Hiromi Kawakami
Acantilado, 2009
ISBN: 978-84-92649-14-3
216 pág.
18€
Traducción: Marina Bornas Montaña
Manolo Haro
Si es usted una de las personas que empeñó casi dos horas de su vida en alguna sala de cine viendo a un Sergi López rollizo seduciendo a golpe de conversaciones de una memez extenuante a una bella japonesa; si, encima, creyó que eso era no sólo posible, sino absolutamente necesario para que la filmografía de Isabel Coixet siguiera engordando; si, además, logró disfrutar con esa cinta cursi llamada Mapas de los sonidos de Tokio, entonces El cielo es azul, la tierra blanca, según solventes críticos literarios, es su libro.
Ahora que la fascinación por lo oriental envanece cualquier interés por la cultura del septentrión, parece que es hora de que comencemos a saldar la deuda con aquel Rustichello de Pisa que copió de la boca de Marco Polo el Libro de las maravillas, allá por el siglo XIII, y que abría así la veda para la llegada de las chinerías que decoraron Versalles, para que en las casas de hacendados lisboetas lucieran bomboneras de Macao y para que el modernismo acicalara sus versos con gomina de haiku. Nuestro (post)-modernismo sigue en la misma senda a la búsqueda del orto, pero esta vez en su versión más occidentalizada: tecnología, manga, lolitas de pubis rasurados, visiones de Japón tomadas por directoras ario-caucásicas (Coppola & Coixet), budismo turístico y, como no, literatura.
La delegación literaria japonesa nos envía a Hiromi Kawakami (Tokio, 1958) a la República Mundial de las Letras con un libro aclamado por la crítica y los lectores del país nipón. El testigo lo ha recogido el olfativo Vallcorba para su editorial Acantilado con éxito notable entre los nuestros. Me alegro de que una casa a la que aprecio por los buenos momentos que me ha regalado en estos últimos años pesque estos caramelitos, pero no comparto, como ya habrá dilucidado el atento lector de estas líneas, las supuestas excelencias del libro de Kawakami.
El hilo narrativo lo teje la voz de Tsukiko Omachi, una mujer de 38 años que cuenta su enamoramiento paulatino del viejo profesor Harutsuna Matsumoto. Ambos cargan con una vida manoseada por frustraciones amorosas y soledades abisales. El encuentro supondrá una búsqueda por parte de la narradora del corazón del anciano. Hasta aquí bien; sin embargo, la novela está trufada de conversaciones ñoñas, de descripciones de espacios desvaídos pintados con la misma tinta que se utiliza para decorar lámparas de papel, y, por encima de todo, de platos de comida japonesa. Si alguien se pirra por renegar de la sabiduría asentada en los peroles de su madre, aquí tiene un vademécum para épater a modernos comensales: pulpo con wasabi, erizos de mar salados, champiñón lila asado con salsa de soja, tofu mojado en salsa de sake, gelatina de konjac… Así hasta llenar una carta con un número considerable de exquisiteces del Oriente.
Por seguir con el símil de la costura, hay que hilar muy fino (no es mi caso) para toparse con la calidad que la fajilla promocional del libro promete. Si los comensales que se acercan a esta mesa gustan de frases como los ruiseñores se acercaban a picotearlos [los cristales] y trinaban en el jardín (momento post-lúbrico en la novela); o, también fuimos a Disneyland [sin comentarios]. El maestro dejó escapar una lagrimita cuando contemplábamos el desfile nocturno. Yo también lloré, corran a su librería más cercana.
Desconozco si “la teoría del iceberg” de Hemingway, ésa que consistía en mostrar un tercio de lo que se quería contar, para que el lector aportara los otros dos, sirve para explicarse la aceptación de esta novela, en la cual el que lee ha de estar encendiendo barritas de sándalo y haciendo continuamente mezcla en una hormigonera para dar volumen a una historia que no lo tiene. Tal vez corazones más sensibles que el de servidor, cuyas entrañas solidificadas por los embates de la vida lo apartan seguramente de la belleza que guarda esta historia, sepan extraer su néctar. Sólo alcanzo a decir que para amores imposibles, Mr. Nabokov; para cielos crepusculares, Mr. Chesterton. Para todo lo demás, El cielo es azul, la tierra blanca.
Ahora que la fascinación por lo oriental envanece cualquier interés por la cultura del septentrión, parece que es hora de que comencemos a saldar la deuda con aquel Rustichello de Pisa que copió de la boca de Marco Polo el Libro de las maravillas, allá por el siglo XIII, y que abría así la veda para la llegada de las chinerías que decoraron Versalles, para que en las casas de hacendados lisboetas lucieran bomboneras de Macao y para que el modernismo acicalara sus versos con gomina de haiku. Nuestro (post)-modernismo sigue en la misma senda a la búsqueda del orto, pero esta vez en su versión más occidentalizada: tecnología, manga, lolitas de pubis rasurados, visiones de Japón tomadas por directoras ario-caucásicas (Coppola & Coixet), budismo turístico y, como no, literatura.
La delegación literaria japonesa nos envía a Hiromi Kawakami (Tokio, 1958) a la República Mundial de las Letras con un libro aclamado por la crítica y los lectores del país nipón. El testigo lo ha recogido el olfativo Vallcorba para su editorial Acantilado con éxito notable entre los nuestros. Me alegro de que una casa a la que aprecio por los buenos momentos que me ha regalado en estos últimos años pesque estos caramelitos, pero no comparto, como ya habrá dilucidado el atento lector de estas líneas, las supuestas excelencias del libro de Kawakami.
El hilo narrativo lo teje la voz de Tsukiko Omachi, una mujer de 38 años que cuenta su enamoramiento paulatino del viejo profesor Harutsuna Matsumoto. Ambos cargan con una vida manoseada por frustraciones amorosas y soledades abisales. El encuentro supondrá una búsqueda por parte de la narradora del corazón del anciano. Hasta aquí bien; sin embargo, la novela está trufada de conversaciones ñoñas, de descripciones de espacios desvaídos pintados con la misma tinta que se utiliza para decorar lámparas de papel, y, por encima de todo, de platos de comida japonesa. Si alguien se pirra por renegar de la sabiduría asentada en los peroles de su madre, aquí tiene un vademécum para épater a modernos comensales: pulpo con wasabi, erizos de mar salados, champiñón lila asado con salsa de soja, tofu mojado en salsa de sake, gelatina de konjac… Así hasta llenar una carta con un número considerable de exquisiteces del Oriente.
Por seguir con el símil de la costura, hay que hilar muy fino (no es mi caso) para toparse con la calidad que la fajilla promocional del libro promete. Si los comensales que se acercan a esta mesa gustan de frases como los ruiseñores se acercaban a picotearlos [los cristales] y trinaban en el jardín (momento post-lúbrico en la novela); o, también fuimos a Disneyland [sin comentarios]. El maestro dejó escapar una lagrimita cuando contemplábamos el desfile nocturno. Yo también lloré, corran a su librería más cercana.
Desconozco si “la teoría del iceberg” de Hemingway, ésa que consistía en mostrar un tercio de lo que se quería contar, para que el lector aportara los otros dos, sirve para explicarse la aceptación de esta novela, en la cual el que lee ha de estar encendiendo barritas de sándalo y haciendo continuamente mezcla en una hormigonera para dar volumen a una historia que no lo tiene. Tal vez corazones más sensibles que el de servidor, cuyas entrañas solidificadas por los embates de la vida lo apartan seguramente de la belleza que guarda esta historia, sepan extraer su néctar. Sólo alcanzo a decir que para amores imposibles, Mr. Nabokov; para cielos crepusculares, Mr. Chesterton. Para todo lo demás, El cielo es azul, la tierra blanca.
1 comentario:
Su mordacidad vuelve a deslumbrarme,monsier Haro.
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