Cuando nuestras civilizaciones se agotan.
Amin Maalouf
Alianza, 2009
ISBN. 978-84-206-8575-5
317 pág.
19,50 euros.
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.
Alejandro Luque
Conocido como autor de novelas de corte histórico, el escritor libanés Amin Maalouf creyó que estos controvertidos albores del siglo XXI exigían de los intelectuales dar un paso al frente y arrimar el hombro. La respuesta a esa llamada es El desajuste del mundo, un ensayo aparentemente sencillo que desarrolla, no obstante, un buen hatillo de ideas dignas de consideración.
Lo primero que llama la atención del volumen es cuestión es su ambicioso propósito de atacar los muy diversos males que sacuden al mundo actual: conflicto de identidades, desbarajustes económicos y financieros, crisis de valores, convulsiones climáticas... Sin embargo, muy pronto su discurso va a deslizarse hacia la búsqueda de soluciones en el entendimiento y convivencia de los pueblos del mundo, y muy concretamente en la resolución del veterano conflicto árabe-israelí.
Maalouf señala como posible punto de partida a los azotes de la sociedad contemporánea la caída del Muro de Berlín y la sustitución de las identidades ideológicas por las identidades religiosas. Recuerda que en la Guerra Fría el islamismo radical estaba más cerca del capitalismo que del marxismo, y que al final de ésta sus defensores estaban en el grupo de los vencedores. El gran pecado de aquel Occidente victorioso en lo militar, lo económico y lo moral, nos dice Maalouf, fue entonces no saber exportar la prosperidad más allá de sus demarcaciones culturales, y ceder siempre a las tentaciones de dominación. En resumen, su manifiesta incapacidad para aplicar a los demás pueblos sus propios principios.
En este punto introduce el autor un concepto a menudo olvidado, el de legitimidad de los gobernantes, que no siempre coincide con los resultados de las urnas o los atributos de autoridad. Para explicarlo echa la vista atrás y repasa, de un modo muy didáctico, los ejemplos de Atatürk en Turquía y de Nasser en Egipto, aquél como paradigma de nacionalismo laico y maduro, éste como último naufragio del panarabismo y germen de una inconsolable conciencia de derrota y frustración que se ha revelado como el mejor polvorín de los extremismos.
Estos vaivenes históricos, salpimentados por la erosión de los valores políticos y morales, sólo pueden corregirse en opinión de Maalouf no a través del rescate de puntos de referencia perdidos, sino de una verdadera reinvención de los dichos referentes. Frente a las dramáticas involuciones que ha venido sufriendo en las últimas décadas el mundo árabo-musulmán, a esa “pérdida de brújula” que es el primer síntoma del nuevo siglo, el escritor preconiza la salvación por la cultura. Después de todo, el saber tiene recursos inagotables y para todos: el XXI se salvará por la cultura, o sucumbirá. Algo que entronca, por cierto, con una idea de Mahoma plasmada en el libro: “La tinta del sabio vale más que la sangre del mártir”.
Resulta interesante el modo en que Maalouf evita caer en la socorrida contradicción entre cultura y religión. El caso de la sociedad soviética o de todas las tiranías laicas basta para apaciguar el entusiasmo de quienes ven en el laicismo por sí solo la llave de todas las soluciones. Por otro lado, Maalouf señala agudamente el papel desempeñado por los papas, paradójicamente, en el desarrollo de libertades y progresos incluso a su pesar, como contrapeso a ciertos arbitarios poderes terrenales: con exasperante lentitud y todas las reservas, acaso el Vaticano haya evolucionado más de lo que cupiera pensar conociendo a quienes hoy ostentan su púrpura.
No se trata, pues, de excluir a las religiones de los desafíos para el nuevo milenio, sino de neutralizar su hegemonía y evitar que se erija en el único elemento integrador e identitario de las sociedades actuales. La cuestión que se plantea a las sociedades musulmanas, apunta Maalouf, “no es tanto la relación entre religión y política como la de la relación entre religión e historia, entre religión e identidad, entre religión y dignidad”, dice. “El problema no está en los textos sagrados, ni la solución tampoco”.
Estas y otras ideas de Amin Maalouf se van abriendo paso hacia una doble conclusión. Por un lado, la disolución de la noción de choque de civilizaciones en beneficio de una civilización, la civilización humana, que sólo unida –o convergiendo en acuerdos elementales pero imprescindibles- podrá afrontar los retos del futuro inmediato. Por otra parte, la necesidad de que Estados Unidos esté a la altura del momento y juegue el papel que cabe exigirle.
En este sentido, la fe de Maalouf en la figura del presidente Barack Obama no tiene límites, y cabe imaginar al escritor celebrando con entusiasmo el reciente Nobel de la Paz. Si es demasiado peso para los hombros de una sola persona, el tiempo lo dirá, pero nada exime al resto de los gobernantes ni ciudadanos del planeta de asumir su cuota de responsabilidad. Maalouf, en el ejercicio de la suya, ha escrito un ensayo que, con todos sus discutibles puntos de vista, rezuma humanidad, claridad y compromiso.
Lo primero que llama la atención del volumen es cuestión es su ambicioso propósito de atacar los muy diversos males que sacuden al mundo actual: conflicto de identidades, desbarajustes económicos y financieros, crisis de valores, convulsiones climáticas... Sin embargo, muy pronto su discurso va a deslizarse hacia la búsqueda de soluciones en el entendimiento y convivencia de los pueblos del mundo, y muy concretamente en la resolución del veterano conflicto árabe-israelí.
Maalouf señala como posible punto de partida a los azotes de la sociedad contemporánea la caída del Muro de Berlín y la sustitución de las identidades ideológicas por las identidades religiosas. Recuerda que en la Guerra Fría el islamismo radical estaba más cerca del capitalismo que del marxismo, y que al final de ésta sus defensores estaban en el grupo de los vencedores. El gran pecado de aquel Occidente victorioso en lo militar, lo económico y lo moral, nos dice Maalouf, fue entonces no saber exportar la prosperidad más allá de sus demarcaciones culturales, y ceder siempre a las tentaciones de dominación. En resumen, su manifiesta incapacidad para aplicar a los demás pueblos sus propios principios.
En este punto introduce el autor un concepto a menudo olvidado, el de legitimidad de los gobernantes, que no siempre coincide con los resultados de las urnas o los atributos de autoridad. Para explicarlo echa la vista atrás y repasa, de un modo muy didáctico, los ejemplos de Atatürk en Turquía y de Nasser en Egipto, aquél como paradigma de nacionalismo laico y maduro, éste como último naufragio del panarabismo y germen de una inconsolable conciencia de derrota y frustración que se ha revelado como el mejor polvorín de los extremismos.
Estos vaivenes históricos, salpimentados por la erosión de los valores políticos y morales, sólo pueden corregirse en opinión de Maalouf no a través del rescate de puntos de referencia perdidos, sino de una verdadera reinvención de los dichos referentes. Frente a las dramáticas involuciones que ha venido sufriendo en las últimas décadas el mundo árabo-musulmán, a esa “pérdida de brújula” que es el primer síntoma del nuevo siglo, el escritor preconiza la salvación por la cultura. Después de todo, el saber tiene recursos inagotables y para todos: el XXI se salvará por la cultura, o sucumbirá. Algo que entronca, por cierto, con una idea de Mahoma plasmada en el libro: “La tinta del sabio vale más que la sangre del mártir”.
Resulta interesante el modo en que Maalouf evita caer en la socorrida contradicción entre cultura y religión. El caso de la sociedad soviética o de todas las tiranías laicas basta para apaciguar el entusiasmo de quienes ven en el laicismo por sí solo la llave de todas las soluciones. Por otro lado, Maalouf señala agudamente el papel desempeñado por los papas, paradójicamente, en el desarrollo de libertades y progresos incluso a su pesar, como contrapeso a ciertos arbitarios poderes terrenales: con exasperante lentitud y todas las reservas, acaso el Vaticano haya evolucionado más de lo que cupiera pensar conociendo a quienes hoy ostentan su púrpura.
No se trata, pues, de excluir a las religiones de los desafíos para el nuevo milenio, sino de neutralizar su hegemonía y evitar que se erija en el único elemento integrador e identitario de las sociedades actuales. La cuestión que se plantea a las sociedades musulmanas, apunta Maalouf, “no es tanto la relación entre religión y política como la de la relación entre religión e historia, entre religión e identidad, entre religión y dignidad”, dice. “El problema no está en los textos sagrados, ni la solución tampoco”.
Estas y otras ideas de Amin Maalouf se van abriendo paso hacia una doble conclusión. Por un lado, la disolución de la noción de choque de civilizaciones en beneficio de una civilización, la civilización humana, que sólo unida –o convergiendo en acuerdos elementales pero imprescindibles- podrá afrontar los retos del futuro inmediato. Por otra parte, la necesidad de que Estados Unidos esté a la altura del momento y juegue el papel que cabe exigirle.
En este sentido, la fe de Maalouf en la figura del presidente Barack Obama no tiene límites, y cabe imaginar al escritor celebrando con entusiasmo el reciente Nobel de la Paz. Si es demasiado peso para los hombros de una sola persona, el tiempo lo dirá, pero nada exime al resto de los gobernantes ni ciudadanos del planeta de asumir su cuota de responsabilidad. Maalouf, en el ejercicio de la suya, ha escrito un ensayo que, con todos sus discutibles puntos de vista, rezuma humanidad, claridad y compromiso.
[Publicado en http://www.mediterraneosur.es/]
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