar un retrato del Rey Sol ni contemplar su vientre borbónico sin que se me llenen los ojos de lágrimas”.

Este que habla ha sufrido el suplicio de los paquebotes, de los coche-camas y de los ingleses”.

La verdad que nadie se atreve a confesar es que una vez que se esfuman las ilusiones, nos pasamos la vida echando vaho sobre el espejo de la decepción”.

Cuando se ha superado la edad en la que las chiquillas colgadas de nuestro brazo se ríen de los señores sentados en un banco, no queda más remedio que resignarse a la complacencia y a las mentiras del amor recalentado”.

La ropa moderna, ¡ese es nuestro enemigo! ¡Vivan el peplo y la toga! Aspiro al regreso de las modas, antiguas, excepto en lo que concierne a los automóviles y a los cócteles”.

El mundo de los años veinte se estaba precipitando al cataclismo más rotundo con el que nos íbamos a encontrar en la Edad Contemporánea. La política, la economía y la geoestrategia, pero también los usos amorosos y a los perfiles abdominales, experimentarían poco a poco  cambios cuya espuma mojarían las costas de nuestros días. “¡Permítame que le explique que la corpulencia de los caballeros estaba en boga en los aledaños de la Exposición de 1900! En realidad, esa fue la última vez que estuvo de moda. Los sastres trabajaban para favorecernos. ¡Le aseguro que lo chic entonces no era lucir unos hombros escurridos! Del mismo modo que a las mujeres les avergonzaría estar planas, los hombres se esforzaban por no parecer alfeñiques. Nunca la sociedad pareció mejor alimentada; era el príncipe de Gales, el apetitoso Eduardo VII, quien marcaba el tono, no como ahora con esos bailarines argentinos y serpentinos”. Entrelíneas se oye la voz del Gardel que conquistó París en los veinte y que luego se vería apagada por el ascenso del jazz; y claramente se observa la asunción del mundo de la flaqueza y lo magro. Gómez Carrillo afirmaba en su En plena bohemia que Verlaine se pasaba largas horas en el café François I del bulevar Saint-Michel, entre ajenjo y ajenjo, repitiendo “¡Ce cochon de France!” No le faltaba razón al hombre. Abandonen el dukanismo y lean.

1 comentario:

Mariluz dijo...

Me alegra saber de nuevo de este reseñista prófugo. Alicante, no sé si por la horchata industrial, las heladerías locales o la pura fritanga, está convirtiéndose en la Meca de la gente ancha. ¿Cree usted que este libro me daría fuerza para volver al biquini, señor Haro?