24 diciembre 2009

El diluvio es universal

Ararat. Tras el arca de Noé, un viaje entre el mito y la ciencia

Frank Westerman

DeBolsillo, 2009
ISBN 978-84-9908-095-6

300 páginas

9.95 €

Traducción de Goedele De Sterk.



Luis Manuel Ruiz

En mis investigaciones he constatado que el único personaje del Antiguo Testamento que la factoría de juguetes Playmóbil admite en su censo es Noé, el de la lluvia. No se trata de un dato banal o decorativo: el venerable ancianito, que en su versión de juguete también luce la barba de ceniza con la que siempre lo presentaron los catecismos escolares, con su nave gigantesca de trescientos por cincuenta codos (datos de Génesis, 6, 15) y el primer zoológico de la Tierra es, de todas las figuras de la Biblia, la que más fácilmente recaba el entusiasmo infantil. Por eso Frank Westerman, neerlandés, periodista freelance y autor de libros que lindan vagamente entre lo autobiográfico, lo documental y lo especulativo, sufrió una radical crisis de fe en cuanto se enteró de que el diluvio no era una patente hebrea, sino que otros pueblos, antes o a la vez, habían descrito una catástrofe similar basándose en una gota fría de dimensiones planetarias. En concreto, la primera mención figura en la Epopeya de Gilgamesh, cuya redacción más temprana ha de datarse en torno al siglo veinticinco antes de Cristo.
Ararat es la historia de un viaje. Y ya sabemos que hay viajes de muchos tipos: los que nos conducen a nuevas fronteras del mapa, los que nos alejan en pos de nuevas naciones de la imaginación, los que desembocan en parajes extraños que nuestro pensamiento no reconoce. Ararat es viaje en los tres sentidos: geográfico, emocional, intelectual. Su meta se halla en el propio título; se trata del Ararat, el monte mítico en los límites de Armenia, Turquía e Irán donde, según el libro sagrado, el arca de Noé encalló tras su accidentada singladura, y, por ello, símbolo de la salvación, del perdón de Dios, de la meta coronada, del, en palabras de Mircea Eliade, inicio del mundo. El periplo físico de la obra puede sintetizarse así: después de haber pasado varios años en Rusia como corresponsal y de haber visto de lejos la cumbre nevada del Ararat (uno de los iconos favoritos del alpinismo: 5165 metros), Westerman concibe la idea de escalarlo; para lograr dicho propósito, que a poco se revela propio de un argumento de Kafka, ha de superar formidables barreras: permisos, suspicacias locales del gobierno turco, intrigas geopolíticas en que se mezcla la cuestión kurda con la armenia (eufemismos para referirse a dos de los genocidios mejor escondidos de la historia), visados, agencias de viajes, picarescas varias. El periplo espiritual se muestra más interesante pero no menos tortuoso: educado en el adventismo y convertido en ateo después de presenciar las chapuzas del destino, Westerman emprende el viaje al Ararat como un intento de recuperar su fe infantil y de enfrentarse cara a cara con ella; de contemplar cuánto de auténtico y cuánto de trivial habría en ella; de sondear la antigua ilusión y de comprobar si un hombre hecho y derecho, con hipoteca y libro de familia, puede creer seriamente en un barco enorme lleno de animalitos.
Los amantes de las curiosidades encontrarán que el libro abunda en disparos de munición pesada: las distintas versiones del diluvio, los pormenores en torno a la formación de volcanes y su impacto en el medio geológico, las anécdotas referidas a Jim Irwin, astronauta que encontró a Dios en la luna y se pasó el resto de su vida buscando el arca que había diseñado, o de George Smith, ascendido de bedel a descifrador de poemas sumerios, garantizan impactos duraderos. Un vago como este servidor jamás pensó que un ejercicio de alpinismo podría resultar tan grato.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como se dice en Facebook: me gusta.