Traducción de Carmen Montes.
Alejandro Luque
Esta novela, digámoslo de entrada, incurre en un pecado imperdonable para el género negrocriminal: se hace larga. El planteamiento de la trama prácticamente demora 200 páginas. El lector se cuela en la 300 con la sensación de que no ha avanzado mucho más... Y poco después llega a la sospecha de que la resolución del enigma es lo de menos, que el verdadero caso no es sino el ocaso del inspector Kurt Wallander, de cuya serie es ésta, según se anuncia, la última entrega.
Hace ya 18 años que Henning Mankell hizo debutar a este policía en Asesinos sin rostro, a la que sucederían diez entregas más. Mucho antes de la saga Milennium y de toda la ola nórdica por venir, el escritor sueco concibió a un personaje tremendamente humano y lo enfrentó a complejas investigaciones. Uno de sus grandes hallazgos era el medio: Wallander no trabajaba en las urbes duras y masificadas de un Hammet o un Chandler, ni siquiera en la Sicilia salvaje y canicular de un Camilleri, sino en la antípoda de la barbarie, en la Escania fría y civilizadísima. Concretamente en una ciudad, Ystad, que en la vida real tiene un envidiable porcentaje de asesinatos: uno cada siete años. A partir de ahí, Mankell demostró una enorme capacidad para articular tramas y subtramas, combinando con pericia acción e intriga psicológica, y el desarrollo de las pesquisas con las inquietudes íntimas del protagonista.
En El hombre inquieto encontramos a un Wallander que por primera vez abandona su apartamento de la calle Mariagatan para preparar su retiro campestre. Su hija acaba de hacerle abuelo y los achaques, desde la diabetes a las primeras alarmas cardiovasculares, empiezan a acosarlo. Su consuegro, un alto mando de la Marina sueca, desaparece misteriosamente, no sin antes confiarle unos hechos que le tienen obsesionado desde hace años: la violación de las aguas territoriales suecas, hacia 1982, por parte de submarinos rusos que nunca llegaron a ser investigados -nunca mejor dicho- a fondo.
La posterior desaparición de la esposa de este militar servirá en bandeja un escenario que bien podría haber dado para una novela de Guerra Fría al más puro estilo Le Carré. No obstante, el menos interesado en cargar las tintas sobre dicho episodio es el propio Mankell, que en cambio parece embelesado con la vejez de su célebre inspector y lo somete una y otra vez a pruebas de memoria –algo siempre presente en las novelas de Wallander, pero que llega a ser un poco pesado– y a reencuentros que rayan en la afectación sentimentaloide: su ex esposa, Mona, abandonada a la bebida, o su gran amor de Los perros de Riga, Baiba Liepa, enferma terminal de cáncer.
¿Significa esto que estamos ante una obra fallida? Tratándose de Mankell, sería mucho decir. Está tan por encima de la media actual de la literatura policíaca, tiene tantos recursos para camelarse al lector, y está ya tan maduro el universo wallanderiano, que aunque no golpee para el K.O. sí logra llevarse el combate a los puntos. Digamos que, para culminar una serie tan brillante como la de Wallander, quizá cupiera exigirle al autor una última entrega más rotunda. Puede que no nos resignemos, pero nos gustaría creer que, aunque sea con carácter retrospectivo, todavía no hay caso cerrado.
Alejandro Luque
Esta novela, digámoslo de entrada, incurre en un pecado imperdonable para el género negrocriminal: se hace larga. El planteamiento de la trama prácticamente demora 200 páginas. El lector se cuela en la 300 con la sensación de que no ha avanzado mucho más... Y poco después llega a la sospecha de que la resolución del enigma es lo de menos, que el verdadero caso no es sino el ocaso del inspector Kurt Wallander, de cuya serie es ésta, según se anuncia, la última entrega.
Hace ya 18 años que Henning Mankell hizo debutar a este policía en Asesinos sin rostro, a la que sucederían diez entregas más. Mucho antes de la saga Milennium y de toda la ola nórdica por venir, el escritor sueco concibió a un personaje tremendamente humano y lo enfrentó a complejas investigaciones. Uno de sus grandes hallazgos era el medio: Wallander no trabajaba en las urbes duras y masificadas de un Hammet o un Chandler, ni siquiera en la Sicilia salvaje y canicular de un Camilleri, sino en la antípoda de la barbarie, en la Escania fría y civilizadísima. Concretamente en una ciudad, Ystad, que en la vida real tiene un envidiable porcentaje de asesinatos: uno cada siete años. A partir de ahí, Mankell demostró una enorme capacidad para articular tramas y subtramas, combinando con pericia acción e intriga psicológica, y el desarrollo de las pesquisas con las inquietudes íntimas del protagonista.
En El hombre inquieto encontramos a un Wallander que por primera vez abandona su apartamento de la calle Mariagatan para preparar su retiro campestre. Su hija acaba de hacerle abuelo y los achaques, desde la diabetes a las primeras alarmas cardiovasculares, empiezan a acosarlo. Su consuegro, un alto mando de la Marina sueca, desaparece misteriosamente, no sin antes confiarle unos hechos que le tienen obsesionado desde hace años: la violación de las aguas territoriales suecas, hacia 1982, por parte de submarinos rusos que nunca llegaron a ser investigados -nunca mejor dicho- a fondo.
La posterior desaparición de la esposa de este militar servirá en bandeja un escenario que bien podría haber dado para una novela de Guerra Fría al más puro estilo Le Carré. No obstante, el menos interesado en cargar las tintas sobre dicho episodio es el propio Mankell, que en cambio parece embelesado con la vejez de su célebre inspector y lo somete una y otra vez a pruebas de memoria –algo siempre presente en las novelas de Wallander, pero que llega a ser un poco pesado– y a reencuentros que rayan en la afectación sentimentaloide: su ex esposa, Mona, abandonada a la bebida, o su gran amor de Los perros de Riga, Baiba Liepa, enferma terminal de cáncer.
¿Significa esto que estamos ante una obra fallida? Tratándose de Mankell, sería mucho decir. Está tan por encima de la media actual de la literatura policíaca, tiene tantos recursos para camelarse al lector, y está ya tan maduro el universo wallanderiano, que aunque no golpee para el K.O. sí logra llevarse el combate a los puntos. Digamos que, para culminar una serie tan brillante como la de Wallander, quizá cupiera exigirle al autor una última entrega más rotunda. Puede que no nos resignemos, pero nos gustaría creer que, aunque sea con carácter retrospectivo, todavía no hay caso cerrado.
4 comentarios:
Cuánto echo de menos a Montalbán.
Particularmente, Alejandro, no sé qué me pasa, pero no puedo con Mankell. Los perros de Riga, por ejemplo, se me caía de las manos, me pareció una novela absolutamente mediocre, torpe desde el punto de vista narrativo. Estoy con Manolo, cuando se ha leído a Carvallo es muy dífícil que algo de novela negra contemporánea te parezca a la altura.
Pues yo sí soy fan de Wallander, aunque bien es verdad que sólo he leído una novela, la primera. Dani, a ver si me dejas la de los perros y así juzgo. En cuanto a Carvalho, pues tampoco estoy de acuerdo con vosotros: la verdad es que no lo encuentro muy estimulante.
También yo he pasado muy buenos ratos con Wallander, y miedo también, y sorpresa al ver la sociedad sueca. Son mucho peores las que tiene sin su detective, casi infumables por la moralina y el discurso tan aparente (en todos los sentidos).
Desde hace años sigo a Fred Vargas, enorme escritora que sigue los pasos de Pennac en su tetralogía de los Malaussenne (?). No se pierdan sus novelas que, creo, no tienen reseña aquí. Impresionantes y memorables.
Las de John Connolly son para comer aparte, con una mezcla sorprendente de realismo brutal, lirismo y parapsicología que no empece la lectura. Sus protagonistas son de aquellos con los que desearías tomar unas cañas; esa es para mí la medida de la riqueza del mundo novelesco. Tonta que es una.
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