31 diciembre 2009

Filosofía a la hora del té verde

Conversaciones en Tánger

Joaquín Mayordomo

Tres Culturas, 2009
Pág.: 232
Precio: 10 €
ISBN: 978-84-937041-1-7




Ilya U. Topper

El problema de algunos libros es que su portada promete demasiado. O tal vez el problema sea mío por imaginarme demasiado: reconozco que tengo una fantasía algo desbocada. Pero cuando veo un título como “Conversaciones en Tánger” no puedo evitar pensar que debo leer este libro porque tendrá que ver con Marruecos.
Y eso es sólo en parte cierto en el caso del libro de Joaquín Mayordomo. Aquí hay ocho entrevistas (la novena, la de Lourdes Ortiz, es un largo perfil pespunteado por algunas declaraciones de ella) que el periodista salmantino hizo a seis pensadores españoles ―Fernando Rodríguez Lafuente, Pedro Molina Temboury, Juan Goytisolo, José Luis Pardo, Ruth Toledano y Javier Sádaba― y dos marroquíes ―Mustafa Akalay Nasser y Nadia Naïr―. Se trata de la lista de conferenciantes invitados por el Foro Observación Tánger Tarifa (FOTT) en 2006 y 2007 a mesas de debate en el Instituto Cervantes y el colegio Severo Ochoa en Tánger.
Tanto Akalay como Naïr ofrecen una visión interesante de Marruecos de la que hay mucho que aprender: ambos pertenecen a esta vanguardia intelectual marroquí, urbana, liberal, laica y crítica, que lucha desde dentro a favor del progreso social y sobre todo mental de su país. A ellos se les une, desde su incuestionable experiencia, el escritor Juan Goytisolo, residente en Marrakech.
Pero ahí se acaba la cosa para quien busca contenido referido a Marruecos. En las otros cinco entrevistas, el periodista intenta conducir la conversación reiteradamente hacia el país magrebí, y especialmente hacia los derechos de la mujer y la polémica del velo, pero sus interlocutores tienen la franqueza de admitir que ignoran todo sobre esta sociedad y, aparte de reflexionar sobre los conceptos de inmigración e integración, se limitan a hablar de lo que saben: Kant, Wittgenstein, Michel Houellebecq, Euskadi, Argentina o los Legionarios de Cristo. Exceptuando a Ruth Toledano, que se marca un encendido alegato feminista sobre la universalidad de ciertos valores humanos, como la igualdad de mujeres y hombres, más allá de todo pretendido “respeto hacia otras culturas” (apunten un aplauso por parte de quien suscribe esta reseña), cercano a las opiniones que defiende en su reciente libro Amin Maalouf y cerrando filas con Fadela Amara.
En resumen: si usted quiere conocer la opinión de algunos de los más destacados filósofos españoles sobre la sociedad en la que vivimos, tiene seis entrevistas interesantes. Si quiere saber algo sobre Marruecos, tiene tres (la de Goytisolo, joya de la corona del libro, juega en ambas ligas). Pero no me puedo quitar la sensación de que el conjunto es algo irregular. Qué no habría dado por un libro que, junto a las de Akalay y Naïr, me ofreciera entrevistas con otros exponentes de la vanguardia marroquí: Soumaya Naamane-Guessous, Mohamed M’jid, Abdelatif Laâbi, Khadija Rouissi, Abraham Serfaty, Lotfi Akalay, Najat Ikhich, Amina Bouayache, Khadija Ryadi...
Me descubro criticando a Joaquín Mayordomo por un libro que no ha escrito, o por no escribir un determinado libro, y reconozco que ésto no es el cometido de una reseña. Máxime cuando la selección de los entrevistados no le ha correspondido a él sino al FOTT (cuyo objetivo era, a todas luces, dar a conocer en Marruecos a los pensadores españoles). Y esta selección sí tiene coherencia: todos los entrevistados (y el propio periodista) se mueven en un espacio cercano a los conceptos y posturas éticas que algunos políticos han bautizado con el desafortunado nombre de ‘Alianza de Civilizaciones’.
¿El estilo (porque también en las obras periodísticas hay estilo, no sólo contenido)? Mayordomo nos ofrece aparentemente las transcripciones originales de las entrevistas realizadas, recortadas, se entiende, pero preservando frases a medias, reiteraciones, divagaciones. Usted escuchará prácticamente hablar en directo al filósofo en cuestión. El espacio disponible en un libro lo permite, frente a las limitaciones de la prensa impresa, donde la tiranía de la maqueta obliga a recordar ese adagio periodístico según el que una entrevista es una obra literaria inspirada en una conversación.

30 diciembre 2009

Materia para asustarse

El accidente


Ismail Kadare

Alianza, 2009

Pág. 320

Precio: 18,00 €

ISBN: 9788420652757

Traducción: Ramón Sánchez Lizarralde





Ilya U. Topper

Un libro de Kadaré se abre siempre con expectación: dejó patente su maestría en sus anteriores obras (¡esa inolvidable Cuestión de locura!) Sigo, pues, el trayecto de aquel taxi que se estrella camino del aeropuerto y la subsiguiente investigación policial con ganas de dejarme embaucar, de perderme en el laberinto de pistas apenas insinuadas que me ofrece el autor.

Pero no es tan fácil. La narración marco que plantea Kadaré, modelada según la novela negra clásica y pretexto para contar una historia de amor, recuerda algunas obras de Stanislav Lem, donde los misterios están siempre en el límite de poder ser explicables por causas naturales... pero sólo casi. Mas frente a la increíble precisión de Lem para encontrar este límite, la exposición de Kadaré suena algo forzada, los misterios del caso lo son más por la afirmación de que “aquello era inexplicable” que porque los hechos realmente lo sean. Uno recorre las primeras decenas de páginas con la sensación de que aquí se trata de mistificar las cosas más allá de lo necesario. El estilo lento, algo insistente, y sin nombres propios, tampoco ameniza la lectura.

Pero esto son cuestiones menores, porque la narración marco no es lo que importa en esta novela. Importa la historia que arranca en la segunda parte: el amor entre Rovena St. y Besfort Y., una estudiante albanesa y un asesor con alto rango en el Consejo de Europa. Y esta historia convence.

Kadaré despliega su capacidad para trazar dos retratos de gran profundidad psicológica, para bucear en las emociones que quizás no nos atrevemos a confesar a nosotros mismos, para arrojar las preguntas sobre la libertad, la entrega, la sumisión, la felicidad de negarse uno mismo para ser lo que el otro quiere ver. Si ustedes han vivido alguna historia de pasión arrebatadora, insana, esclavizadora, sabrán de qué hablo. Si aún no, aquí tienen materia para asustarse.

En muchos pasajes ―esta sensación de que aún tras años de relación, los amantes son dos seres completamente ajenos uno al otro, dos perfectos desconocidos― recuerda al mejor Milan Kundera, aunque sin la facilidad de palabra, sin este humor, esta ternura que caracteriza al maestro checo. Además, la lectura exige atención; la falta de nombres propios ―sólo Rovena y Besfort, la amiga lesbiana Liza Blum y un amante momentáneo de Rovena tienen derecho a firmar― obliga a un profuso uso de pronombres que en ocasiones otorgan cierta ambigüedad a las frases; pudiera ser una característica del idioma castellano que quizás no se dé en albanés.

Eso sí, si aún les queda interés en la historia del accidente, desengáñense: como sucede en las novelas policíacas de Leonardo Sciascia, aquí no hay resolución del enigma. No puede haberla, porque Kadaré se ha enredado demasiado en sus propias trampas. Pero tampoco importa: si buscan novela negra, lean a Vázquez Montalbán. Aquí lo que hay es un tratado clínico sobre el síndrome de adicción a esta droga dura que algunos llaman amor.

Una última advertencia: si usted está recién y felizmente enamorado, mejor no toque el libro. Déjelo para dentro de unos años.

29 diciembre 2009

Utopía versus fantasmagoría

Los perros negros

Ian McEwan

Quinteto, 2009
ISBN: 978-84-9711-113-3
211 páginas
8 euros
traducción de Maribel De Juan





Javier Mije


En obituario dedicado a su amado Thomas Bernhard, Javier Marías se congratulaba de no haber leído las obras completas del autor austriaco. Marías se había, digámoslo así, administrado las novelas de Bernhard para no llegar huérfano a aquel momento de desamparo. Otra civilizada forma de ir apaciguando la ansiedad de novedades de los escritores que admiramos son las reimpresiones en bolsillo de obras antiguas e incluso menores. Roth antes de ser Roth. Amis, Barnes, Bolaño o el propio Marías antes de que sus nombres se asentaran entre los clásicos contemporáneos. Ian McEwan ha escrito Solar, a tenor de su página Web “una absorbente y satírica novela sobre el cambio climático” que Random House publicará el próximo 18 de marzo y es de suponer habrá comprado Jorge Herralde para el catálogo –esa novela en marcha- de Anagrama. Tenía mono de McEwan después de releer recientemente esa pieza de relojería emocional que es Chesil Beach. El síndrome de abstinencia me llevó a perder unas horas en la Red en busca de noticias. Así me enteré, lo cuenta lamentándose del olor nauseabundo de los tabloides británicos el propio McEwan en una entrevista, de que acaba de conocerse que la madre del autor de Expiación había dado a luz y en adopción a un hijo antes del matrimonio en que fue concebido el novelista, un hermanastro al que la prensa sensacionalista persigue hasta los lavabos de cualquier pub de Clapham Junction. También supe que McEwan ha sido denunciado por robar un par de guijarros de la protegida playa de Chesil Beach, que reconoció llevarse “en busca de inspiración”. Qué raritos son los ingleses cuando se lo proponen. El final de aquella jornada de pesquisas me llevó a conocer que Quinteto había publicado Los perros negros, una de esas novelas de McEwan que estaba administrando para días como hoy.
Los perros negros parece construida en torno a un par de epifanías. De un lado una escena en una estación francesa de ferrocarril “cerca de una pequeña ciudad cuyo nombre no recuerdo ahora”, de otro el sumidero emocional al que tiende toda la novela y en torno al cual gira la organización del discurso del narrador, cuya crónica se promete y anticipa parcialmente casi desde la primera página como recurso generador de intriga y que terminará bifurcando el destino de un joven matrimonio en luna de miel en la Francia de la inmediata postguerra, esto es, el encuentro de June Tremaine con los perros del título en un Dolmen de la Prunarede que actúa como una especie de damasquina caída del caballo. Como se nos adelanta en el prefacio, “June llegó a Dios en 1946 a través de un encuentro con el mal en forma de dos perros”, sendos residuos del horror del nazismo, confrontación que la conducirá a abandonar por vía de una iluminación interior el comunismo en el que militaba y en el que dejará solo y perplejo a su marido. McEwan contrapone en esta novela dos visiones del mundo, una científica, materialista, racional, y otra basada en la espiritualidad, la fe, Dios y el mundo interior. El narrador, hijo político de June y Bertrand Tremaine, huérfano él mismo, se convierte en una especie de depositario neutral de dos voces que lo utilizan como vehículo de su propia expresión. Religión: mezquindad, intolerancia, ignorancia, crueldad. Comunismo: red de privilegios, corrupción y violencia autorizada en nombre del progreso. Bertrand: en la religión la convicción y el propio interés -el consuelo que proporcionan unas ideas fantasiosas- están demasiado entrelazados. June: también la ideología se ve obligada a distorsionar los hechos para ajustarlos a un concepto. Una revolución de la vida interior es imprescindible para cambiar la sociedad. Bertrand: para que esa transformación se produzca necesitamos un conjunto de ideas que sean buenas. ¿Cómo se puede tener vida interior con el estómago vacío? De esta manera se suceden los golpes dialécticos en Los perros negros sin que el narrador tome partido por ninguno de los pugilistas.
No es, ciertamente, la mejor novela de McEwan que he leído. Aunque el mismo narrador se cura en salud –cuestionando él mismo su banalidad- respecto a la falta de emotividad y de valor como sólida epifanía que puede achacarse al episodio de los perros que da título al libro, desproporcionado respecto a su repercusión en la vida de los protagonistas, la autocrítica de la instancia narrativa no redime al autor que ha dirigido en vuelo rasante toda la novela hacia ese punto, en el que la credibilidad y trascendencia de la fábula parece jugarse gran parte de sus bazas. En la descripción y ambientación de otros episodios McEwan no parece haber afinado aún sus prodigiosas dotes, aunque sobresalen ya en esta novela –publicada, recordemos, en 1992- la minuciosa atención a los detalles, el poder de condensación y la gran economía expresiva que definirán obras posteriores. Un ejemplo de todo ello es la escena de la estación de ferrocarril citada anteriormente, a mi juicio la de mayor carga emotiva de esta novela menor de uno de los más grandes. Con todo, una obra interesante.

28 diciembre 2009

Tardes vacías. Horas lentas

Villa Triste

Patrick Modiano

Anagrama, 2009
ISBN. 9788433975157

191 páginas

15 euros

Traducido por María Teresa Gallego Urrutia


Rafael Suárez Plácido

Estos días leo con placer y con curiosidad Sin tiempo que perder (Alberdania), última entrega de los diarios de Miguel Sánchez Ostiz. No tengo que esperar demasiado para encontrar la primera referencia a Modiano: “Repasando imágenes de Généalogies d’un crime, de Raoul Ruiz, en las que aparece Patrick Modiano haciendo de sí mismo,…” Al final de la entrada leo: “Y a propósito de esa estampa de Modiano. Morand decía que los jóvenes como Modiano tenían pinta de alelados.” No es la imagen que tengo yo del escritor francés, aunque sí podía ser la de algunos de sus personajes. Pienso inmediatamente en Victor Chmara, el narrador de Villa Triste, la última novela que ha sacado Anagrama en su maravillosa labor de recuperación de la obra de Modiano.
Nadie escribe tan bien sobre Modiano, ni lo introduce tanto en su propia vida, como Sánchez Ostiz. Recuerdo Correo de otra parte, donde ya habla de “los hoteles (…) cerrados en las novelas de Patrick Modiano” o de esos inviernos en algunas ciudades de veraneo donde “pueden adivinarse otras vidas, legendarias y novelescas, y sobre todo sombrías, y paseantes que caminan de ningún sitio a ninguna parte: el ambiente de ciertas novelas de Modiano (Villa Triste, sobre todo).”
Con apenas treinta años y tras cuatro novelas de éxito, aparece en 1979, en Francia, Villa Triste. Ya se ha escrito que la obra del francés transcurre entre el deseo de tratar de comprender el siglo XX y el deseo, no menos complicado, de tratar de explicarse a sí mismo. Aquí cuenta la historia de un joven de apenas veinte años, que anda algo perdido y que desea ser escritor: Victor Chmara reside temporalmente en una ciudad de la Alta Saboya, a donde llega huyendo del París policial de los primeros años sesenta: “Yo tenía miedo, todavía más miedo que ahora.” Eran los años de la guerra de Argelia, o “esa que se llamaba de Argelia”. Allí conoce a una chica, de la que inmediatamente se enamora e inician una relación, y a un amigo de ésta, hombre misterioso que también pasará a formar parte de su vida. Toda la novela es el intento de conocerlos, de comprenderlos, de saber más de ellos. Y todo esto a la peculiar manera de Modiano: datos, nombres (ya conocemos el interés de Modiano por los nombres), indagar hasta llegar a conocer el más mínimo detalle. Porque para Modiano a las personas se las conoce por los detalles. Todo es importante.

Desde el principio trata el narrador de reconstruir aquella historia, que ocurrió quince años antes. Y lo hace como si fuera un monólogo dirigido a otra persona: el lector, a quien a veces interpela, como buscando su complicidad o su aceptación.

La chica se llama Yvonne. Al principio el narrador no recuerda su apellido, aunque sí recuerda muchos otros de personajes muy secundarios, pero en la página 75 lo recuerda: “Doctor R. C. Meinthe y la señorita Yvonne Jacquet (acabo de acordarme de su apellido).” Se van a vivir juntos a uno de esos hoteles de lujo a los que hacía referencia Sánchez Ostiz. A partir de ahí comienzan esas “Horas vacías. Tardes lentas.” Pero ni siquiera así llegan a conocerse demasiado. Hay dos motivos: el silencio y el engaño. Victor le habla de sí mismo como del conde Chmara, para el que inventa una biografía que le impresione; ella calla y sonríe. “¿Quién le mentía a quién?”

Es curioso, porque leyendo a Modiano he podido reconocer rasgos suyos en algunos personajes masculinos, pero me resultan más nítidos en los personajes femeninos. Muchos de sus personajes femeninos son uno, y los datos se repiten más en estos: el tío Roland con un taller de automóviles, o ese cine, el Splendid, cercano a la casa de la madre, que aparecen en algunas novelas, también aquí. El padre de Yvonne, ya fallecido, se llamaba Albert, como el de Modiano. Y la propia Yvonne sueña con ser actriz, como la madre del escritor. Pienso que conoce a chicas e imagina sus biografías y las elabora a su medida. ¿Puede ser que Modiano entre en la vida de su madre, con el nombre de Yvonne? Es muy posible.
Villa Triste, que podría servir para nombrar el pueblo donde viven, es el nombre de la casa de René Meinthe, el amigo de Yvonne, el tercer protagonista de la novela. Las casas y los pisos de las novelas de Modiano dan siempre la sensación de ser viviendas de paso. A mí siempre me han parecido tristes: sin demasiados muebles; a veces con libros, pero normalmente sin ellos. Dice el narrador: “Sin embargo, de entrada me pareció que el adjetivo “triste” no le iba bien. Y, al final, acabé por entender que Meinthe había acertado si notamos en la forma en que suena la palabra “triste” un algo dulce y cristalino. Tras cruzar el umbral de la villa lo embargaba a uno una melancolía límpida. Entrabas en una zona de sosiego y de silencio.” Yo diría de sosiego, de silencio y de mentira. Pero son mentiras que nos atrapan, silencios que no nos incomodan. Al contrario: las novelas de Modiano se hacen imprescindibles.

24 diciembre 2009

El diluvio es universal

Ararat. Tras el arca de Noé, un viaje entre el mito y la ciencia

Frank Westerman

DeBolsillo, 2009
ISBN 978-84-9908-095-6

300 páginas

9.95 €

Traducción de Goedele De Sterk.



Luis Manuel Ruiz

En mis investigaciones he constatado que el único personaje del Antiguo Testamento que la factoría de juguetes Playmóbil admite en su censo es Noé, el de la lluvia. No se trata de un dato banal o decorativo: el venerable ancianito, que en su versión de juguete también luce la barba de ceniza con la que siempre lo presentaron los catecismos escolares, con su nave gigantesca de trescientos por cincuenta codos (datos de Génesis, 6, 15) y el primer zoológico de la Tierra es, de todas las figuras de la Biblia, la que más fácilmente recaba el entusiasmo infantil. Por eso Frank Westerman, neerlandés, periodista freelance y autor de libros que lindan vagamente entre lo autobiográfico, lo documental y lo especulativo, sufrió una radical crisis de fe en cuanto se enteró de que el diluvio no era una patente hebrea, sino que otros pueblos, antes o a la vez, habían descrito una catástrofe similar basándose en una gota fría de dimensiones planetarias. En concreto, la primera mención figura en la Epopeya de Gilgamesh, cuya redacción más temprana ha de datarse en torno al siglo veinticinco antes de Cristo.
Ararat es la historia de un viaje. Y ya sabemos que hay viajes de muchos tipos: los que nos conducen a nuevas fronteras del mapa, los que nos alejan en pos de nuevas naciones de la imaginación, los que desembocan en parajes extraños que nuestro pensamiento no reconoce. Ararat es viaje en los tres sentidos: geográfico, emocional, intelectual. Su meta se halla en el propio título; se trata del Ararat, el monte mítico en los límites de Armenia, Turquía e Irán donde, según el libro sagrado, el arca de Noé encalló tras su accidentada singladura, y, por ello, símbolo de la salvación, del perdón de Dios, de la meta coronada, del, en palabras de Mircea Eliade, inicio del mundo. El periplo físico de la obra puede sintetizarse así: después de haber pasado varios años en Rusia como corresponsal y de haber visto de lejos la cumbre nevada del Ararat (uno de los iconos favoritos del alpinismo: 5165 metros), Westerman concibe la idea de escalarlo; para lograr dicho propósito, que a poco se revela propio de un argumento de Kafka, ha de superar formidables barreras: permisos, suspicacias locales del gobierno turco, intrigas geopolíticas en que se mezcla la cuestión kurda con la armenia (eufemismos para referirse a dos de los genocidios mejor escondidos de la historia), visados, agencias de viajes, picarescas varias. El periplo espiritual se muestra más interesante pero no menos tortuoso: educado en el adventismo y convertido en ateo después de presenciar las chapuzas del destino, Westerman emprende el viaje al Ararat como un intento de recuperar su fe infantil y de enfrentarse cara a cara con ella; de contemplar cuánto de auténtico y cuánto de trivial habría en ella; de sondear la antigua ilusión y de comprobar si un hombre hecho y derecho, con hipoteca y libro de familia, puede creer seriamente en un barco enorme lleno de animalitos.
Los amantes de las curiosidades encontrarán que el libro abunda en disparos de munición pesada: las distintas versiones del diluvio, los pormenores en torno a la formación de volcanes y su impacto en el medio geológico, las anécdotas referidas a Jim Irwin, astronauta que encontró a Dios en la luna y se pasó el resto de su vida buscando el arca que había diseñado, o de George Smith, ascendido de bedel a descifrador de poemas sumerios, garantizan impactos duraderos. Un vago como este servidor jamás pensó que un ejercicio de alpinismo podría resultar tan grato.

23 diciembre 2009

La televisión hace pensar

Los Soprano forever
Antimanual de una serie de culto


VV.AA.

Errata Naturae, 2009

ISBN: 978-84-937145-4-3

168 Páginas

16,90 €




Carolina León

¿Tiene una serie de televisión categoría suficiente para estimular a los pensadores de la estética y la filosofía modernas a crear en torno suyo? Frente a un libro como éste (y hay otro reciente en los estantes de “novedades”, Los Simpson y la filosofía), algunos pondrán una ceja en alto con toda la suspicacia del mundo.

Esos, en todo caso, son los que no han recorrido los ochenta y seis capítulos de Los Soprano (y probablemente ninguna de las muchas temporadas de series ya imprescindibles en el imaginario audiovisual reciente, véase Six Feet Under, The Wire o Mad Men). Con Los Soprano, como mundo televisivo, producto cultural que juntó a muchos miles de personas delante de sus pantallas por varios años y revulsivo de un género completo con varias décadas de historia (el cine negro y, dentro de él, el subconjunto de las películas de mafiosos), no sorprende lo más mínimo que críticos de la cultura como Noël Carrol increpen a los creadores de la serie desde puntos de vista como la moral, las trampas de la identificación con los criminales, la estética posmoderna, la psicología, las distintas interpretaciones del mal o el nihilismo.

El volumen diseñado por la editorial Errata Naturae es una selección (o disección) de algunos de los textos de otro volumen, norteamericano él, (The Sopranos and philosophy: I kill therefore I am, 2004), que aquí se cocinan en otros caldos. Los del mencionado Carrol, Peter H. Hare o Kevin L. Stoehr, profesores y eminencias en disciplinas humanistas en universidades del gran país, han salido de aquel otro libro para reunirse con artículos entregados por algunos de los señores más importantes de nuestras universidades: Iván de los Ríos, Fernando R. Lafuente, Ignacio Castro Rey o Fernando Castro Flórez, quien se marca un ensayo de sesenta páginas con ¡125 notas al pie!

Y es que dentro de una serie como ésta, donde se pusieron en entredicho muchas cosas dadas por sabidas, se pudo ver reflejado cualquier tipo de clase media (sin necesidad de dedicarse al contrabando, la trata de mujeres o las extorsiones) de cualquier ciudad del “primer mundo”, pudimos conocer la degradación existencial del mito del mafioso elegante y cool inmortalizado por Coppola en la persona de un inmenso (en todos los sentidos) Tony Soprano, y donde los tipos humanos más corrientes, tan parecidos a nuestros vecinos (esa Carmela con preocupaciones de andar por casa y remordimientos por la forma en que su marido gana el dinero, esos viejetes verdes en chándal deformante...), ha dado y dará para pensar mucho. Para tratar de desentrañar sus secretos.

Y, dentro de Los Soprano forever, hay espacio para divagaciones más o menos pertinentes, pero en cualquier caso se pueden encontrar ideas sabrosas y estimulantes. Como en “Mitología y desencanto: una introducción a Tony Soprano” (Iván de los Ríos), en que las lecturas se cruzan hacia el corazón del personaje que condujo la serie, tratando de entresacar una tipología del criminal dentro y fuera de la pantalla. El extenso, y sabio, ensayo de Castro Flórez, intensísimo en referencias y contactos con Freud, Lacan, Baudrillard, Bataille y otros muchos, en una apasionante exploración al interior de las relaciones de los individuos representados en la serie, en sus roles y en su visión de sí mismos (si es que un personaje puede tener autoconciencia), que funciona como el más abarcador análisis de los que aquí se pueden leer. Como el de Ignacio Castro Rey (“Vivir puede matar”), el más crítico con los conceptos de televisión y entretenimiento de entrega semanal, que abre muchas cuestiones en torno a la mitificación de la serie: si realmente se puede comparar con la historia del cine o si merece la pena dedicarle 86 horas de nuestra vida a su visionado.

Pues mi respuesta incondicional es que sí. Que hay que pararse a degustar despacito y con buen sofá bajo las posaderas (o, como dice Rodrigo Fresán al término, “mudarse a vivir a la casa de New Jersey”) toda la serie, para poder después entrar en el libro. Que el segundo es un conjunto de reflexiones desde lo modesto a lo más interesante, pero que no podrían existir sin el artilugio creado por David Chase y compañía. Buon anima!

22 diciembre 2009

La vida a dos tintas

George Sprott (1894–1975)

Seth

Mondadori, 2009.

ISBN. 978-84-397-2200-7

64 páginas.

17.95 euros.

Trad. de Ernest Riera Arbussa.



Alejandro Luque

¿Qué queda de uno cuando desaparece para siempre? Me temo que poca cosa. Podemos preguntarle a quien ha pasado décadas trabajando a tu lado, a tu cónyuge, a tu familia, y apenas serán capaces de poner en pie algunos borrosos rasgos de tu personalidad, la esquemática ficha de tus gustos y aficiones, tres o cuatro anécdotas que te conciernen. Creías haberle dado al mundo un novelón, y sólo le estabas dictando notas dispersas y balbucientes. Lo de veras interesante sería comprobar qué retrato resulta de sumar las opiniones de quienes nos rodean y nos han tratado, el modo en que un mosaico de espejos devuelve el reflejo de lo que proyectamos sobre cada uno de sus cristales. Por ejemplo, qué perfil obtendríamos de mezclar el testimonio de tu madre con el de tu peor enemigo, y el de tu pareja con el de tu amante, y el de tu superior con el de tu subordinado. Algunas redes sociales intuyen ese interés y ya han ensayado encuestas que coquetean con esta idea. Un dibujante canadiense, Seth (Clinton, Ontario, 1962), ha sido capaz de desarrollarla en una serie memorable.
Lo único que sabemos al abrir esta graphic novel –como se dice ahora- es que un tal George Sprott, como indica el título, murió en 1975 a la edad de 81 años. Pero, ¿quién era el tal George? ¿A qué se dedicaba? ¿Tenía parientes? ¿Tenía memoria? ¿Qué pensaba o sentía? ¿Cómo fueron los últimos momentos de su vida? A todos esos interrogantes fue Seth dando paciente respuesta en una serie de entregas que aparecieron periódicamente en las páginas de The New York Times, y que ahora ven la luz reunidas en una espectacular edición de Mondadori.

A través de continuos saltos hacia atrás y hacia delante, el lector va descubriendo que Sprott fue en su mocedad explorador en el Ártico, que todas sus experiencias son el sustrato del programa de la televisión local que presentará con notable éxito durante dos décadas, Aurora Boreal; que tuvo una delicada relación con sus padres, y una hija a la que no quiso reconocer; que solía fumar deleitosamente y padecía una suerte de apnea del sueño, que lo dejaba roque en medio de las grabaciones; que era el paradigma de unos “viejos tiempos” que acabarían siendo devorados por alguna desconsiderada modernidad, como todos los viejos tiempos.

El guión alterna sabiamente pasajes de una mareante locuacidad con profundos silencios a doble página. El dibujo, de un delicioso sabor retro y consagrado al bicolor –que participa del juego de saltos temporales y estados de ánimo-, despliega en contraposición a su aire clasicista una notable audacia en la composición de las páginas, con una original distribución de viñetas y bocadillos, buscadas reiteraciones, delicioso gusto por el detalle e importación de recursos propios del medio audiovisual al lenguaje gráfico.

Pero tal vez estos pormenores técnicos sean secundarios para hablar de un cómic tan fieramente humano como el que nos ocupa. Con muy poca afectación, sin adornar al protagonista con excesivas virtudes, la historia de Sprott seduce y emociona, provoca instantáneos ataques de melancolía como espontáneos brotes de risa. Y si el protagonista es inolvidable, no merecen ser ignorados los numerosísimos secundarios que desfilan por la serie, algunos entrevistados a propósito de Sprott como si se tratara de un documental, otros simplemente mencionados en recurrentes galerías: uno querría conocer la historia de todos esos representados, las estrellas del Canal 10: Eve Rivière, Kenybo The Clown, The Bull-Cook, Miss Bachelor, Violette Bruyeres...
Ahora que lo pienso, tal vez esté cometiendo una imprudencia recomendando un tebeo como éste en plenas fechas navideñas, tan deprimentes; una historia con el polo de fondo, con la que está cayendo; un cuento que acaba mal, precisamente ahora que todos tenemos el ánimo por los suelos, y que al dirigir la vista hacia el horizonte sólo vemos negros nubarrones y vaticinios agoreros. Correré el riesgo. Creo en el poder de la magia y la corriente eléctrica de la sensibilidad. Atrévanse ustedes también. Pidan en su carta de Reyes las memorias de Casanova, de acuerdo, pero como segunda petición anoten el George Sprott. No puede fallarles un artista que tituló su mejor obra La vida está bien si no te rindes.
Ah, y felices fiestas.

21 diciembre 2009

Las turbulentas aguas de los EE.UU.

Al pie de la escalera
Lorrie Moore

Seix Barral, 2009

ISBN: 9788432228537

384 páginas.
19 euros.

Traducción de Francisco Domínguez Montero.



Manolo Haro

A la hora escribir ficción en el mundo contemporáneo y concretamente en los Estados Unidos, ese ser creador, que si es bello y joven llenará carteles promocionales en vestíbulos de hoteles y escaparates en cadenas libreras asociadas a multinacionales del entretenimiento, tiene dos disfraces potenciales: el de mago o el de forense. No se asusten, se trata del clásico binomio compuesto por el autor escapista y el autor el comprometido.
El mago siempre tendrá a alguna solvente productora golpeando insistentemente con los nudillos la puerta de su torre de marfil, pues su invención adaptada podrá llenar salas de cines y procurarles a un gran número de personas el merchandising de moda. Para ello, simplemente le bastará con retirar la seda negra que cubre la realidad y mostrar algo maravilloso, raro o irreal. Un ejemplo de ello es la escrupulosa cronista del mundo vampírico y adolescente que tantas secuelas y recuperaciones está regalando en la actualidad Sophie Meyer.
El caso del forense, menos amable tal vez, supone un riesgo difícilmente asumible: para aquellos poseedores de esta condición, escribir significa retirar la sábana y descubrir un cuerpo destrozado en el que el maquillaje aplicado hará resplandecer algún que otro rincón escondido. A esta línea pertenece la escritora Lorrie Moore. El cadáver que disecciona son unos Estados Unidos que tras los atentados del 11-S no han cambiado las cuencas de sus vías fluviales, sino que además otros ramales de corrientes turbulentas se han sumado a ríos angostos y envejecidos que acabarán completando un embalse colapsado siempre a piques de reventar.
Al pie de la escalera es una novela que surca esas aguas con la guía de la voz de una joven universitaria de la ciudad de Troy en el Medio Oeste estadounidense. Tassie Keltjin salta del mundo rural al urbano para estudiar. Una vez en la ciudad, es contratada por un matrimonio de clase media ilustrado que está a punto de adoptar una niña negra proveniente de una empresa dedicada a la gestión de adopciones. A partir de ese momento su percepción de la realidad se hará más amarga y real. A ello contribuirá la historia de amor frustrado con Reynaldo y la conciencia de que la distancia entre la visión del mundo de sus padres y, poco a poco, la suya está cada vez más agigantada.
El libro es una radiografía certera del territorio de los sentimientos y del territorio de un país; esta placa deviene en una amalgama de voces que proporciona rumores que creíamos extinguidos unidos a nuevos sonidos: el racismo, la soledad y la culpa, la gestión fracasada del fracaso social, el nivel cultural de la América rural, la administración de la muerte, la ingobernable alianza de civilizaciones, las guerras infinitas en territorios lejanos, el Islam dentro y fuera, etc. El lector se va cerciorando de que las piezas del puzzle no encajan bien, un puzzle gigantesco e inabarcable que se llama Estados Unidos y que es tan grande como desconocido para sus propios habitantes.
Todo ello está contando por medio del gran logro del libro: la voz de Tassie, que está directamente emparentada con el Holden de Salinger en El guardián entre el centeno por su ironía y por su descarnada forma de contar sus avatares. Hago especial hincapié en la lectura de la parte final de la novela por su poética crudeza al abordar el tema de la muerte de una manera original.
Lorrie Moore ya fue saludada como un nombre a tener en cuenta hace unos años por un escritor tan acreditado como Julian Barnes tras la publicación de Pájaros de América. Ahora Al pie de la escalera viene a refrendar esa apuesta. Logra con ella aportar una lente más a la poliédrica mirada que autores realistas coterráneos suyos (Faulkner, Kerouac, Capote, Cheever, Dos Passos, Carver, Mailer …) han dado de ese barco gigante que se llama Estados Unidos.
Decía Henry James que la novela era un ruido. “Un ruido acerca de algo, y cuanto mayor la forma que adopte, mayor desde luego el ruido”. Ruidosa y genial resulta ésta de Miss Moore. Si desea oír cantar al cíclope, arrime el oído a la gruta.

18 diciembre 2009

Un detective demasiado humano

Los relatos del padre Brown

G. K. Chesterton

Acantilado, 2008.
ISBN. 978-84-96834-46-0

1176 páginas.

33 euros

Traducción de
Miguel Temprano García.

Luis Manuel Ruiz

Para la inmensa mayoría de lectores contemporáneos, decir novela policíaca significa bajos fondos, ex presidiarios de nariz rota, detectives acabados con un ventilador en el despacho que de repente chocan con el asesinato de su vida y mujeres de piernas verticales a las que el humo no molesta en los ojos cada vez que aspiran el cigarrillo. Pero antes de ese álbum de tópicos, el género fue otra cosa. Salvador Vázquez de Parga, en su escrupulosa historia del relato policíaco, data en torno a los últimos años veinte la cesura que dividiría en dos todo este orbe de sangre: fue entonces cuando el detective se mudó de los aristocráticos cottages ingleses a la Gran Manzana y el pausado ejercicio intelectual de reunir pistas que racionalmente debían conducir a la identificación de un culpable cedió paso al puñetazo y tentetieso, a la jerga de la calle.
Podrían, sin duda, marcarse otras fases, pero las dos esenciales que jalonan la evolución del género preferido de los quioscos son estas: la inicial, inaugurada con el monsieur Dupin de Poe, continuada por Conan Doyle, llevada hasta sus últimas consecuencias por Agatha Christie, conocida habitualmente como fair play; y la negra, cuya denominación proviene del roman noire acuñado por primera vez por Marcel Duhamel para designar ese nuevo linaje de novelas americanas que, con Dashiell Hammet a la cabeza, estaban llenando las editoriales de pistolas, adulterios y whisky. En este contexto, la saga del padre Brown constituye todo un capítulo aparte, culminación y epílogo de la primera de las fases mencionadas.
Hasta la fecha del primero de sus relatos, 1910, el protagonista del relato policial había solido coincidir con una criatura impersonal, de frialdad matemática, apenas sin espesor, liberado de las molestias de la vida doméstica que atribulan al resto de los mortales: Dupin, Holmes, Van Dusen consistían, parafraseando al último de ellos, en puras máquinas de pensar. El padre Brown va a ampliar la paleta de ese retrato en blanco y negro con una nueva gama de pinceladas humanas, demasiado humanas: lejos de la torre de marfil en la que se recluyen los detectives puramente cerebrales que le han antecedido, Brown es orondo, torpe, benévolo, paciente, trivial.
Sin lugar a dudas, la mayor aportación de Chesterton al género es la invención de este personaje, cuya enormidad reside precisamente en su insignificancia; otras, por supuesto, son la promoción del cuento policíaco a algo más que un mero pasatiempo intelectual y su conversión en literatura de primer orden, rebasando la condición de comida rápida que hasta el momento se le solía atribuir. Junto a Shakespeare o Milton, Gilbert Keith Chesterton (1874 -1936) comparte el raro honor de pertenecer a los escritores menos ingleses de la literatura inglesa. Un estilo barroco, cercano al desafuero, una tendencia al panfleto que a veces abusa de la paciencia del lector, un gusto por los tintes más extremos de la realidad en lugar de los tonos medios no concuerdan con esa enfermiza tendencia al autocontrol y la expresión sobria que caracteriza a la mayoría de sus compatriotas, de siglos anteriores y de los que habrían de venir.
Amante de la polémica y del pensamiento paradójico, Chesterton llegó al extremo de volverse católico y de defender públicamente su credo en un entorno que no podía mirarle sino como un animal exótico (como el enorme elefante blanco, digamos, de una de sus más famosas novelas). Quizá la vena principal de su literatura consista en el anhelo o la persecución de un orden, sea religioso, ideológico o social, que mitigue la profunda sinrazón sobre la que levita la condición humana y que él, mejor que muchos otros, supo sospechar en ciertas actitudes y ciertos gestos; quizá su inclinación al humor siniestro o su uso reiterado de los andamios del argumento policíaco tengan por objeto la introducción de racionalidad o de sentido común en un universo que, por principio, carece de él. Ambos géneros, el humorístico y el criminal (a veces revueltos) se reparten la mayoría de sus títulos más recordados: entre los primeros podrían mencionarse El club de los negocios raros (1905) o El poeta y los lunáticos (1929); de los últimos, aparte de los que ahora nos ocupan, citemos El hombre que sabía demasiado (1922), Las paradojas de Mr. Pond (1937), y, sobre todo, ese delicioso alegato político-estético-vivencial que constituye a la vez uno de los más acabados ejemplos de novela de suspense y que lleva por título El hombre que fue Jueves (1908).
Quizá el análisis más lúcido sobre la saga del padre Brown corresponda, como en muchos otros casos, a Borges. En la cuarta conferencia de su Borges oral (Alianza, 1998) el maestro argentino ha desvelado con pulso de cirujano qué es lo que diferencia netamente a la creación de Chesterton de cuantas le han antecedido y llegado más tarde y en qué radica su valor. En primer lugar, queda claro que a lo largo de sus cinco volúmenes (El candor del padre Brown, de 1910; La sagacidad del padre Brown, 1914; La incredulidad del padre Brown, 1926; El secreto del padre Brown, 1927; El escándalo del padre Brown, 1935) se nos ofrece un tipo de narración insólita que el género policíaco no había abordado todavía y que luego rara vez se atreverá a retomar. Cada cuento del padre Brown constituye, al tiempo que un acertijo criminal, una obra de teatro y un apólogo. La identificación del culpable supone sólo un detalle marginal dentro de la profusa serie de peripecias y altibajos de cada episodio: mucho más cruciales resultan el desvelamiento de cómo pudo producirse el crimen y de su porqué. El relato suele concluir con una absolución o con un arrepentimiento; lo que importa es que el malhechor comprenda que ha violado la ley y que eso está muy mal, sin necesidad de meter en juego a la policía, ya bastante ocupada en detener anarquistas. Asimismo, el esquema de la narración se desenvuelve respetando un escrupuloso programa de calidad, que convierte a Chesterton en uno de los más exigentes orfebres del fair play. Autores previos habían escondido la solución al enigma de sus tramas en un detalle inadvertido del pasado de los personajes, del mobiliario en el que tuvo lugar el crimen o en un descuido del detective; Chesterton, más puntilloso y genial, llega a ocultar sus ases en rutinas de pensamiento o formas de expresarnos que empleamos todos los días.
El programa de calidad que he mencionado antes cuenta, entre otras, con las siguientes exigencias: ha de existir un crimen inexplicable; en algún momento el lector ha de entrever una solución razonable a dicho crimen; en algún momento esa razón ha de resultar imposible, sobrenatural; finalmente, la razón depende de un detalle venial que se había dejado pasar por alto. Todo ello comprimido en apenas quince páginas de debates, agudezas, desmayos y moralina parroquial. Mis pobres conocimientos editoriales registran la existencia de otras cuatro ediciones previas en castellano de la saga del padre Brown, algunas de ellas incompletas: los dos primeros títulos formaron parte de la inevitable colección El Libro de Bolsillo de Alianza entre 1988 y 1998; Anaya publicó los cinco volúmenes en su no menos ubicua Tus Libros durante los primeros ochenta; muy anteriores son las versiones, generalmente suramericanas, que la casa cristiana Encuentro ha vuelto a reeditar en fecha tan reciente como 2008; de entre 2000 y 2007 proceden los coquetos ejemplares ilustrados de Valdemar. A todos ellos, la presente de Acantilado suma virtudes inéditas: traducciones actualizadas, márgenes que invitan a usar el lápiz, papel de primera calidad y tres relatos nunca traducidos al castellano.


[Publicado en La Tormenta en un vaso]

17 diciembre 2009

Los cuentos que buscaban ser novela

Tanta gente sola

Juan Bonilla

Seix Barral, 2009

ISBN. 978-84-322-1268-0

219 páginas.

17 euros.








Rafael Suárez Plácido

Encuentro en la solapa de este libro, de Juan Bonilla, que él piensa que en estos últimos veinte años sólo ha escrito tres libros: uno de relatos, otro de ensayos y un tercero de poemas. Pienso en su primer libro, Veinticinco años de éxitos (La Carbonería, 1994), y me pregunto en cuál de esos tres se incluiría. Él mismo contaba que no lo aceptaron en un premio al mejor primer libro de narraciones, imagino que el Tigre Juan, porque lo consideraron de ensayo. Pero que su segundo libro, El que apaga la luz (Pre-textos), tampoco fue admitido al mismo certamen porque fue considerado su segundo libro de narraciones. No tiene que extrañarnos demasiado, ya que en sus primeros libros encontramos ese tipo de narración breve con la forma del artículo, o artículos que cuentan hechos de ficción. Y no termina de separar los géneros, o de mostrar una evidente voluntad por hacerlo, hasta La compañía de los solitarios (Pre-textos).
Toda esta reflexión es pertinente porque Tanta gente sola (Seix Barral, 2009) tiene también algo de ese género híbrido. Se empieza leyendo como un libro de relatos en el que van apareciendo personajes y temas de unos cuentos en otros: un poeta que, tras un primer volumen muy exitoso, va descubriendo cuál es su verdadero lugar en el mundo; la soledad, que nunca nos hace mejores; la búsqueda de los nuevos héroes en esta sociedad del espectáculo, que son personas, a veces anónimas, que aparecen en la televisión o en el Guinness de los Récords; el deseo de llevar la literatura a la vida, de hacer reales historias literarias, y sobre todo eso: la literatura, mucha literatura, comenzando por el maestro Borges, al que dedica “Metaliteratura”, uno de los mejores relatos del libro, o Georges Perec y su ya clásico entre nosotros, gracias al propio Bonilla, Me acuerdo. Sus lectores más avezados pensarán que estos son los temas de libros anteriores. Y lo son, casi todos ellos desde ese primer Veinticinco años de éxitos, que años después reeditaría Pre-textos como El que apaga la luz. Lo que ocurre es que un creador que alcanza una voz propia en su primer libro, no cambia sus temas, sino que estos evolucionan. Decía que Tanta gente sola se lee, la primera vez, como un libro de relatos con personajes y temas recurrentes; pero quien lea el libro una segunda vez leerá una novela. De hecho podríamos proponer a los editores o al autor el juego rayuelístico de poder cambiar el orden de los relatos para leer un libro diferente. Y es que ya hay una alusión, aunque despectiva, al libro de Cortázar en el primer cuento. Si leemos en primer lugar el último relato, “El lector de Perec”, cambia no sólo la estructura del libro, sino incluso su sentido.
Hace unos años publicó en su columna “Las Afueras” una reseña o artículo o relato, o quizá las tres cosas, sobre el texto mencionado de Perec. A partir de ahí lo publicó en varios libros y antologías, a veces más desarrollado, a veces dando sentido a todo un libro. Pasaron unos años hasta que Yolanda Morató, a quien dedica este Tanta gente sola, tradujera y editara Me acuerdo, en Almuzara. “El lector de Perec” no sólo engloba a todos esos artículos, sino que se convierte en un fantástico relato que da con todas las claves de este libro.
Es en el relato “Metaliteratura” donde mejor se explica esa unión entre literatura y vida o literatura y verdad: “Desde aquella decepción creo que empecé a buscar en los textos aquello tan extraño y misterioso que sólo sé denominar de una manera insuficiente: lo que merecería ser verdad, aunque no lo haya sido nunca.” Varios de los personajes del libro buscan ficciones a las que dar vida. En otras ocasiones se pretende integrar la poesía en la sociedad del espectáculo (la alusión a Debord es mía, pero intuyo que Bonilla la suscribiría): en el primer relato, el poeta es contratado para participar en una despedida de soltero y tendrá que competir, con un malabarista callejero y con un dj africano, por los favores de la novia; en otro, el mismo poeta ha de convencer a una admiradora que pretende suicidarse de que no lo haga, y así en varias ocasiones. La sensación que da es la del poema de Baudelaire donde se compara al poeta con el albatros: hermoso y majestuoso en el vuelo, pero torpe y humillado por los rudos marineros del barco, cuando baja a cubierta. A la sociedad del espectáculo le da igual la literatura, pero a Juan Bonilla no. Desde el principio guiños y alusiones, a Keats, a José Mateos, a Juan Ramón Jiménez, a Monterroso, a Nabokov, a Paul Celan, por supuesto a Borges y a Perec, que harán las delicias de cualquier rastreador de alusiones semiocultas. Y es también el momento de acabar con algunos tópicos, especialmente ese que dice que lo mejor de Juan Bonilla está en el regate corto. Es cierto que sus primeros libros abrieron unas expectativas que para muchos no llegaron a cumplirse plenamente en sus novelas. Nadie conoce a nadie que, en mi opinión, sigue siendo la mejor de estas hasta la fecha tiene un arranque fantástico. Es cierto que la trama de la segunda parte flaquea. Cansados de estar muertos o Los príncipes nubios están lejos de ser malas novelas. Sí es cierto que no llegan a colmar las expectativas que nos crearon sus recopilaciones de artículos o de relatos breves. Pero a partir de La compañía de los solitarios ya no es justo hablar de regate corto en las historias de sus libros. Con este Tanta gente sola da un paso de gigante. No me interesa ahora entrar en la discusión de si es una novela o si son relatos, “Voluntad: borra el nombre exacto de las cosas,” pero sí hay que decir que lo mejor de sus historias es la evolución psicológica de los personajes. Aquí no encontramos la filigrana que, por otra parte, tanto nos gusta en Bonilla. O sí, también la hay, pero nos llama más la atención cómo actúan los personajes y sobre todo por qué. “Estamos diseñados para que quien descubra cómo estamos diseñados se adueñe de nosotros.” Los personajes son seres que están vivos y que pueden equivocarse y a veces mucho, pero viven como vivimos nosotros.
Hay un grupo de escritores españoles nacidos en torno a 1965 (el propio Juan Bonilla, Julián Rodríguez, Manuel Vilas, Ismael Grasa, José Luis Piquero, Jesús Aguado, Pablo García Casado...) que nos gustan porque reconocemos sus historias en las nuestras, en las que nosotros vivimos. A veces, en las que desearíamos vivir, pero más en las que vivimos. “Fregoli” es nuestra más bonita historia de amor y no nos importa tanto si acaba bien o mal, como en la vida. “En la azotea” debería ser leído por todos los jóvenes, si queremos vivir en un entorno un poco mejor. Y la soledad en un mundo donde es físicamente imposible estar solo, pero donde también es imposible no sentirse solos a poco que reflexionemos un instante, es el otro gran tema de Bonilla, también desde sus inicios.
Hace años que sé que Juan Bonilla es uno de los más interesantes escritores que conozco. También hace ya años que no nos ofrecía un libro tan bueno como Tanta gente sola.

16 diciembre 2009

La voz de la razón islámica

El Corán y el futuro del islam

Nasr Hamid Abu Zayd / Hilal Sezgin

Herder, 2009

ISBN 9-788425-425950
200 páginas.

17,80 €

Traducción: Gabriel Menéndez Torrellas.


Ilya U. Topper

Un breve recorrido por un buscador de internet nos revela que Nasr Hamid Abu Zayd es un pensador egipcio, doctorado en estudios islámicos y árabes en El Cairo y denostado en la Universidad por sus ideas poco ortodoxas respecto a la interpretación del Corán. Tan denostado que un tribunal civil le declaró apóstata ―lo cual en Egipto no es un delito penal― y decidió divorciarle de su mujer. La pareja se exilió a Holanda, donde Ab Zayd ocupa la cátedra Ibn Rushd de Humanidades e Islam.

Es, pues, con expectación que uno abre el ensayo El Corán y el futuro del islam. Una reciente conferencia de Abu Zayd en la Casa Árabe en Madrid, en la que el autor asume la condición de pensador no ortodoxo, científico, racionalista e incluso “hereje”, en todo caso alejado de la teología, aumenta la curiosidad.

El libro (¿realmente hizo falta colocar a una chica con pañuelo en la portada justo cuando su autor defiende que el islam no manda cubrirse la cabeza?) conquista desde la primera página con un estilo directo, claro, sencillo, sin florituras y sin eufemismos. Arranca con un breve resumen de la historia del islam y un excelente análisis de su mala imagen actual, provocado por las corrientes que hoy usurpan el nombre de esta religión. El autor es consciente del enorme peligro que acecha a todo pensador musulmán que escribe para un público europeo (ignorante en todo lo que se refiere a esta fe): el de reaccionar con vehemencia frente a los tópicos equivocados y de deslizarse hacia una enardecida defensa del islam. Abu Zayd evita este escollo y dibuja el islam en su contexto histórico, producto de las tensiones políticas de la Península Arábiga y de las influencias culturales griegas, persas, romanas... ni mejor ni peor que otras confesiones.

Pero quien abre el libro con la esperanza de encontrarse una revisión racional y científica de la historia del islam y su futuro, lo cerrará con desilusión. Abu Zayd no se aparta de la visión tradicional y clásica del islam. Mantiene que el Corán es, íntegramente, fruto de la inspiración divina, aunque se esfuerza en separar este texto divino de todo el compendio de leyes que luego derivaron de él sus exégetas y que, por supuesto, no son divinas.

Para un creyente, sea del signo que sea, esta manera de ver la historia de una religión es, seguramente, lúcida y racional. El libro se dirige, pues, en primer lugar a los musulmanes en Europa (inmigrantes de segunda generación, conversos), que quieren conocer cuál es realmente la religión en la que creen, más allá de las prédicas fundamentalistas que se han apoderado de las mezquitas. Cabe imaginar que fue ésta la intención de las entrevistas que la periodista turco-alemana Hilal Sezgin realizó a Abu Zayd y que desembocaron en este libro. En un país profundamente religioso como es Alemania, además, un gran sector de la población cristiana entenderá plenamente el discurso del pensador egipcio y se sorprenderá de las escasas diferencias que hay entre la teología islámica y la cristiana, dos religiones gemelas, como subraya el libro con mucho acierto.

En España, acostumbrada a un discurso científico laico, meter a Dios en un análisis histórico de una religión y asumir los postulados de los teólogos musulmanes como si fueran verdades arqueológicas (empezando por la propia existencia de Mahoma) debe sorprender un poco más. No obstante, El Corán y el futuro del islam tiene, también para el lector agnóstico, el atractivo de presentar una versión coherente y sencilla del islam visto por los musulmanes.

Su mérito ―y no es un mérito menor― consiste en recuperar esta visión tradicional y clásica frente al batiburrillo fundamentalista wahabí que hoy impera en las pantallas de televisión de todo el mundo. Porque, y eso se olvida demasiado a menudo, la visión del islam que nos llega hoy desde los noticiarios de cualquier televisión, sea árabe, europea o americana, tiene tanto que ver con el islam como un telepredicador de los testigos de Jehová tiene que ver con el cristianismo.

A falta de conocer las demás obras de Nasr Hamid Abu Zayd, aun no traducidas al castellano, el libro suscita una inquietante pregunta: si su autor fue declarado apóstata en Egipto por defender la visión clásica y tradicional del islam... ¿de qué calaña son hoy quienes se adjudican el papel de gran inquisidor del islam, santo cielo?

15 diciembre 2009

El lector futuro de Maiakovski

Una bofetada al gusto del público

Vladimir Maiakovski

Mono Azul Editora, 2009.
ISBN: 978-84-934967-7-7

106 páginas.
14 euros.

Traducción de Ismael Filgueira Bunes y prólogo de Jabo H. Pizarroso.

Juan Carlos Sierra

Recuperar a los grandes de la literatura de todos los tiempos es siempre necesario y supone un trabajo digno de los mayores elogios, pero hacerlo de sus textos más extraños y, por lo tanto, menos comerciales es un riesgo que algunos editores asumen con valentía, porque se juegan no sólo su dinero, sino también su prestigio. Es por ello que hay que felicitar doblemente a Mono Azul por sacar Una bofetada al gusto del público ahora y hace unos meses Cómo hacer versos del poeta ruso Vladimir Maiakovski.
Una bofetada al gusto del público contiene dos conferencias: ‘Los obreros y los campesinos no os entienden’ y ’20 años de trabajo’, ésta última pronunciada solo unos días antes de que su autor pusiera fin a su vida de un balazo en el corazón el 14 de abril de 1930.
De entre la variedad de temáticas que cruzan ambos artículos, destaca sobre todo el juego malabar que lleva a cabo Maiakovski para justificar su poesía –y por consiguiente su vida- ante la Revolución. Frente a las afirmaciones de muchos compañeros de viaje literario y de los órganos culturales de la Rusia soviética de que Maiakovski podría estar desviándose de la vía revolucionaria ortodoxa, éste saca su arsenal argumentativo en la dos conferencias recogidas en este volumen para demostrar que su vida y su poesía, especialmente ésta última, no se han apartado ni un ápice de los postulados de la Revolución. Es más, el lector atento comprobará que se trata más bien de lo contrario.
La tesis de Maiakovski se puede resumir de la siguiente manera: si en mis días de futurista me rebelé contra el orden estético, social, político,… burgués, una vez subvertido este sistema gracias a la acción revolucionaria, el encaje de mi literatura –y de mi vida- será perfecto; sin embargo, me encuentro que los mismos errores que me hicieron rechazar la belleza burguesa se están reproduciendo en el sistema antagónico a éste. Conclusión: a pesar de mis esfuerzos auténticamente revolucionarios, aún no está la sociedad soviética suficientemente madura para la poesía que le ha de ser propia, puesto que arrastra los tics y prejuicios estéticos del orden contra el que se ha levantado. Toda una paradoja que, unida a otras de orden vital, lo atrajo hacia la muerte voluntaria en una calle de Moscú.
Independientemente de lecturas más o menos políticas y sociales, la tragedia estética de Maiakovski consiste en que su continua lucha por hablarle a un lector futuro desde sus años vanguardistas se ve frustrada justo cuando para él deberían coincidir presente y futuro.
Si esta tesis, a mi juicio central en Una bofetada al gusto del público, le parece algo trasnochada al lector de este casi recién estrenado siglo XXI que celebra este año el veinte aniversario de la caída del Muro de Berlín, piense este mismo lector que quizá muchos de los escritores que en su tiempo no encontraron un público receptivo son los mismos que veneramos en los manuales de historia de la literatura contemporáneos, como le sucede a Maiakovski.
Por otra parte, a pesar de las fechas y las circunstancias históricas en que se redactaron los artículos de Una bofetada al gusto del público, la actualidad de muchas de las opiniones vertidas por Maiakovski en el libro no dejan lugar a la susceptibilidad ideológica. Aún hoy nos planteamos la importancia de los clásicos, la utilidad de la poesía, el papel social del escritor, la estrategia más adecuada para que el no lector se acerque a la literatura –¿por obligación o por seducción?-,… Y todos estos son algunos de los asuntos que plantea Maiakovski en sus charlas de las primeras décadas del siglo pasado. Y aún no hemos desvelado las soluciones a estas preguntas.
Así, pues, un libro necesario, si no para encontrar las respuestas a algunos de los planteamientos más conflictivos de la literatura, sí para seguir buscándolas, pero a la luz de uno de los poetas más lúcidos de todos los tiempos.

14 diciembre 2009

El fútbol, esa poesía muerta

A ras de “yerba”
Montero Glez
Debolsillo, 2009.
ISBN: 978-84-8450-264-7
192 páginas
8,95 €

Daniel Ruiz García

La relación entre la literatura y el balompié es antigua, aunque no es hasta hace un par de décadas cuando esta relación empieza a cobrar cuerpo más o menos teórico y académico, convirtiéndose en un maridaje serio avalado por numerosas antologías, artículos especializados y análisis en los suplementos literarios. Como toda disciplina, la literatura-que-habla-de-fútbol también tiene sus paradigmas, y el paradigma de la literatura balompédica apela a una época mítica habitada por jugadores con vocación de gladiadores con un punto bárbaro, balones fabricados a mano con cuero curtido y terrenos de juego que eran auténticos barrizales sobre los que se perpetraban verdaderas luchas encarnizadas. El aliento bélico está muy presente en ese pasado mítico, asperjado de grandes encuentros que se han elevado a la categoría de hazañas, gestas heroicas que han convertido a los futbolistas en soldados valerosos a los que es obligado guardar memoria. Frente a este tótem, hay que situar el reflejo degradado del fútbol actual, dominado por la mediocridad impuesta por los ritmos mercantiles y mercadotécnicos. La era de las Sociedades Anónimas del fútbol, donde nada, ni siquiera el Real Madrid, es ya lo que era.

De este paradigma parten todos los artículos que el escritor Montero Glez ha recopilado en su libro A ras de “yerba”. Apuntes futboleros. Se trata de una reunión de más de 50 artículos periodísticos que el autor de novelas como Cuando la noche obliga o Manteca Colorá ha publicado desde 2005 en ABC y, sobre todo, en la revista Mediapunta. Que Montero Glez es un escritor con una gran fuerza expresiva ya lo sabíamos, merced al tono que impregna todas sus novelas, una suerte de puchero altamente nutritivo y estimulante cocinado a base de Valle-Inclán, Paco Umbral, Céline o Hemingway, por nombrar sólo algunos de sus ingredientes reconocibles. Con sus artículos balompédicos descubro además que es un articulista de fuste, que sabe construir piezas con fuerte músculo, con gran vitalidad expresiva y donde juegan un papel fundamental, como en toda su obra, las metáforas chocantes y plásticas, siempre tendentes a lo deforme o lo excesivo. Un estilo que, desde luego, parece especialmente adecuado para hablar de una cosa tan peculiar como el fútbol, mucho más que una práctica deportiva, más bien un escaparate antropológico de dimensiones descomunales.

Leyendo todos los artículos, uno logra hacerse con una idea general sobre los gustos de Montero Glez en materia futbolística, y también en muchos otros ámbitos. Sabemos que es Raulista; que le costaría poco hacerse de la religión maradoniana; sabemos que para él hay tanta o mucha más poesía en el juego de Zidane que, por ejemplo, en un poema de Keats; sabemos que el fútbol que a él le ha tocado vivir no es, en todo caso, más que un reflejo desvaído del fútbol que se practicaba en otro tiempo, en aquella época mítica que ahora es un florido panteón. Pelé, Di Stéfano, Cruiff, Maradona, todos esos son los santos que hoy constituyen el paradigma de sus artículos balompédicos, y frente a los que toda comparación resulta al cabo odiosa. Cualquier tiempo pasado fue mejor, vienen a decir los artículos, la poesía del fútbol está muerta, pero en todo caso hay que seguir atentos. En cualquier momento puede volver la magia, alguien puede desenterrar la poesía.

11 diciembre 2009

Nada sobrenatural

Los que rugen

Care Santos

Páginas de espuma, 2009

ISBN: 978-84-8393-042-7

168 páginas

15 euros





Carolina León


De esta mujer, que no es ni mucho menos recién llegada, se pueden esperar de entrada sensaciones de intensidad literaria. Si se trata del relato breve, género en el que se estrenó y atesora varios volúmenes, incluso podemos empezar a salivar antes de probar bocado, imaginando lo que a continuación va a venir.

Pues, aficionados al cuento en general y a los cuentos de delicada composición y filigrana, atención al regreso de Care Santos a la narrativa breve. En “Los que rugen”, hay ficciones de sólida formación, recorridas por seres fantasmales, espectros, personas que fueron o personas que ya no van a ser, y también algunos vivos. Unos llegan para perturbar a los otros, los otros se pliegan a las olas de sus ausencias, y los que narran bien pueden estar en uno u otro lado, pero siempre rezumando una sensibilidad extraña hacia los "fenómenos". Sin embargo... si algunas de estas piezas entrara a formar parte de una antología de literatura fantástica, no sería ni exacto ni justo.

La forma en que Santos inserta un mundo con otro hace que se diluyan las fronteras y una cosa deje de estar separada de la otra. No hay muertos ni vivos, hay seres dolidos por la pérdida y obligados al olvido, expuestos a la soledad y al extrañamiento del mundo. A ratos, los fantasmas de estos cuentos son muy corpóreos y, por momentos, los personajes “de carne y hueso” se desvanecen y se comportan como sombras.

El resultado, al haber recorrido todas las historias, es una agradable sensación de coherencia, de ausencia de tópicos, de naturalidad viva y fresca que hace de la fantasía lo más real posible en este universo literario. Porque nada habría más inexacto y desastroso, en 2009, que rellenar páginas con historias de “fantasmas” como si nada hubiese cambiado desde el siglo XIX: ahí está Care Santos con una actualización bien urdida y la pose, nada fingida, de que esta realidad sin ese otro lado, sin las zonas no comprensibles o aprehensibles por el intelecto, no sería esta realidad.

Hay fantasmas que no se reconocen como tales (“Por las noches aullamos”), la presencia inquietante de la más fría soledad (“Círculo Polar Ártico”), los problemas que nos crean aquellos a los que ignoramos o despreciamos (“Orden alfabético”), el lastre de la más sencilla falta de decisión (“Seis botellas, o tres, de Gran Reserva”), lo desconocido que se instala en lo familiar (“Promoción de otoño”) o ajustes de cuentas que se guardan con mucho celo (“Marcar un gol”). Para estos fantasmas y sus sufrientes manifestaciones, hay “comienzos que pueden parecer extraños”, están “preocupados por la dificultad del final” o, inadvertidos, entienden que “no se podía estar más equivocado”.

Ser fantasma y escribir ficción son cosas muy parecidas, parece querer decirnos la autora. Al cabo, requiere de entender y descifrar millones de diminutas encrucijadas en cada nueva frase, en cada sintagma.

Estos cuentos de apariencia sencilla y tema “sobrenatural” no lo son en absoluto (ni lo uno ni lo otro). Y, al cabo, la autora nos está contando más secretos sobre el propio acto de metamorfosear la realidad en historias que sobre los fantasmas de quienes, para ser honestos, poco sabemos nosotros.

10 diciembre 2009

Buen tiro

Breve biografía apócrifa de Walt Disney

José María Cumbreño

Algaida, 2009
ISBN: 978-84-9877-283-8
40 páginas
7,69 €

Daniel Ruiz García

El libro que traemos a esta reseña, XIII Premio de Poesía “Alegría” y editado por Algaida, podría servir perfectamente como punto de partida para un ensayo sobre la Postpoesía o la Afterpoesía o la Poesía Mutante o cualquiera de esas modernas denominaciones que en estos tiempos le andan colgando a las creaciones de la joven novelística, la joven narrativa y la joven poesía española, y que básicamente tiene como aspecto supuestamente diferencial la supuesta ruptura con los cánones clásicos a través de una voluntad de amalgama, de un deseo de hibridación y de mezcla y absorción de lenguajes que no son propios de la literatura. En su libro premiado, que en realidad un poema extenso, José María Cumbreño esparce todos los elementos que permiten reconocer e identificar lo que es una obra postpoética, pero va un paso más allá –y aquí es donde podría plantearse la tesis de un ensayo-, logrando una creación que es un ejemplo perfecto de que la postpoética, o la poesía mutante, o el afterpop, cuando se asume como un medio y no como un fin en sí mismo, puede dar como resultado no sólo producciones logradas sino incluso –tal es el caso- brillantes.

Me explico. En Breve biografía apócrifa de Walt Disney, José María Cumbreño (autor joven pero bastante curtido en lides poéticas y creativas, con premios a sus espaldas tan sonoros como el de Narrativa Breve Generación del 27 o el Premio de Poesía Ciudad de Badajoz y con una docena de libros publicados) recurre a recursos de gran brillo y audacia con un inconfundible regusto postmoderno. Está, por ejemplo, el uso de las notas al pie como herramienta retórico-poética, sin más función que la de servir de añadido o de contrapunto del propio poema, ejerciendo por tanto como extensión del poema más allá de los límites de la propia página. Está el empleo de lenguajes técnicos o de ámbitos tan diversos como el científico, el periodístico, el coloquial o incluso el específico de las guías de cuidados para bebés. Hay una nota al pie que es (me atrevo a jurarlo) la simple trascripción literal de una hoja de reclamación aeroportuaria. Está la mentalidad de concebir el poema como una superposición de imágenes y de lenguajes, a modo de collage, con apariciones de la voz poética que no se imponen sobre otras apariciones, desde un planteamiento nada adoctrinador, sino más bien desde una visión humilde del poeta como mostrador de realidades. Pero por debajo de estos mimbres tan eclécticos subyace una clara voluntad poética que confiere al conjunto una linealidad, un tono marcadamente personal dominado por la ironía y por la ternura, que es lo que conduce a pensar que Cumbreño es un poeta hábil, uno de esos creadores inteligentes que saben encontrar el fondo por encima del deslumbramiento de las formas, para trasladarnos un mensaje, que en mi caso interpreto como el del valor de la paternidad, el amor a la esposa y a los hijos, por encima de las turbulencias y las agitaciones de la vida cotidiana y de los ritmos de la sociedad capitalista. Hay, entiendo, un viaje en avión, una visita a Eurodisney, el soniquete y las imágenes de cartón piedra de las películas y los personajes de Disney. Debajo de este escenario, que late transversalmente a lo largo de todo el poema, está el poeta que reinterpreta la realidad, desde una conciencia caótica y postmoderna, conduciéndonos hasta el cariño, hasta la ternura del padre que soporta estoicamente la invasión de los iconos del capitalismo impuesto –Disney Corporation, McDonalds, Starbucks...- y que disfruta del cariño de lo que más quiere en el mundo, sus hijos, su familia. Cumbreño es un poeta brillante en las composiciones sencillas. Y hay unas cuantas en este poema dedicadas a su hija: “Miro los ojos de Irene,/ que verán cuando los míos ya no vean/ y los suyos no puedan mirarme”. “Con una mano sostengo la suya/ (todavía no anda sola);/ con la otra cubro/ el pico de la mesa./ Ocupando la distancia/ entre el riesgo y la herida”. “La mano de Irene cabe en la mía./ Y los dos, juntos, dentro de este verso”. El logro es que estas composiciones sencillas, que son micropoemas insertos dentro del poema (poemas dentro de poemas, la dinámica de las matriuschkas, algo también muy postmoderno), es que no chirrían para nada dentro del tapiz general. En ello juega un importante papel, desde luego, la ironía, que también está muy presente a lo largo de toda la composición. Otro elemento personalísimo que distancia a Cumbreño de la tradición postpoética es la conciencia social, que se deja sentir a través de guiños hacia la población inmigrante trabajadora, hacia la guerrilla armada del Subcomandante Marcos o hacia las condiciones humanitarias de los prisioneros de Abu Grhaib. Todo mediante el recurso del collage, del corta y pega, que aquí se parece más bien a los samplers musicales que tanto peso tienen en artistas como Manu Chao, Beck o Dela Soul. Hay para mí dos momentos del poema que sintetizan de forma bastante gráfica su propio espíritu y su intencionalidad: “Ulises ya no pretende regresar a Ítaca:/ se conforma con encontrar a Nemo”, dice el primero. Una muestra de la perspectiva irónica desde la que Cumbreño asume su condición de poeta que pretende cantar al amor en medio de un contexto dominado por iconos abominables y altamente invasivos. La feliz derrota, la derrota distanciada e irónica es la única alternativa. Llegando al final del poema, Cumbreño sostiene, como su receta particular de felicidad: “Me encanta ver películas malas/contigo./Happy Meal”.

Un libro-poema, en definitiva, muy recomendable, y muy interesante para saber por dónde van los tiros de la poesía actual, y por dónde, en medio de tantos fuegos artificiales y tanto petardo ensordecedor, sería deseable que continuaran transitando las balas.

09 diciembre 2009

El yo arrasado por las cosas

La presencia de las cosas

Pablo Sastre

Hiru Argitaletxea, 2008.

ISBN 9788496584204

... pàginas.

18 euros.

Trad. de Javier Rodríguez Hidalgo.

Jabo H Pizarroso

En medio de este puente de la Constitución reformable, donde faltan las luces navideñas, y los guantes popfrik en los árboles, ¡qué pena!, (los ayuntamientos se están apretando el cinturón), me he bebido literalmente el pequeño y fundamental libro de Pablo Sastre. El mundo tal y como lo conocíamos o al menos lo hemos vivido, está afrontando cambios drásticos y radicales. La Edad Moderna, la época de la Ilustración y el culto al progreso, y sobre todo el sistema capitalista acumulativo cuyo axioma principal ya no es tanto la santidad del mercado, como ese precepto innegociable de “crecer”, y “crecer” y sobre todo consumir/destruir, parece que llega a su fin o toca fondo, no sabemos si para salir reforzado o para abrir nuevos caminos en un bosque lleno de gnomos y elfos, perdón, golfos.

Pablo Sastre ha escrito un ensayo sobre las cosas pequeñas, sobre los objetos que nos han acompañado desde siempre y que han modelado nuestra relación con el mundo. La silla, una puerta, la casa, el pan, un arcón, son todos objetos que han convivido siempre con nosotros y han revelado el sentir de diferentes épocas y sobre todo el devenir de algunos tiempos. La presencia de las cosas es un ensayo de una humildad congénita. Parte de reflexiones absolutamente limpias que se preguntan cosas que poca gente se pregunta. ¿Por qué existe una silla?, ¿Cuando un químico crea un nuevo producto de limpieza es el ansia de conocimiento lo que le ha movido a esa fastuosa creación?, ¿Acaso la mayoría de nuestras máquinas y cosas no provienen de la guerra (o el robo)?, ¿Desde cuando utilizamos alfombras en Europa?, ¿Qué diferencia existe entre la época en la que los hombres y las mujeres convivían en un mundo igualitario y de marcadas singularidades entre ellos y ésta época de sexos que no de hombres y mujeres que comienza casi con la revolución industrial del XIX y somete a la mujer y la enclaustra en las tareas de casa, nada rentables y nada pagadas según el código de rentabilidad? ¿El ritmo y la velocidad del progreso tecnológico tienen algo que ver con nuestro ritmo humano y nuestro tempus de vida? ¿No va todo demasiado deprisa?

En 1990 en España nos hicimos con los primeros móviles, ahora no sabemos vivir sin ellos, comenzamos a familiarizarnos con los ordenadores personales, que nadie sabía para que servían, y nos encariñamos y conocimos el windows 95 cuando ya se vendía el Milenium y saltamos al XP, ¡qué maravilla!, instalados de nuevo en un software que controlábamos cuando llegó el Vista y lo despreciamos. Y ¿para que vale todo esto?, ¿En qué sentido humaniza todo esto a alguien? ¿Hasta que punto nos hemos convertidos en esclavos dependientes de máquinas complejas que no sabemos ni arreglar? ¿Cada cuento tiempo es necesario que esto se renueve para seguir bebiendo el brebaje del esclavo ilusionado con el aparatito nuevo?.,¿Qué utilidad, al fin y al cabo, tiene todo esto?

"Las mercancías conservan en su interior una moral que no acepta quien no las compra. Todo me condiciona para que tenga un televisor. Todos lo tienen. Forma parte de nuestro tiempo. La moral de nuestro tiempo ordena que lo poseamos. ¿Por qué yo no? ¿Qué soy, un "listo", un cavernícola, uno que pasa de todo?...Sospechoso, cuando menos. Hay ciertas cosas a las que tenemos que adherirnos como sea, pues sin ellas ni siquiera seríamos: son los mínimos que nos unen a nuestro tiempo, y necesitamos, aunque no lo queramos, echar mano de ellas, si es que queremos nuestra de todos modos intranquila posición."

He creído siempre y mucho más en estos momentos, en la necesidad de libros, panfletos, momentos escriturales en los que el pensamiento se remanse y la reflexión venga de donde venga y nos aporte o nos de por lo menos muletas para afrontar la crisis salvaje y el cambio histórico tan descomunal en el que estamos metidos. De una manera silenciosa y a modo de inventario, Pablo Sastre nos sitúa en la trastienda de las cosas, en las causas principales que devienen en cosas, en la necesidad de no perder la funcionalidad de las cosas que nos rodean, y en la necesidad de aligerar de cosas el yo para que el yo viva y no se destruya.

Consumir es destruir, este es otro de los axiomas principales que estudia Pablo Sastre. Este libro nos regala fórmulas y sobre todo reflexión a la luz de los objetos y su devenir antropológico y social. Lo nuevo y lo viejo, esa dicotomía estruendosa se ha convertido en un paradigma, un filtro aplicado a todo. Los objetos se fabrican cada vez más para ser devorados rápidamente y volver a fabricar otros nuevos que desarrollen este concepto de huída hacia adelante, este consumir sin sentir, vivimos bajo el paradigma del crecimiento que si se detiene amenaza con destruir el mundo. Uno de los lemas principales de nuestra época y del “desarrollo” no es otro que el ideal Gillete. Un día, cuando viajaba de ciudad en ciudad vendiendo tapones de botella, Gillete conoció a su inventor William Painter. Mientras charlaban, Painter le refirió a Gillete que inventara algo que pudiera usarse, tirarse, y que hubiera que comprarlo otra vez, es decir, algo perfecto para un vendedor. El 1901 Gillete presentó su invento: La máquinilla de afeitar.

Pero puede que sea tan grande el miedo y pavor creado y generado.para ejemplo tenemos la fabricación del miedo en torno a la gripe A para vender fármacos, que nadie esté dispuesto a detener el tren de las cosas, o por lo menos a comprobar qué ocurre si ese tren se para en la vía y no avanza más. Lo que late tras el libro de Sastre es una reflexión aguda sobre el hombre frente, contra y bajo la máquina. Hastiados o aburridos de las cosas necesarias nos nutrimos de las cosas innecesarias para que el capitalismo/sociedad siga creciendo y "nosotros crezcamos con él", esa es la ilusión de fondo. Esa es la patraña principal de todo esto. Compra y tira porque es tan necesario comprar como tirar y destruir para volver a comprar. Con el ludismo,se perdió la batalla principal en los inicios de la revolución industrial. Hoy he leído en prensa que los dirigentes del mundo reunidos en Copenhage para frenar el cambio climático preparan otra nueva revolución industrial.

En este momento histórico hay que dejarse de zarandajas y leer en condiciones libros como el de Pablo Sastre. Si determinada prensa se llena de mentiras y miedos para incentivar el consumo porque asi lo mandan el capital y el ilusionismo decadente, los libros abren certezas, formulan preguntas vivientes y humanizadoras, y sobre todo dejan espacio a la reflexión de cada cual, que es lo que venimos necesitando como el agua. Estamos pasando con calma y aún con miedo, de los mundos de yupi al mundo real, de la novela histórica y el ensayo épicos, a la inmersión de la narración y los non fiction books en las aguas tranquilas de la realidad y sus causas, única fórmula para detener el imparable avance del yo hacia su avisada destrucción en forma de unos y ceros y cosas innecesarias.